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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Diamantes para la eternidad (2 page)

—Entonces, ¿qué es lo que quieres? ¿Más dinero? —dijo el piloto suavemente.

—Sí —respondió el otro hombre, tozudo—. Quiero una tajada mayor. Un veinte por ciento más o tendré que dejarlo. —Intentó encontrar un poco de comprensión en el rostro del piloto.

—Muy bien —dijo éste con indiferencia—. Pasaré el mensaje a Dakar y, si están interesados, supongo que lo mandarán a Londres. Pero todo esto nada tiene que ver conmigo y, si yo fuera tú —el piloto se relajó por primera vez—, no haría demasiada presión sobre esta gente. Pueden ser mucho más duros que ese Sillitoe, o que la Compañía, o que cualquier gobierno que conozco. Sólo en este extremo de la red ya han muerto tres hombres en los últimos doce meses. Uno por ser amarillo. Dos por robar parte del paquete. Y ya lo sabes. El accidente que tuvo tu predecesor fue desagradable, ¿no? Extraño lugar para guardar gelignita. Debajo de su cama. En absoluto su estilo. El, siempre tan cuidadoso.

Por un momento permanecieron inmóviles mirándose a la luz de la luna. El contrabandista de diamantes se encogió de hombros.

—Muy bien —admitió—. Diles que estoy sin blanca y que necesito más dinero para pasar a lo largo de la red. Ellos lo entenderán y, si tienen un poco de sentido común, añadirán otro diez por ciento para mí. Si no… —Dejó la frase en suspenso y se dirigió hacia el helicóptero—. Vamos. Te echaré una mano con la gasolina.

Diez minutos más tarde, el piloto trepó a la cabina y recogió la escalerilla. Antes de cerrar la puerta levantó la mano.

—Hasta pronto —dijo—. Nos vemos dentro de un mes.

De repente, el hombre en tierra se sintió solo.


Totsiens
[2]
—repuso saludando con la mano, casi como lo haría un amante—.
Alles van die beste
[3]
. —Se echó hacia atrás llevándose la mano a los ojos para protegerse del polvo.

El piloto se acomodó en su asiento y se ciñó el cinturón mientras buscaba los pedales del timón con los pies. Se aseguró que los frenos de las ruedas estaban puestos, empujó la palanca de cambio hacia abajo, conectó el combustible y presionó el botón de arranque. Satisfecho con el sonido del motor, liberó el freno de la hélice y empujó suavemente el acelerador. Fuera de las ventanas de la cabina las largas hélices empezaron a girar con lentitud y el piloto echó un vistazo en dirección a popa, a la ronroneante hélice de cola. Se acomodó en su asiento y observó como el indicador de velocidad de la hélice aumentaba hasta 200 revoluciones por minuto. Cuando la aguja pasó los 200, liberó los frenos de las ruedas y empujó la palanca de cambio hacia arriba con lenta y firme mano. Por encima de su cabeza, las aspas de la hélice cogieron velocidad mordiendo el aire con mayor fuerza. Empujó aún más el acelerador, y el aparato ascendió traqueteando hacia el cielo hasta que, a una altura de treinta metros, el piloto giró el timón a la izquierda empujando simultáneamente hacia delante la palanca de mando situada entre sus piernas.

El helicóptero se balanceó hacia el este y, ganando altura y velocidad, desapareció de nuevo rugiendo hacia el sendero iluminado por la luna.

El hombre en tierra lo contempló alejarse, llevándose con él los diamantes por valor de unas 10.000 libras que sus hombres habían robado de las excavaciones a lo largo del mes anterior y que, con despreocupación, habían sostenido sobre la lengua mientras, de pie ante la silla de dentista, éste les había preguntado bruscamente dónde les dolía.

Sin dejar de hablar de sus dientes, había recogido las piedras de sus bocas poniéndolas al contraluz de la lámpara de dentista, suavemente diría «50, 75, 100», y ellos asentían sin discusión tomando los billetes y escondiéndolos entre sus ropas, antes de salir de la consulta con un par de aspirinas y un pedazo de papel como coartada. Debían aceptar su precio. Los nativos no tenían posibilidad alguna de sacar los diamantes por su cuenta. Cuando los mineros salían al exterior, quizás una vez al año para visitar su tribu o enterrar a un pariente, eran sometidos a toda una rutina de rayos X y aceite de castor, y si eran sorprendidos, el futuro se les presentaba muy negro. El hombre empujó su motocicleta sobre el accidentado terreno hasta la estrecha pista y arrancó dirigiéndose hacia las colinas fronterizas de Sierra Leona. Su perfil se volvía cada vez más definido. Tendría el tiempo justo de llegar a la choza de Susie antes del amanecer. Esbozó una mueca ante la idea de hacerle el amor al final de una noche agotadora. Pero tenía que hacerlo. La coartada que Susie le proporcionaba no podía pagársela con dinero. Su cuerpo blanco era lo que ella quería. Y luego otros ciento sesenta kilómetros hasta el club para desayunar escuchando las vulgares bromas de sus amigos.

«¿Colocó un buen empaste,
Doc
?»«He oído que la chica tiene el mejor par de frontales de la provincia.» «Cuéntanos,
Doc
, ¿qué efecto le produce la luna llena?»

Pero cada 100.000 libras significaban 1.000 libras para él depositadas en una caja de seguridad de Londres. Bonitos y frescos billetes de cinco libras. Valía la pena. Por los cielos que lo valía. Pero no por mucho tiempo más. ¡No, señor! Cuando llegase a las 20.000 libras lo dejaría para siempre. Y ¿entonces…?

Con la cabeza llena de ambiciosos sueños, el hombre de la motocicleta siguió su camino atravesando la llanura tan rápido como le era posible, alejándose del gran zarzal donde la red de contrabando de diamantes más importante del mundo empezaba su tortuosa ruta hasta terminar entre mullidos escotes, a ocho mil kilómetros de distancia.

Capítulo 2
Calidad de gema

—No la empuje hacia dentro, enrósquela —dijo M, impaciente.

James Bond, tomando nota mental de pasar el dictamen de M al jefe de personal, cogió de nuevo la lupa de joyero de la mesa donde había caído, consiguiendo esta vez fijarla en la cuenca de su ojo derecho.

A pesar de que estaban a finales de julio y la habitación se encontraba muy iluminada por el sol, M había prendido la lamparilla de la mesa inclinándola para que alumbrara directamente a Bond. Éste cogió la piedra cortada en forma de brillante y la sostuvo a contraluz. Al girarla entre sus dedos, las múltiples caras lanzaron destellos con todos los colores del arco iris hasta agotar a su ojo con tanto resplandor.

Sacó la joya del cristal de aumento intentando pensar algún comentario apropiado.

M lo miró, inquisitivo.

—Fina piedra, ¿no?

—Maravillosa —dijo Bond—. Debe de costar una fortuna.

—Unas pocas libras por el corte —replicó M secamente—. Es sólo un trozo de cuarzo. Vamos a intentarlo otra vez. —Consultó una lista en la mesa y seleccionó un envoltorio de papel de seda, verificando el número que llevaba escrito, lo desdobló y lo empujó hacia Bond.

Este puso la pieza de cuarzo de nuevo en su envoltorio y cogió la segunda muestra.

—Es fácil para usted, señor —dijo sonriendo a M—. Usted sabe cuál es la copia. —Se enroscó de nuevo la lupa en el ojo y sostuvo la piedra, si es que era una piedra, a contraluz.

Esa vez pensó que no había duda. La anterior piedra también tenía las treinta y dos caras superiores y las veinticuatro inferiores del corte de un brillante, y era de unos veinte quilates, pero la que ahora sostenía entre sus dedos tenía una llama azul y blanca en el corazón, y los infinitos colores reflejados y refractados desde sus profundidades se le clavaban en los ojos como agujas. Con la mano izquierda recogió la imitación de cuarzo y la sostuvo delante de la lupa junto al diamante. Era un pedazo de materia sin vida, casi opaco al lado del traslúcido resplandor del diamante, y el arco iris de colores que había visto unos minutos atrás le parecía ahora tosco y turbio.

Bond puso el trozo de cuarzo sobre la mesa y miró de nuevo a través del corazón del diamante. Ahora entendía la pasión que las piedras preciosas habían inspirado a través de los siglos, el amor casi sexual que excitaron entre aquellos que las habían manipulado, cortado y comerciado con ellas. Era la fascinación por una belleza tan pura que poseía un cierto tipo de verdad, una autoridad divina ante la cual todas las cosas materiales se transformaban, como el trozo de cuarzo, en barro. En pocos minutos, Bond comprendió el mito de los diamantes, y supo que nunca olvidaría lo que había visto de repente en el corazón de la piedra.

Puso de nuevo el diamante en su envoltorio de papel y dejó caer la lupa en la palma de su mano. Miró fijamente a los atentos ojos de M.

—Sí —dijo—. Ya veo.

M se sentó de nuevo en su silla.

—Esto es lo que Jacoby quería significar cuando comí con él el otro día en la Diamond Corporation —comentó M—. Dijo que si iba a tomar parte en el negocio de diamantes necesitaba entender la motivación final de todo este asunto. No sólo los billones que están en juego, o el valor de los diamantes como barrera contra la inflación, o la moda sentimental de usar diamantes como anillos de compromiso y todo lo demás. Dijo que uno debe entender la pasión por los diamantes. Así que me mostró lo que ahora le estoy mostrando yo. —M esbozó una sonrisa—. Si le sirve de consuelo, yo me admiré tanto como usted con el pedazo de cuarzo.

Bond permaneció sentado sin decir nada.

—Y ahora vayamos al resto. —M señaló una pila de paquetes de papel que tenía delante—. Le dije que me gustaría tomar prestadas algunas muestras. No pareció importarles. Han mandado todo esto a mi casa esta mañana. —M consultó su lista, abrió un paquete y lo deslizó hacia Bond—. El que estaba mirando hace un momento es el mejor, un «Blanquiazul Fino». —Hizo un gesto hacia el gran diamante situado enfrente de Bond—. Ahora éste, es un «Cristal Superior», diez quilates, corte en barra. Una piedra de gran calidad, pero la mitad de valiosa que «Blanquiazul». Verá que tiene una ligera traza de amarillo. El «Cabo» que voy a mostrarle ahora tiene un ligero tinte marrón, según Jacoby, pero que me cuelguen si puedo verlo. Dudo que nadie pueda, excepto los expertos.

Bond, obediente, cogió el «Cristal Superior». Durante el siguiente cuarto de hora, M lo guió a través de toda la gama de diamantes hasta una maravillosa serie de piedras coloreadas, rojo rubí, azul, rosa, amarillo, verde y violeta. Finalmente, M le acercó un paquete de piedras más pequeñas, todas defectuosas o marcadas o de pobre color.

—Diamantes industriales. No de los que ellos llaman «Calidad de gema». Se usan en maquinaria, herramientas y demás. Pero no los menosprecie. Norteamérica los compró por un valor de cinco millones de libras el año pasado, y ése es sólo uno de los mercados. Bronsteen me dijo que fueron piedras como éstas las que se usaron para cortar el túnel de San Gothard. En el otro extremo de la escala, los dentistas las usan para taladrar los dientes. Es la sustancia más dura que hay en el mundo. Son para la eternidad.

M sacó su pipa y empezó a llenarla.

—Y ahora ya sabe tanto como yo de diamantes.

Bond se recostó en su silla observando vagamente los trozos de papel de seda y las resplandecientes piedras esparcidos sobre la superficie de cuero rojo de la mesa de M. Se preguntó de qué iba aquel asunto.

La cerilla chirrió al raspar contra la caja y Bond observó a M apretar el tabaco encendido hacia el fondo de su pipa, guardarse después la caja de cerillas en el bolsillo e inclinar la silla hacia atrás en su actitud favorita para la reflexión.

Bond echó una ojeada a su reloj. Eran las 11:30. Pensó con placer en la bandeja llena de documentos con la etiqueta de
Alto Secreto
que felizmente había abandonado cuando el teléfono rojo lo convocó una hora antes. Estaba seguro de que ahora ya no tendría que ocuparse de ellos.

—Supongo que se trata de un trabajo —le había dicho el jefe de personal en respuesta a la pregunta de Bond—. El jefe dice que no contestará más llamadas antes de la comida y que ha concertado una cita para ti en Scotland Yard a las dos en punto. Apresúrate.

Bond había recogido su abrigo y su sombrero y salido a la recepción, donde se alegró de ver a su secretaria registrando otro voluminoso expediente con la etiqueta de
Prioridad absoluta
.

—M —dijo Bond mientras ella levantaba la mirada en su dirección—. Y Bill piensa que se trata de un trabajo. Así que no creas que vas a tener el placer de amontonar todo eso en mi bandeja. Por lo que a mi respecta, puedes mandárselo por correo al
Daily Express
.—Luego sonrió—. ¿No es ese tipo, Sefton Delmer, un amigo tuyo, Lil? Es justo el material que le va, supongo.

Ella lo miró, apreciativa.

—Llevas la corbata torcida —anunció con frialdad—, y de todas maneras casi no lo conozco. —Se inclinó sobre el registro y Bond salió al corredor pensando en lo afortunado que era de tener una secretaria bonita.

La silla de M crujió y Bond miró a través de la mesa al hombre que merecía gran parte de su afecto y toda su lealtad y obediencia.

Los grises ojos le devolvieron la mirada pensativos. M se sacó la pipa de la boca.

—¿Cuánto tiempo hace que volvió de las vacaciones en Francia?

—Dos semanas, señor.

—¿Se lo pasó bien?

—No estuvo mal, señor. Un poco aburrido hacia el final.

M no hizo ningún comentario.

—He estado mirando su hoja de servicio —dijo al cabo de un instante—. Las marcas en armas pequeñas parecen mantenerse en la posición más alta; combate sin armas, satisfactorio, y su último test médico muestra que está en bastante buena forma. —M se interrumpió. Luego continuó—: La cuestión es que tengo una misión para usted más bien dura. Quiero asegurarme de que será capaz de cuidar de sí mismo.

—Por supuesto, señor. —Bond estaba algo irritado.

—No se equivoque con este trabajo, 007 —dijo M tajante—. Cuando digo que puede ser duro, no estoy siendo melodramático. Hay mucha gente peligrosa que todavía no ha conocido, puede que haya más de uno metido en este negocio. Y algunos son de los más eficientes. Así que no sea susceptible cuando lo pienso dos veces antes de involucrarlo en ello.

—Lo siento, señor.

—Muy bien. —M dejó la pipa y se inclinó hacia delante con los brazos cruzados sobre la mesa—. Voy a contarle la historia y luego decide si puede realizar el trabajo o no.

Tras una breve pausa, M prosiguió:

—Hace una semana, uno de los peces gordos del Ministerio de Hacienda vino a verme. Lo acompañaba el secretario permanente del Ministerio de Comercio. La visita tenía que ver con diamantes. Parece ser que la mayor parte en el mundo de los que ellos llaman diamantes «gema» es extraída en territorio británico, y el noventa por ciento de todas las ventas de diamantes tiene lugar en Londres. Por la Diamond Corporation.

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