Irritado, Dave apartó la mirada. Su atención vagó por la colina hasta el tractor aparcado junto al granero.
Madeleine siguió su mirada.
—Estaba pensando, ¿podrías usar el tractor para allanar los surcos?
—¿Qué surcos?
—Donde aparcamos los coches.
—Claro… —dijo con vacilación—. Supongo.
—No es que haya que hacerlo ya.
—Hum.
Todo lo relajado que se había sentido con la ducha quedó en nada cuando empezó a pensar en el problema del tractor. Se había dado cuenta un mes antes y en gran medida ya lo había apartado de su mente, salvo en ciertos momentos en que le llegaba a sacar de quicio.
Parecía que Madeleine lo estuviera estudiando.
—Creo que ya basta de cavar por ahora —dijo.
Sonrió, dejó la pala y rodeó la puerta lateral para poder quitarse las botas en el lavadero antes de entrar en la cocina.
Dave respiró hondo, miró al tractor y se preguntó por enésima vez por el misterio del freno bloqueado. Como si actuara en maligna armonía, una nube oscura tapó lentamente el sol. Al parecer, la primavera había llegado y había pasado de largo.
La finca de los Gurney estaba en lo alto de la colina, al final de un camino rural a las afueras del pueblo de Walnut Crossing, en los Catskills. La vieja casa de labranza estaba enclavada en la suave pendiente sur de la colina. Un prado crecido en exceso la separaba de un enorme granero rojo y de un estanque profundo rodeado de eneas y sauces, detrás del cual se extendía un bosque de hayas, arces y cerezos negros. Al norte, un segundo prado se alzaba por la ladera hacia una pineda y una senda de losas pequeñas que se asomaba al siguiente valle.
El clima había experimentado la clase de cambio radical que era mucho más común en las montañas de los Catskills que en Nueva York, de donde eran Dave y Madeleine. El cielo se había convertido en un manto uniformemente gris que se extendía sobre las colinas y daba la sensación de que la temperatura había descendido cinco o seis grados en diez minutos.
Había empezado a caer una fina aguanieve. Gurney cerró la puerta cristalera. Al presionar con fuerza para pasar los pestillos, sintió un dolor desgarrador en el lado derecho del estómago. Al cabo de un momento, notó otro pinchazo. Era algo a lo que estaba acostumbrado, nada que tres ibuprofenos no pudieran solucionar. Fue hacia el botiquín del cuarto de baño, pensando que la peor parte no era el malestar físico, sino la sensación de vulnerabilidad, darse cuenta de que la única razón de que estuviera vivo era que había tenido suerte.
La suerte no era algo que le gustara: para él, no era más que el sustituto de la competencia para el imbécil. Le había salvado la vida, pero no era un aliado de fiar. Conocía a hombres más jóvenes que creían en la buena suerte, que confiaban en ella, que pensaban que era algo que poseían. Sin embargo, a sus cuarenta y ocho años, él sabía perfectamente que la suerte es solo suerte, y la mano invisible que lanza la moneda es tan fría como un cadáver.
El dolor en su costado también le recordó que quería cancelar la visita inminente con su neurólogo en Binghamton. Había asistido a cuatro sesiones con aquel hombre en menos de cuatro meses, y le resultaban cada vez más absurdas, a menos que el único objetivo fuera enviar una factura a su seguro médico.
Guardaba en el escritorio de su estudio el número de teléfono con los de otros médicos. En lugar de continuar hacia el cuarto de baño a por el ibuprofeno, fue al estudio a hacer la llamada. Cuando estaba marcando el número se imaginó al doctor: un hombre ensimismado de casi cuarenta años, de cabello negro ondulado con entradas, ojos pequeños, boca femenina, barbilla poco pronunciada, manos delicadas, manicura en las uñas, zapatos caros, actitud desdeñosa y ningún interés visible en nada que Gurney pensara o sintiera. Las tres mujeres que trabajaban en su sala de recepción, elegante y moderna, daban la impresión de estar perpetuamente confundidas e irritadas por el médico, por sus pacientes y por los datos de sus pantallas de ordenador.
Al tercer tono contestaron al teléfono, con una impaciencia al borde del desprecio.
—Consultorio del doctor Huffbarger.
—Soy David Gurney, tengo una visita que he…
La voz aguda lo cortó.
—Espere, por favor.
De lejos se oyó una voz de hombre. Por un momento pensó que pertenecía a un paciente enfadado que soltaba una queja larga y urgente, hasta que una segunda voz planteó una pregunta, y una tercera se unió a la refriega en un tono igual de indignado, hablando deprisa y en voz alta. Gurney se dio cuenta de que lo que estaba oyendo era el canal de noticias por cable que hacía que sentarse en la sala de espera de Huffbarger se convirtiera en un suplicio.
—¿Hola? —dijo con un tono definitivo—. ¿Hay alguien ahí? ¿Hola?
—Un momento, por favor.
Las voces pertenecientes a esas cabezas huecas que le resultaban tan repelentes continuaron oyéndose. Estaba a punto de colgar cuando regresó la voz de la recepcionista.
—Consulta del doctor Huffbarger, ¿qué desea?
—Sí, soy David Gurney. Tengo una visita que quiero cancelar.
—¿La fecha?
—Dentro de una semana, a las 11.40.
—Deletree su nombre, por favor.
Gurney estuvo a punto de preguntar cuántas citas tenía ese día a las 11.40, pero prefirió deletrear su nombre.
—¿Y para cuándo quiere cambiarla?
—No quiero cambiarla. Solo quiero cancelarla.
—Tiene que reprogramarla.
—¿Qué?
—Puedo reprogramar visitas del doctor Huffbarger, no cancelarlas.
—Pero la cuestión es…
La mujer lo interrumpió, exasperada.
—Una hora existente no puede eliminarse del sistema sin introducir una hora revisada. Es la política del doctor.
Gurney sintió que sus labios se tensaban de rabia, mucha rabia.
—Me da igual su sistema y su política —dijo despacio, con frialdad—. Considere mi visita cancelada.
—Habrá un cargo por visita cancelada.
—No, no lo habrá. Y si Haffburger tiene un problema con eso, dígale que me llame.
Gurney colgó, tenso. Haberse burlado de un modo tan infantil del apellido de su neurólogo no le hizo sentir del todo bien.
Miró por la ventana del estudio al prado, sin verlo realmente.
«¿Qué demonios me pasa?»
Un pinchazo de dolor en el costado derecho le ofreció una respuesta parcial. También le recordó que iba de camino al botiquín cuando se desvió para cancelar la visita.
Volvió al cuarto de baño. No le gustó el aspecto del hombre que le devolvió la mirada desde el espejo del botiquín. Tenía arrugas de preocupación en la frente, piel descolorida, ojos apagados y cansados.
«Dios.»
Sabía que tenía que volver a su régimen de ejercicio diario, a la rutina de flexiones y abdominales que lo habían mantenido en mejor forma que a la mayoría de los hombres a los que doblaba la edad. Pero en ese momento el tipo del espejo tenía una imagen de cuarenta y ocho, cosa que no le alegraba precisamente. No estaba contento con los mensajes diarios que su cuerpo le enviaba para recordarle lo mortal que era. No estaba contento con aislarse cada vez más. No estaba contento con… nada.
Cogió el frasco de ibuprofeno del estante, echó tres de las pastillas marrones en la mano, puso mala cara y se las metió en la boca. Mientras dejaba correr el agua, esperando a que se enfriara, oyó que sonaba el teléfono en el estudio. Huffbarger, pensó. O del consultorio de Huffbarger. No hizo ningún movimiento para responder. Que se fueran al Infierno.
Entonces oyó las pisadas de Madeleine, que bajaba desde el piso de arriba. Al cabo de unos momentos, ella cogió el teléfono, justo cuando iba a conectarse su viejo contestador. Dave oyó su voz, pero no distinguió sus palabras. Llenó un vasito de plástico hasta la mitad y se tragó las tres pastillas que ya estaban empezando a disolverse en su lengua.
Supuso que Madeleine estaba ocupándose del problema de Huffbarger, lo cual le parecía bien, pero entonces oyó pisadas que cruzaban el pasillo y entraban en el dormitorio. Su mujer apareció en el umbral del cuarto de baño y extendió el teléfono hacia él.
—Para ti —dijo, pasándole el aparato y saliendo del dormitorio.
Gurney, anticipando una actitud desagradable de Huffbarger o de una de sus recepcionistas descontentas, respondió en tono cortante y a la defensiva.
—¿Sí?
Hubo un segundo de silencio antes de que la persona que había llamado hablara.
—¿David?
Aquella clara voz femenina le sonaba, aunque no lograba relacionarla con un nombre o una cara.
—Sí —dijo, de manera más agradable esta vez—. Lo siento, pero no logro situarla…
—Oh, ¿cómo es posible? ¡Estoy tan dolida, detective Gurney! —le respondió con un exagerado tono de broma. De repente el timbre de la risa y la inflexión de las palabras le trajeron a la mente a una persona: una rubia delgada, lista y cargada de energía, con acento de Queens y pómulos de modelo.
—Connie. Cielos, Connie Clarke. ¡Cuánto tiempo!
—Seis años para ser exactos.
—Seis años, madre mía. —La cifra no significaba mucho para él, no le sorprendió, pero no se le ocurrió qué otra cosa decir.
Recordó su relación con sentimientos encontrados. Connie Clarke, periodista
freelance
, había escrito un artículo laudatorio para una revista de Nueva York después de que él resolviera el infame caso de asesinatos en serie de Jason Strunk, solo tres años después de haber sido ascendido a detective de primer grado por resolver el caso del asesinato de Jorge Kunzman. De hecho, el artículo era demasiado laudatorio para que se sintiera cómodo con él, pues citaba su cifra récord de detenciones en casos de homicidio y se refería a él como el superpoli del Departamento de Policía de Nueva York, un sobrenombre que dio paso a decenas de variaciones jocosas creadas por sus colegas más imaginativos.
—Así pues, ¿cómo van las cosas en la tierra apacible del retiro?
Gurney percibió el tono socarrón y supuso que ella se había enterado de su participación extraoficial en los casos Mellery y Perry.
—En ocasiones más apacibles que en otras.
—¡Vaya! Sí, supongo que es una forma de decirlo. Te retiras del departamento después de veinticinco años, te instalas en los aburridos Catskills durante unos diez minutos y de repente estás en medio de un asesinato detrás de otro. Parece que tienes un gran imán para los crímenes. ¡Uf! ¿Qué opina Madeleine de eso?
—Acabas de tenerla al teléfono. Deberías habérselo preguntado a ella.
Connie se rio, como si él acabara de decir algo maravillosamente ingenioso.
—Entonces, entre casos de asesinatos, ¿cómo es tu día típico?
—No hay mucho que contar. No pasa gran cosa. Madeleine está más ocupada que yo.
—Me está costando mucho imaginarte en una estampa estilo Norman Rockwell. Dave preparando jarabe de arce. Dave haciendo sidra. Dave recogiendo huevos del corral.
—Me temo que no. Ni jarabe ni sidra ni huevos.
Lo que describía su vida en los últimos seis meses era algo muy diferente: Dave jugando a ser un héroe; Dave recibiendo un disparo; Dave recuperándose muy poco a poco; Dave sentado escuchando el pitido en el interior de sus oídos; Dave cada vez más depresivo, hostil, aislado; Dave viendo cada actividad propuesta como un asalto exasperante a su derecho a permanecer paralizado; Dave sin querer tener nada que ver con nada.
—Bueno, ¿qué vas a hacer hoy?
—Para serte absolutamente sincero, Connie, casi nada. A lo sumo daré un paseo por el borde de los campos, quizá recogeré algunas de las ramas que cayeron durante el invierno, tal vez esparza un poco de fertilizante en el jardín. Esas cosas.
—A mí no me suena mal. Conozco a gente que se cambiaría por ti ya mismo.
Dave no respondió, solo dejó que el silencio se agotara, pensando que podría forzar a Connie a que le dijera por qué le había llamado, sin más dilación. Tenía que haber un propósito. La recordaba como una mujer cordial y comunicativa, pero siempre perseguía algo. Su mente, bajo la cabellera movida por el viento, no paraba de trabajar.
—Te estás preguntando por qué te he llamado, ¿verdad? —dijo ella.
—Se me ha pasado por la cabeza.
—Te he llamado porque quiero pedirte un favor. Un favor enorme.
Gurney pensó un momento, luego se echó a reír.
—¿Cuál es el chiste? —preguntó ella, un tanto descolocada.
—Una vez me dijiste que era mejor pedir un gran favor que un pequeño favor, porque los pequeños son más fáciles de rechazar.
—¡No! No puedo creer que dijera eso. Demasiado manipulador. Es horrible. Te lo estás inventando, ¿no? —Estaba cargada de alegre indignación. Connie nunca permanecía mucho tiempo contrariada.
—Bueno, ¿qué puedo hacer por ti?
—¡Te lo has inventado! ¡Lo sabía!
—Te lo repito, ¿en qué puedo ayudarte?
—Bueno, ahora me avergüenza decirlo, pero en realidad es un favor enorme, enorme de verdad. —Hizo una pausa—. ¿Recuerdas a Kim?
—¿Tu hija?
—Mi hija que te adora.
—¿Perdón?
—No me digas que no lo sabías.
—¿De qué estás hablando?
—Oh, David, David, David, todas las mujeres te aman y tú ni siquiera te das cuenta.
—Creo que estuve en la misma habitación que tu hija una sola vez, cuando ella tenía… ¿Cuántos años tenía? ¿Quince?
Recordaba a una chica guapa pero de aspecto serio. Se acordaba de que había comido con Connie en su casa. La chica parecía acechar en la periferia de su conversación, sin apenas musitar una palabra.
—En realidad tenía diecisiete. Y, de acuerdo, a lo mejor adorar es una palabra exagerada, pero a ella le pareció que eras listo, listo de verdad, y para Kim eso significa mucho. Ahora tiene veintitrés años, y resulta que aún tiene una opinión muy elevada de Dave Gurney, el superpolicía.
—Eso es muy bonito, pero… estoy un poco perdido.
—Por supuesto, porque me estoy liando para pedirte un favor enorme. Quizá deberías sentarte, necesitaré unos minutos.
Gurney todavía estaba de pie junto al lavabo del cuarto de baño. Salió a través de la habitación y llegó al estudio. No tenía ganas de sentarse, de manera que se quedó junto a la ventana de detrás.
—Vale, Connie, me siento —dijo—. ¿Qué pasa?
—Nada malo, en realidad. Es abrumadoramente bueno. Kim tiene una oportunidad increíble. ¿Alguna vez te he dicho que estaba interesada en el periodismo?