Dios no es bueno (9 page)

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Authors: Christopher Hitchens

En el hospital psiquiátrico de la ciudad de Jerusalén hay una sala especial destinada a aquellos que significan un peligro para sí mismos y para los demás. Estos pacientes con el juicio trastornado sufren el «síndrome de Jerusalén». Los oficiales de policía y el personal de seguridad reciben entrenamiento para reconocerlos, ya que su obsesión suele disfrazarse tras una máscara de engañosa calma beatífica. Han acudido a la ciudad santa con el fin de proclamarse el Mesías o el redentor, o para anunciar el fin de los tiempos. Desde el punto de vista de las personas tolerantes y «multiculturales», la relación entre fe religiosa y trastorno mental es al mismo tiempo muy evidente y altamente impronunciable. Si alguien asesina a sus hijos y luego dice que dios le ordenó hacerlo, no le declararemos culpable debido a su enajenación mental, pero en todo caso será encarcelado. Si alguien vive en una cueva y afirma ver visiones y tener sueños proféticos, podremos dejarle en paz hasta que se descubra que está planeando de un modo en absoluto fantasmagórico la dicha de convertirse en terrorista suicida. Si alguien se proclama ungido por dios y empieza a hacer acopio de Kool-Aid
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y de armas y a beneficiarse a las esposas y las hijas de sus acólitos, levantaremos las cejas con algo más que una mueca de escepticismo. Pero si esto se predica al amparo de una religión establecida, se esperará de nosotros que lo respetemos. Por poner solo el ejemplo más destacado, los tres monoteísmos ensalzan a Abraham por su propensión a escuchar voces en su interior y llevar después a su hijo Isaac a dar un paseo largo, lúgubre y disparatado. Y a continuación se nos refiere que el capricho que finalmente detiene su mano asesina es fruto de la misericordia divina.

Hoy día sabemos que la relación entre salud física y salud mental guarda una relación directa con la función o la disfunción sexual. Así pues, ¿puede considerarse una mera coincidencia que todas las religiones afirmen su derecho a legislar sobre cuestiones sexuales? El principal impacto de los creyentes sobre sí mismos, o los demás siempre ha sido su reivindicación de ostentar el monopolio en este ámbito. La mayoría de las religiones (con la excepción de los pocos cultos que de hecho lo permiten o lo fomentan) no tienen que molestarse demasiado en imponer el tabú del incesto. Al igual que sucede con el asesinato y el robo, por regla general los seres humanos lo consideran aborrecible sin necesidad de mayor explicación. Pero basta únicamente con indagar en la historia del miedo al sexo y su prohibición, tal como la codifica la religión, para tropezarse con una relación muy inquietante entre lascivia y represión extremas. Casi todos los impulsos sexuales han tenido oportunidad de ser objeto de prohibición, culpa y vergüenza. El sexo manual, el sexo oral, el sexo anal, el sexo en una postura diferente de la del misionero: nombrarlo es descubrir una aterradora proscripción sobre él. Hasta en un país tan hedonista como Estados Unidos hay varios estados que definen legalmente «sodomía» como toda práctica sexual que no está orientada a la procreación heterosexual cara a cara.

Esto plantea unas objeciones monumentales al argumento del «diseño», tanto si decidimos o no calificar a dicho diseño como «inteligente». Evidentemente, la especie humana está concebida para experimentar con el sexo. No es menos evidente que este hecho es bien conocido por el sacerdocio. Cuando el doctor Samuel Johnson hubo finalizado el primer diccionario auténtico de la lengua inglesa recibió la visita de una delegación de ancianas damas respetables que deseaban felicitarlo por no haber incluido en él ningún término indecente. Su respuesta (que consistió en decirles que le alegraba ver que las damas los habían buscado) contiene casi todo lo que debe decirse a este respecto. Los judíos ortodoxos realizan el coito a través de un agujero en la sábana y someten a sus mujeres a baños rituales para purificarlas de la mancha de la menstruación. Los musulmanes someten a los adúlteros a azotes en público con una fusta. Los cristianos solían disfrutar mientras examinaban a las mujeres en busca de señales de brujería. No es preciso que siga por este camino: cualquier lector o lectora conocerá algún ejemplo real o sabrá sencillamente a qué me refiero.

También puede encontrarse una prueba contundente de que la religión es un producto humano y antropomórfico en el hecho de que suele ser un producto del «hombre», en el sentido, además, masculino del término. El libro sagrado que lleva utilizándose más tiempo, el Talmud, ordena al creyente que dé las gracias a su creador todos los días por no haber nacido mujer. (Esto vuelve a plantear una pregunta apremiante: ¿quién sino un esclavo le agradece a su amo lo que su amo ha decidido hacer con él sin molestarse siquiera en consultarle?) El Antiguo Testamento, como condescendientemente lo llaman los cristianos, cuenta que las mujeres son un clon del hombre para su uso y disfrute. El Nuevo Testamento dice que san Pablo sentía al mismo tiempo temor y desprecio por la mujer. En todos los textos religiosos se aprecia un temor primitivo a que la mitad de la raza humana esté al mismo tiempo corrompida y sea impura y, no obstante, sea también una tentación para pecar a la que es imposible resistirse. ¿Explica esto tal vez el culto histérico a la virginidad y a la Virgen y el pánico a la forma femenina y a las funciones reproductivas femeninas? Tal vez haya alguien capaz de explicar tanto la crueldad sexual como las demás de las personas religiosas sin hacer referencia alguna a la obsesión por el celibato, pero ese alguien no seré yo. Simplemente me río cuando leo el Corán, con sus interminables prohibiciones en relación con el sexo y su corrupta promesa de disipación infinita en la otra vida: es como ver a través del «imaginemos» de un niño, pero sin la indulgencia derivada de ver jugar a los inocentes. Tal vez los lunáticos homicidas del 11 de septiembre (que ensayaron para ser lunáticos genocidas) sucumbieran a la tentación de las mujeres vírgenes, pero resulta mucho más aborrecible considerar la posibilidad de que, al igual que tantos otros compatriotas suyos yihadistas, ellos
fueran
vírgenes. Al igual que los monjes de antaño, los fanáticos son apartados muy pronto de sus familias, se les enseña a despreciar a sus madres y hermanas y alcanzan la edad adulta sin haber mantenido siquiera una conversación normal con una mujer, por no hablar ya de una relación normal. Esta es la definición de la enfermedad. El cristianismo está demasiado reprimido para prometer sexo en el paraíso (de hecho, nunca ha conseguido construir un cielo que resulte tentador en algún aspecto), pero se ha mostrado espléndido con sus promesas de castigo eterno y sádico para quienes incurren en pecados sexuales, lo cual es casi igual de revelador porque viene a decir lo mismo de un modo distinto.

Un subgénero especial de la literatura actual es el de las memorias de un hombre o una mujer que han sufrido una educación religiosa. El mundo es hoy día lo bastante laico para que algunos de esos autores traten de reírse de lo que sufrieron y de lo que se esperaba que acabaran creyendo. Sin embargo, esa clase de libros suele estar escrito necesariamente por aquellos que tuvieron la suficiente fortaleza para sobrevivir a la experiencia. No disponemos de ningún modo de cuantificar el daño ocasionado por contar a decenas de millones de niños que la masturbación les dejaría ciegos, o que los pensamientos impuros se traducirían en una eternidad de tormento, o que los miembros de otros cultos, incluidos los de su propia familia, arderían en el infierno, o que las enfermedades de transmisión sexual se contraen con besos. Ni tampoco es posible cuantificar el daño ocasionado por los profesores de religión que trataron de inculcar estas mentiras y las acompañaron de azotes, abusos y humillaciones públicas. Tal vez algunas de esas personas que descansan en «sepulturas poco visitadas» hayan contribuido al bien del mundo, pero quienes predicaron el odio, el miedo y la culpa y destrozaron infinidad de infancias deberían agradecer que el infierno que predicaban fuera únicamente una de sus perversas falsificaciones y que ellos mismos no fueran enviados a pudrirse allí.

Violenta, irracional, intolerante, aliada del racismo, el tribalismo y el fanatismo, investida de ignorancia y hostil hacia la libre indagación, despectiva con las mujeres y coactiva con los niños. La religión organizada debería llevar sobre su conciencia muchas cosas. Debe añadirse una acusación más a la relación de cargos que se le imputan. En un lugar imprescindible de su mentalidad colectiva, la religión espera la destrucción del mundo. Con esto no quiero decir que la «espere» en el sentido puramente escatológico de anticipar el fin. Quiero decir más bien que de forma abierta o encubierta desea que se produzca este final. Medio consciente tal vez de que sus insostenibles argumentos no resultan del todo persuasivos, e incómoda quizá ante su rapaz acumulación de poder y riqueza temporales, la religión jamás ha dejado de anunciar el Apocalipsis y el día del Juicio Final. Este ha sido un recurso literario constante, desde el momento en que los primeros brujos y chamanes aprendieron a predecir eclipses y a utilizar sus conocimientos celestiales mal concebidos para atemorizar a los ignorantes. Se extiende desde las epístolas de san Pablo, que pensaba y confiaba en que se acababa el tiempo de la humanidad, pasando por las fantasías desquiciadas del libro del Apocalipsis, que al menos fueron redactadas de forma memorable en la isla griega de Patmos presuntamente por san Juan Evangelista, hasta llegar a las novelas baratas de la colección «Left Behind» que se venden como churros, las cuales, «creadas» ostensiblemente por Tim LaHaye y Jerry B. Jenkins, parecen escritas mediante el viejo recurso de dejar a dos orangutanes sueltos ante un procesador de textos:

La sangre siguió ascendiendo. Millones de aves acudieron a la zona para darse un banquete con los restos […] y la prensa de uva fue arrastrada trescientos veinte kilómetros más allá de la ciudad, y la sangre se desbordó de la prensa hasta llegar a las bridas de los caballos
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.

Esto es puro éxtasis maníaco untado con pseudocitas. Podemos encontrarlo también en un tono más reflexivo pero escasamente menos lamentable en «Battle Hymn of the Republic», de Julia Ward Howe, que habla del mismo lagar; o en el murmullo de Robert Oppenheimer mientras contempla la primera detonación nuclear en Alamogordo, en Nuevo México; y se oye a sí mismo citando la epopeya hindú del Bhagavad Gita: «Yo soy el tiempo omnipotente, que todo lo destruye». Una de las muchísimas relaciones entre la fe religiosa y la infancia siniestra, malcriada y egoísta de nuestra especie es el deseo reprimido de verlo todo destrozado, devastado y malogrado. Esta necesidad de pataleta va emparejada con otras dos variedades de «gozo culpable» o, como dicen los alemanes,
schadenfreude.
Primero, la propia muerte queda suprimida, o tal vez correspondida o compensada, por la destrucción de todos los demás. En segundo lugar, siempre se puede confiar egoístamente en que uno será perdonado personalmente, acogido con satisfacción en el seno del gran exterminador y que observará desde un lugar seguro el sufrimiento de los menos afortunados. Tertuliano, uno de los muchos padres de la Iglesia a quien le resultó difícil ofrecer una descripción convincente del paraíso, tuvo tal vez la inteligencia de optar por el denominador común más innoble posible y prometer que uno de los placeres más intensos de la otra vida sería el de contemplar infinitamente los tormentos de los condenados. Al evocar la naturaleza artificial de la fe hablaba con más sinceridad de lo que él pensaba.

Como sucede en todos los casos, los hallazgos de la ciencia son mucho más sobrecogedores que las peroratas de los piadosos. Si empleamos la palabra «tiempo» de forma que signifique algo, la historia del cosmos comenzó hace unos 12.000 millones de años. (Si utilizamos la palabra «tiempo» de forma incorrecta, acabaremos en el cálculo infantil del famoso arzobispo James Ussher de Armagh, que estimó que la Tierra —solo «la Tierra», atención, no el cosmos— nació el sábado 22 de octubre del año 4004 a.C, a las seis de la tarde. Esta datación fue certificada por William Jennings Bryan, un antiguo Secretario de Estado estadounidense y dos veces candidato presidencial demócrata, en testimonio judicial prestado en la tercera década del siglo XX.) La verdadera edad del sol y de los planetas que giran a su alrededor, uno de los cuales estaba destinado a albergar vida y todos los demás condenados a no tenerla, es tal vez de unos 4.500 millones de años, pero es un cálculo revisable. Es muy probable que a este microscópico sistema solar le quede aproximadamente otro tanto para continuar con su abrasador curso: la esperanza de vida de nuestro sol es de unos 5.000 millones de años ininterrumpidos más. Pero, ponga una marca en su calendario. Más o menos en ese momento emulará a otros millones de soles y se transformará mediante una explosión en una inflamada estrella «gigante roja», lo cual dará lugar a que los océanos de la tierra entren en ebullición y se extinga toda posibilidad de vida bajo cualquier forma. Ninguna descripción de ningún profeta o visionario ha empezado siquiera a dibujar la espantosa intensidad e irrevocabilidad de ese momento. Nos queda al menos algún lamentable y egoísta motivo para no temer sufrirlo: según nuestras proyecciones actuales, antes de que eso suceda seguramente la biosfera habrá quedado destruida a causa de formas diferentes y más lentas de calentamiento y calefacción. Según muchos expertos optimistas, a nosotros, como especie, no nos quedan muchos más eones por delante.

Con cuánto desdén y desconfianza debemos atender a aquellos que no están dispuestos a esperar, que se dejan cautivar y que aterrorizan a los demás (sobre todo a los niños, como suele ser habitual) con horrendas imágenes de un apocalipsis al que seguirá un severo juicio emitido por alguien que supuestamente nos colocó, para empezar, ante este ineludible dilema. Ahora quizá nos riamos de los predicadores que dejaban escapar espumarajos hablando del infierno y de la condena eterna, a los que les encantaba marchitar almas jóvenes con representaciones pornográficas de la tortura infinita, pero este fenómeno ha reaparecido adoptando una forma más perturbadora con la santa alianza entre los creyentes y lo que estos pueden robar o tomar prestado del mundo de la ciencia. Ahí tenemos al profesor Pervez Hoodbhoy, un distinguido profesor de física nuclear y altas energías de la Universidad de Islamabad, en Pakistán, escribiendo sobre la escalofriante mentalidad que aún prevalece en su país, uno de los primeros estados del mundo en definir su verdadera nacionalidad mediante la religión:

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