Había una entrada lateral que conducía a un vestíbulo, apartado del de la puerta principal. A esas horas no había portero, ni botones, ni asistentes. Menos mal —pensó, mirándose las ropas manchadas. Estaba cubierta de manchas brillantes y pegajosas dejadas por la sangre del noruego y el jamaicano.
El vestíbulo tenía su propia escalera. Sus ojos nublados por el ron intentaron enfocar los peldaños a medida que zigzagueaba escaleras arriba. Hacía años había practicado un poco de montañismo, y aquél era un ascenso de quinto grado; parecía casi vertical, una situación muy peligrosa. Dudó seriamente de poder llegar al tercer piso.
Tardó varios minutos. Avanzó por el corredor haciendo eses y tambaleándose llegó hasta la 307, y empezó a registrarse los bolsillos en busca de la llave. Pero a sus dedos les costaba trabajo acercarse al bolsillo de la derecha. Finalmente, se dio por vencido. Apoyó la frente contra la puerta, y comenzó a golpear el panel de madera con la palma de la mano. El sonido apenas se oía; intentó golpear con más fuerza, pero su brazo carecía del vigor necesario. Sentía como si éste y el resto del cuerpo fuesen una bola de arcilla húmeda.
Continuó aporreando la puerta. Al cabo de un rato la oyó preguntar:
—¿Quién es?
—El lechero —repuso, y se preguntó por qué le habría contestado así. Tal vez era lo mejor.
—¿James?
—Compruébalo —le dijo. Tenía los ojos medio cerrados e intentó sonreír. Si lo veía tal vez las cosas le serían más fáciles. Quería facilitarle las cosas a Cora. Y dijo—: Es James, el lechero.
La puerta se abrió. Se esforzó por no caer de cabeza dentro. Continuó sonriendo al tiempo que se balanceaba como una planta de tallo delgado en medio de una borrasca.
Todavía no la veía bien. Lo único que logró captar fue algo espigado y blanco, con un toque de amarillo en la parte superior. Me parece que es su cabello —pensó—, sus adorables trenzas dorado pálido.
Cora lo entró en la habitación y cerró la puerta.
—Buenas noches —la saludo él.
—No te muevas y no toques nada —le ordenó ella.
Bevan la oyó alejarse rumbo a las ventanas, y sin encender las luces, bajó las persianas.
—¿A qué viene tanto alboroto? —preguntó él. Cora no le contestó. Pasó a su lado, fue al interruptor y encendió la luz.
Las bombillas del techo eran muy brillantes y la luz le hacía daño a los ojos. Pestañeó con fuerza.
—¿Es para verme mejor, cariño?
—¿Puedes andar?
—Apenas. Pero flotaré. ¿Hacia dónde quieres que flote?
—Flota hasta el baño.
—¿Por qué al baño? No tengo ganas de vomitar.
—Quiero que te quites la ropa —le dijo—. Si te la quitas aquí, ensuciarás toda la habitación.
—Supongo que tienes razón. —Pero no se movió. Continuaba sonriendo y pestañeando con fuerza en la habitación iluminada brillantemente.
—Por favor, vete al baño.
Se tocó la chaqueta manchada de sangre y dijo:
—Está tan pegajosa. Parece jalea de frambuesa.
—¿Quieres hacerme el favor de meterte en el baño? —le pidió Cora muy despacio.
Bevan se metió en el lavabo. Se sentó en el suelo embaldosado. Se inclinó e intentó quitarse los zapatos. «Bula bula, —canturreó mentalmente», y luego en voz alta, gritó:
—¡Bulldog, bulldog! ¡Ra, ra, ra! ¡E… li Yale! —Sus dedos se separaron de los cordones de los zapatos, cayó hacia adelante en un ángulo pronunciado que le hizo golpear con la cabeza en el costado de la bañera. El impacto, añadido al ron y todo lo demás, fueron demasiado para él y se desmayó.
Horas más tarde, abrió los ojos. A través de la persiana alcanzó a ver finos torrentes de luz. Como era de suponer, lo primero que quiso fue una copa. Mecánicamente, tendió la mano para coger el teléfono de la mesa que había junto a la cama. Pero entonces, la vio en la otra cama. Estaba despierta; lo miraba.
—Ah, hola.
—¿Qué ibas a hacer? —le preguntó Cora, indicando el teléfono con un movimiento de cabeza.
—Quería pedirme una copa.
—Vamos, adelante. Pide una copa.
—¿Qué ocurre? —Y en voz ligeramente más alta, inquirió—: ¿Qué diablos te ocurre?
Cora no le contestó.
—De acuerdo. Pediré el desayuno. ¿Qué te gustaría tomar?
—No quiero desayunar.
Bevan apartó la mano del teléfono y le dijo:
—¿Sabes una cosa? Apenas hemos probado la comida. Si seguimos así, pensarán que estamos en huelga de hambre.
Permaneció en silencio durante unos momentos. Luego, sin mirarlo, le preguntó:
—¿Por qué no sigues durmiendo? Todavía es temprano. Señaló hacia el despertador que había sobre la cómoda. Las agujas marcaban un poco más de las seis y cuarto.
Bevan se fijó en el despertador y admitió:
—Sí, es muy temprano. Demasiado temprano para hablar. Mejor digámoslo de otro modo. Digamos que es demasiado tarde para hablar. Es decir, a menos que tengas ganas de hablar.
—Quiero que sigas durmiendo.
—Está bien, cariño. Lo que tú digas. Si quieres que duerma dormiré. Si quieres que no me despierte, no me despertaré.
—¿Es preciso que hables de ese modo?
No le contestó. Estaba considerando seriamente la pregunta. Pero buscar una respuesta era como tantear en el fondo de una oscura piscina: demasiado profunda y demasiado oscura. «Déjalo correr —se dijo—. No le des importancia». Y a Cora le comentó:
—Espero que me perdones. En esta hermosa mañana me encuentro algo confuso. Es una cuestión de bioquímica; los efectos naturales del néctar purísimo del azúcar de caña sobre John. W. Hemoglobin, tiene como resultado un esquema de colores más bien único: el rojo y el blanco le hacen de segundo violín a unos corpúsculos color ámbar. A propósito, ¿cómo diablos logré llegar hasta esta cama?
—Te acosté yo.
—¿De veras? —y luego, con todo el sentimiento, muy seriamente, agregó—: Lamento haberte molestado. Debió de resultar un buen esfuerzo.
Ella le sonrió y le dijo:
—No pesas tanto, James. Además, lo he hecho otras veces. Lo he hecho muchas veces.
—Eso es verdad. Eres una amiga de verdad, una compañera constante, y…
—He puesto tu ropa en la bañera —lo interrumpió en voz muy baja—. La dejaré en remojo, pero evidentemente no servirá de nada, el traje está para tirar. Es una lástima, te lo habías puesto muy pocas veces.
—A lo mejor, si lo llevásemos a la tintorería…
—Imposible. Sabes que es imposible.
Bevan echó un vistazo a la habitación y dijo:
—Me gustaría que hubiera un hogar.
—Da igual, no nos preocupemos por eso ahora. Ya se nos ocurrirá algo. —Pero al decirlo, le tembló la voz.
El temblor le llegó a Bevan en una serie de olas diminutas, frías como el hielo, y a punto estuvo de temblar cuando lo tocaron, indicándole el esfuerzo que estaba haciendo Cora por no perder la calma; las preguntas se le atragantaban: ¿Qué ocurrió anoche? ¿Cómo te manchaste la ropa con toda esa sangre? ¿Qué intentas ocultarme?
Suspiró brevemente y dijo:
—No tiene sentido que te obligue a adivinar lo ocurrido. Tarde o temprano lo averiguarás, y será mejor que sea yo quien te lo cuente. Lo que ocurrió fue… —intentó encogerse de hombros al decirlo—, bueno, un hombre quiso quitarme la cartera.
—¿No habrás…?
—Sí. —Volvió a suspirar—. Sólo quería mi dinero. Podía habérselo dado y asunto concluido. O dejar que me pegara con la cachiporra. Al fin y al cabo no me habría hecho mucho daño. El tío no quería ganarme la partida, simplemente robarme una base en el diamante.
—James…
—Con una botella rota, con eso lo hice. Pobre diablo, parecía tan lleno de vida antes de que todo ocurriera.
—Tal vez no ocurrió. Al fin y al cabo estabas borracho. No puedes estar seguro…
—Estoy muy seguro.
Y la miró. Notó que estaba sentada en el borde de la cama. Sus ojos se cerraron y tenía las manos apretadas contra el pecho. Parecía terriblemente frágil y desvalida, como una doncella capturada por los demonios y a punto de ser sacrificada. «Digamos un solo demonio —pensó—, un solo demonio borracho de ron, y cuando no era de ron, era de ginebra, y cuando no era de ginebra, era de bourbon o de whisky de centeno o de lo que le sirvieran. Pues ya lo has hecho. Esta vez, se la has hecho buena de verdad. Estrictamente de acuerdo con las reglas del libro que usan tus hermanos demonios. Pertenecemos todos a un grupo selecto y no podemos actuar de otro modo; somos una sociedad legalmente constituida, formada por restos de protoplasma, y cada uno de los componentes llevamos un distintivo con el lema de una sola palabra: impotente.
»De modo que si no podemos hacerlo de un modo, lo hacemos de otro. Algunos asistimos a funciones privadas de cine de contrabando. Otros asistimos a espectáculos en vivo, en los que la entrada cuesta quince dólares o más. Aunque para la mayoría resulta muy poco salubre. La mayoría de nosotros intentamos fervientemente ser sanos, o digamos, caballeros, o como quieras llamarle, aunque de todas maneras es una falsedad, pura fachada. De modo que en esta pandilla siempre estamos de Carnaval, no hay una sola maniobra, un solo gesto genuino. A primera vista, le cortaste el gaznate en defensa propia, pero si rascamos un poco la superficie, si vamos más allá del ron y las tonterías, tenemos que reconocer que tus ánimos eran verdaderamente homicidas. Anda, vamos, niégalo.
»Intenta negar que no era tu intención hacerlo, que no querías hacerlo. Pero recuerda, en esta ocasión, nada de evasivas. Este servidor te conoce, ve dentro de ti. Lo único que puedes decirle es: "Ayer vi algo que me provocó, que me hizo empezar una campaña destinada a la destrucción". Sí, me asomé a esa ventana y la vi allá abajo, al borde de la piscina, con un amiguito recién adquirido que hemos dado en llamar Nariz Achatada o Pelo de Zanahoria o el nombre que sea, con tal de hacerlo parecer cómico. Pero claro que la cosa no tenía gracia, y cuando saliste del hotel en Dios sabe qué dirección, tú sabías muy bien adonde ibas pero no querías reconocerlo. Puesto que estabas completamente desorientado, no tuviste valor para bajar a la piscina, enfrentarte a ellos, y hacer valer tu virilidad ante esta mujer, y decirle lo que pensabas.
»Menuda virilidad, la tuya. Por dentro no eras más que gelatina amarilla que se puso a hervir y se derramó, y sentiste la necesidad de golpear algo, de destruirlo.
»Supongo que eso lo convierte en un acto premeditado. ¿Cómo que lo supones? El taxista no supuso nada cuando se largó a toda máquina. Lo vio reflejado en tus ojos y supo que lo único que le quedaba por hacer era largarse. Seguramente sin querer, en ese momento pensaste: "Con éste me ha fallado la cosa, pero ya me cargaré al próximo".
«De todos modos, el resultado final fue tal como estaba indicado en los planos. ¿Y quién es el arquitecto? Es un instigador invisible que se especializa en lo imprevisible. En este caso, dibujó una serie de planos que empezaron con dos personas sentadas en unas hamacas, junto a una piscina, y los acabó clavando una botella rota en la garganta de un tipo que jamás había visto.
«Creo que sería absolutamente conveniente que lo dijeras en voz alta para que ella se enterara de lo que eres y de lo que estás hecho. Pero ahí está el problema; la gelatina amarilla de la que estás hecho provoca un embotellamiento de tránsito e impide que lo declares lisa y llanamente. Aunque de verdad, sería interesante. Sería un experimento interesante si lograras que todo esto superara la barrera de tus labios».
—Si me lo contaras… —la oyó decir.
—Claro, claro, te lo contaré.
Pero no logró continuar. Parpadeó varias veces y, poco a poco, sus labios dibujaron una sonrisa. Era una sonrisa más bien desesperada y tonta. No intentó desdibujarla.
—Por favor —insistió ella—. Es importante que me lo cuentes.
La sonrisa desapareció. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza para indicarle su solemne acuerdo. Entonces, empezó a contárselo. Le resultó sorprendentemente fácil recordar los hechos de la noche anterior, y su relato fue completo y exacto.
—Entonces salí del bar de Winnie por una puerta lateral y me metí en un callejón. No vi que me seguía. Intentó golpearme con una cachiporra y yo cogí una botella vacía. La botella se rompió; caí al suelo y el tipo intentó darme otra vez con la cachiporra. Con la otra mano quería alcanzar el bolsillo interior de la chaqueta, donde llevo el billetero. Debió de ser en ese momento cuando enarbolé la botella y la parte rota se le hundió en la garganta.
Cora volvió a cerrar los ojos. Se estremeció.
—Lo siento —murmuró Bevan—, pero me pediste que te lo contara.
—Sí, claro. —Entonces abrió los ojos e inspiró profundamente. Frunció el ceño, pensativa y le preguntó—: ¿Te vio alguien?
—No lo sé. Creo que no.
Continuó con el ceño fruncido. Al cabo de unos momentos, dijo:
—Creo que todo saldrá bien. —Entonces, desarrugó la frente y le sonrió—. No hay de qué preocuparse.
—No estoy preocupado —comentó Bevan, e intentó devolverle la sonrisa. Pero le salió una mueca desdichada.
Cora estudió su rostro y le sugirió:
—Intenta olvidarlo, por favor.
—Claro. Empezaré ahora mismo. Lo borraré así —dijo chasqueando los dedos enérgicamente.
Pero no sirvió de nada. La mueca desdichada no le abandonó.
—Escúchame; según lo que me has contado, lo hiciste en defensa propia. El hombre intentó quitarte el dinero y tenías todo el derecho del mundo a protegerte. Por lo tanto, no hay motivos para que te sientas mal.
—Tienes razón. Tienes toda la razón del mundo.
—Ese hombre era un criminal, se arriesgó y perdió. Es la única manera de considerar todo este asunto.
Bevan volvió a asentir con la cabeza. Pero la expresión retorcida se negaba a abandonar su rostro.
—Más tarde, sacaré la ropa de la bañera y encontraré el modo de deshacerme de ella —le dijo Cora—. No será complicado. La pondré en una bolsa y la meteré en el incinerador.
—No, yo me encargaré de eso.
—Por favor, James, deja que lo haga yo.
—¿Quieres decir que lo más probable es que meta la pata?
—Yo no he dicho…
—¿Quieres decir que volveré a emborracharme, que cometeré toda clase de errores y que lo echaré todo a perder? ¿Es eso lo que insinúas?
—Bueno, yo…
—Anda, di lo que estás pensando. —Se lo pidió suavemente, casi con tono afable—. Todo me parece más fácil cuando me dices lo que estás pensando.