De los amores negados

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

 

La historia de amor entre Fiamma dei Fiori y Martín Amador es como las olas del mar. Azota, golpea, acaricia, lame, viene y se va, en un vaivén de sentimientos encontrados que sumergen al lector en la vorágine de las contradicciones sentimentales. El amor y el desamor, el continuismo y la pasión, la espiritualidad y la rebeldía forman parte de la vida de Fiamma dei Fiori, una mujer entera y verdadera en el momento más pleno... y más vacío de su vida.

Es una bellísima historia de amor que transcurre en una ciudad portuaria donde el tiempo parece acompañar los desasosiegos de esta pareja. Rebosante de vibraciones de vida, búsqueda, idealismos, sueños posibles e imposibles, alegrías y soledades, hasta conseguir lo que todos deseamos: encontrarnos a nosotros mismos.

Ángela Becerra

De los amores negados

ePUB v1.0

Mística
10.06.11

A Cilia Acevedo y Marco T. becerra
con toda mi alma

1. La anunciación

El ángel del Señor anunció a María...

y ella dijo:«... Hágase en mí, según su palabra»

LUCAS, 1: 28

Esa mañana Fiamma se había soñado con un arcángel de alas suavísimas que le iba llevando por los aires y ella reía a carcajadas sueltas. Siempre había creído que los sueños eran presagios negativos disfrazados de alegría.

Se levantó con desgana y empezaron a escurrirle pensamientos entre el agua y el jabón que le lavaban. Se dio cuenta que mientras se frotaba la piel, en realidad estaba tratando de quitar una mancha que de repente había descubierto en su mente.

Para remate, el día había amanecido amodorrado, cargado de espesas nubes que parecían burras de carga. Ese día atravesaría la bahía caminando. Hacía un calor húmedo y derretido, de esos que se pegan al cuerpo y acompañan a la fuerza. Apesadumbrada, abrió el armario y mientras sacaba las sandalias de un cajón, guardó sus pensamientos premonitorios en otro.

Desayunó sin hambre unos trozos de papaya y piña y con el último trozo en la boca salió a la calle. Le encantaba respirar el aliento destemplado del puerto; ese olor a sal mojada y a mojarra recién pescada. Miró el reloj y se dio cuenta lo tarde que era. Si no se daba prisa llegaría tarde a la cita que tenía con aquella periodista que quería sacarla en su programa
Gente que cura
, que se emitía los martes en la principal cadena de televisión. Cogió su atajo preferido. La Calle de las Angustias había sido su sempiterno trayecto de infancia, el camino que cada mañana la llevaba al colegio. En aquel entonces se entretenía enumerando fachadas de colores. Allí seguían sin envejecer aquellas enormes casas de pórticos nobles y colores primarios; parecía como si un dios pintor hubiese derramado sin mesura toneles de pintura sobre ellas; rojos, azules y naranjas vibraban rotos por aquella extraña casa violeta que tanto le había intrigado y a la que había bautizado como flor oriental.

Aceleró el paso. Hacía ya tiempo que evitaba pensar demasiado. Sus días se habían convertido en un ir y venir de sueños frustrados; una monotonía vestía como uniforme su alma y le impedía disfrutar de nada. Hoy sería distinto, pensó. Tendría algo diferente que hacer.

Iba distraída pensando en la entrevista cuando un grito desgarrado venido del cielo no pudo prevenirla de lo inevitable.

Una presión brutal la cegó despegándola del mundo. Elevándola a un estado placentero de inconsciencia total. Aterrizándola en el cemento ardiente. Lo último que vio fue una mancha negra, caliente y líquida. No llegó a enterarse del ángel que bajando en picado desde el cielo acababa de caerle encima.

Fiamma quedó tendida en el andén. Un hilo de sangre fue tiñéndola de rojo. A su lado un ángel con cara plácida y cuerpo partido en dos esperaba el auxilio de su dueña.

La mujer que desde una terraza había gritado tratando inútilmente de evitar el accidente, había sido la causante de éste. Mientras situaba la última adquisición de su colección de ángeles entre sus madreselvas, había dejado escapar de sus manos la valiosa pieza.

El ulular de una ambulancia fue atrayendo vecinos y transeúntes ávidos de morbosidades accidentales.

La mujer del ángel, horrorizada con lo que acababa de provocar, descendió a trompicones los cuatro pisos que la separaban del exterior y, abriéndose paso entre el tumulto curioso, llegó hasta el lugar donde yacían los dos cuerpos. Comprobó —sin que se le notara apenas— que su ángel tenía arreglo y que la mujer respiraba.

Cuando Fiamma abrió los ojos se encontró rodeada de caras de mulatitos espantados y con un rostro blanquísimo de mujer que la miraba fijo con sus ojos de largas pestañas y le decía algo que ella no escuchaba. Había olvidado quién era. Qué hacía allí. Dónde estaba. Lo único que sentía era un dolor agudo en su nariz.

Al llegar la ambulancia Fiamma continuaba desorientada y desmemoriada. Los camilleros gritaban pidiendo paso. Sin darse cuenta Fiamma se vio metida en el vehículo, escoltada por una extraña que se había empeñado en acompañarla después de que los enfermeros le habían preguntado si era pariente o algo de la accidentada.

Mientras iba camino al hospital, su cabeza giraba al loco ritmo de la sirena y, aunque todos sus signos vitales eran correctos, su desmemoria era evidente.

En medio de un tráfico infernal, la ambulancia coronó las urgencias del Hospital del Divino Dolor. Fiamma fue conducida por un pasillo lleno de camillas ocupadas por parturientas, ancianos y borrachos en coma etílico, mientras la mujer del ángel tuvo que quedarse en la sala de espera, sin poder dar más datos que los propios, pues desconocía la identidad de su víctima.

En medio de esas paredes blanquecinas y descuidadas a Fiamma le fue invadiendo aquel olor a desinfección que tanto odiaba. Aquella pestilencia a formol le resucitó el primer recuerdo.

Aborrecía las salas de urgencia de los hospitales. En realidad no era un rechazo al sitio, aunque ella lo había puesto en el mismo paquete, era el olor a muerte. Algo que se le había metido en su nariz a los dos años, cuando había visto, y sobre todo olido, a su abuela dentro del ataúd. A la hora de embalsamarla, al encargado de la funeraria se le había ido la mano vertiendo el contenido de un galón de formol sobre su cuerpo. Años después, cuando fueron a enterrar al abuelo encima de la abuela, Fiamma la había vuelto a ver intacta envuelta en aquel tufo a desinfección que estuvo a punto de resucitar al muerto. De aquel olor Fiamma no había podido librarse nunca. Ahora, gracias a él, poco a poco le había ido llegando su identidad. Lo más remoto y lo inmediato. Desde sus retazos de infancia hasta la cita a la que acudía en el momento de no sabía qué. Tardó los minutos justos para comprobar que sentía manos y pies, entonces reaccionó como resucitada. Se levantó de golpe con una idea clara: necesitaba escapar del hospital. Su fobia era peor que su malestar. Se escurrió entre camillas hasta meterse en la primera puerta que encontró, un lavabo. Allí examinó su nariz hinchada y comprobó que el hematoma se resolvería sin más cuidados que los caseros.

Pudo escabullirse por la sala de espera sin que nadie notara su salida, salvo la mujer del ángel que decidió seguirla.

Empezó a huir como alma que lleva el diablo, temiendo que algún enfermero le llamara la atención. Mientras caminaba la brisa salada la fue regenerando. Le dolía todo, pero se acordaba de todo. Había pasado un susto de muerte. Lo que aún no entendía era qué le había pasado para haber perdido el conocimiento.

Detrás, a pocos metros, con sus zapatos de charol rojo y su impecable vestido de chaqueta verde, la seguía su sofisticada agresora fortuita, quien, al darse cuenta que Fiamma había parado un taxi, se adelantó y presentándose educadamente como Estrella Blanco, sin más preámbulos, se metió dentro con ella.

Llegaron a la Calle de las Angustias. El taxi se detuvo frente a una gran fachada amarilla. Estrella Blanco se había empeñado en llevar a Fiamma a su casa, después de insistirle sin éxito en regresar al hospital, y ésta había aceptado a desgana pues se encontraba sin fuerzas para pelear otra negativa. En el camino le había explicado cómo había sucedido todo sin parar de disculparse compulsivamente por su torpeza.

Cuando estaban atravesando el lujoso pórtico, Estrella empezó a contarle a Fiamma todas las piruetas que había tenido que hacer para conseguir el piso que estaba a punto de enseñarle. Le contó que aquella casa había pertenecido a una vieja aristócrata, coleccionista de arte sacro. Una dama culta y de refinados modales. Mientras hablaba, abrió el viejo portal de hierro. El chirrido de la puerta les destempló los dientes. Era una vieja y elegante casa de pisos que en siglos anteriores había albergado a nobles familias. Tomaron el ascensor hasta llegar arriba de todo.

Al entrar, se encontraron en el recibidor al agresor. Lo había subido el portero después del accidente. El ángel partido en dos era un antiguo mascarón de proa, una bella talla en madera del siglo XVI. Estrella se acercó a él y se entretuvo acariciando las posibilidades de restauración. Fiamma la observaba sorprendida; no dejaba de intrigarle el comportamiento de esa mujer. Se preocupaba más por aquella pieza de anticuario que por ella. No paraba de hablar superficialidades. O estaba muy nerviosa o era una frívola. Prefirió no juzgarla; como sicóloga estaba acostumbrada a toda clase de conductas. Por su consulta pasaban todo tipo de mujeres. Sus tardes eran un desfile variopinto de dolores, tics, desilusiones, manías, soledades y frustraciones, la mayoría de las veces disfrazadas de locuacidades o silencios.

Se dejó guiar por Estrella entre el amplio ático de techos altísimos y terraza volada, llena de ángeles que asomaban por entre madreselvas, buganvillas y naranjos. El canto de cientos de petiamarillos vestía el lugar de magia. Ese jardín había sido creado por un ser delicado, de alta sensibilidad, alguien que tal vez, pensó Fiamma, había amado mucho.

Estrella le fue contando detalles del jardín aéreo. De cómo lo había descubierto. Le dijo que nunca se había atrevido a modificar nada de ese rincón, pues lo consideraba un lugar sagrado, un santuario de amor. Le contó que la mujer que lo había creado había tenido una historia de amor muy contrariada y triste, que la había llevado a refugiarse entre ángeles para olvidar sus penas. Al final, de tanto tratar de olvidarlas, se había olvidado hasta de ella. Había muerto sin saber quién era. Se la había llevado un Alzheimer. Claro que de eso habían pasado varios siglos, y en aquel entonces lo del Alzheimer se desconocía, así que atribuyeron su muerte al amor.

Fiamma pensó en tantas y tantas historias de amor frustrado que había llegado a escuchar en su consulta y se encontró imaginando ríos de lágrimas que bajaban por su escalera hasta crear el diluvio de los amores negados. Sin darse cuenta terminó concluyendo en voz alta que todos necesitaban de un sueño para vivir o se corría el grave riesgo de morir por partes.

Estrella había dejado el ángel en la terraza, que con sus brazos caídos y sus manos abiertas parecía suplicar. Sus magníficas alas con la luz tenue del día se desplegaban majestuosas como si estuvieran a punto de emprender vuelo. Si Martín hubiese estado allí, pensó Fiamma mientras observaba el ángel roto, habría dicho que eran alas de Botticelli; sabía tanto de ángeles. De repente se sintió mareada. Estrella la cogió por el brazo y la hizo recostar en el sofá. La sangre perdida había ido a parar a su estómago, produciéndole una fastidiosa sensación aguantada en silencio. Como siempre, no quería molestar a nadie; evitaba producir incomodidades ajenas aun a fuerza de ocultar las propias. Así había sido desde niña; se había ido tragando sus disgustos para satisfacer a los demás y tenerlos contentos.

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