Dioses, Tumbas y Sabios (20 page)

Read Dioses, Tumbas y Sabios Online

Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

EL IMPERIO ANTIGUO (2900-2270 A. DE J. C).

Comprende desde la I hasta la VI dinastías. Es la época del esperanzado despertar de la cultura que se forja sus primeras normas, su religión, su escritura y su primer lenguaje artístico. Es la época de los constructores de las pirámides de Gizeh, dé los reyes Keops, Kefrén y Micerino, los tres de la IV dinastía.

Primer período intermedio (2270-2100 A. DE J. C).

Se inicia con el catastrófico derrumbamiento del Imperio Antiguo y debe ser considerada como época de transición hacia una especie de feudalismo, a la vez que se mantiene en pie un Imperio ficticio en Menfis. Este período intermedio comprende desde la VII hasta la X dinastías y durante él reinaron más de treinta reyes.

EL IMPERIO MEDIO (2100-1700 A. DE J. C).

La evolución del Imperio Medio se halla determinada por el hecho de que los príncipes tebanos derrotaron a los reyes de Heracleópolis y unieron de nuevo al país. Comprende desde la XI hasta la XIII dinastías, y constituye una época de esplendor cultural cuyos destacados monumentos arquitectónicos marcan la huella de cuatro soberanos de nombre Amenemhet y tres de nombre Sesostris.

Segundo período intermedio (1700-1555 A. DE J. C).

Egipto se halla bajo el dominio de los hicsos, y abarca desde la XIV hasta la XVI dinastías. Un pueblo semita, los hicsos o «reyes pastores», invade el país del Nilo, lo conquista, lo domina durante un siglo, pero finalmente se ve expulsado por un príncipe tebano de la XVII dinastía.

Se ha supuesto relacionada con esta expulsión de los hicsos la leyenda bíblica de la salida de los israelitas de Egipto; pero esta tesis está hoy desechada.

EL IMPERIO NUEVO (1555-1090 A. DE J. C).

Representa la época de apogeo político, del faraonismo «cesáreo», desde la XVIII hasta la XX dinastías. Las conquistas de Tutmosis III establecen las vitales comunicaciones con el Asia Menor, pueblos extranjeros quedan sojuzgados y sometidos a pagar tributos, por lo que el país recibe riquezas inmensas. Se reconstruyen numerosos palacios. Amenofis III inicia relaciones con los reyes de Babilonia y Asiria. Su sucesor, Amenofis IV —cuya esposa es la famosa Nefertiti—, es el gran reformador religioso, que en lugar de la antigua religión introduce el culto al Sol y desde entonces se hace llamar Eknatón. En las arenas del desierto funda una nueva capital; después de Tebas surge la nueva corte, que es todo un foco de cultura: aquel «versales» se llama Tell-el-Amarna. Pero la nueva religión no sobrevive al rey, a cuya muerte sucumbe en medio de cruentas guerras civiles. El yerno de Amenofis, Tutankamón, traslada de nuevo la corte a Tebas.

La cima del poderío político la alcanza sin embargo Egipto con los príncipes de la XIX dinastía. Ramsés II, más tarde denominado «el Grande», gobierna sesenta y seis años, en el transcurso de los cuales deja la impronta de su esplendor en monumentos arquitectónicos colosales erigidos en Abu-Simbel, en Karnak, en Luxor, en el «Ramesseum», en Abidos y en Menfis.

Después de su muerte se produce la anarquía. Ramsés III establece la paz y el orden durante un reinado de veintiún años, tras los cuales Egipto se ve de nuevo bajo el régimen de los sacerdotes de Amón, cada vez más prepotentes.

Tercer período intermedio (1090-712 A. DE J. C).

Alternan varias épocas de prosperidad y de gran decadencia. De los reyes de la XXI hasta la XXIV dinastías nos interesa Sesonkis I, conquistador de Jerusalén, que saqueó el templo de Salomón. Bajo la XXIV dinastía, Egipto quedó a veces totalmente convertido en posesión etíope.

LA ÉPOCA TARDÍA (712-525 A. DE J C).

Bajo la XXV dinastía, Egipto es conquistado por los asirios mandados por Asarhadón. La XXVI dinastía logra otra vez unificar Egipto, pero sin Etiopía. Las comunicaciones con Grecia reaniman el tráfico, el comercio y la cultura. El último rey de la dinastía, Psamético III, es derrotado por el rey persa Cambises cerca de Pelusio, con lo cual Egipto pasa a ser una simple provincia persa. La historia egipcia propiamente dicha, es decir, la evolución de una cultura independiente característica, termina en el año 525.

EL DOMINIO PERSA (525-332 A. DE J. C).

La dominación persa iniciada por Cambises, Darío I y Jerjes I se ve fortalecida con Darío II. La cultura egipcia vive, en esta época, de las tradiciones. El rico país del Nilo no es más que «botín de los pueblos fuertes».

PERÍODO GRECORROMANO (DE 332 A. DE J. C. HASTA 638 DE NUESTRA ERA).

En 332, Alejandro Magno conquistó Egipto y fundó Alejandría, que se convirtió en el centro de la cultura helenística. Mas el Imperio de Alejandro se derrumba pronto y Ptolomeo II devuelve a Egipto su soberanía política como país independiente. En los dos siglos que preceden al nacimiento de Jesucristo se suspenden las querellas dinásticas de los Ptolomeos. Egipto va cayendo lentamente bajo la influencia de Roma, y con los siguientes faraones sólo se mantiene la ficción de un Estado nacional, ya que en realidad Egipto es una provincia romana, una colonia explotada, el granero del Imperio.

El cristianismo penetra pronto en Egipto. A partir del año 640 después de Jesucristo surge una nueva dependencia, siendo Egipto una comarca del Imperio árabe de los califas; más tarde del Imperio turco, y sólo por la campaña de conquista de Napoleón se ve de nuevo ligado a la historia de Europa.

En el año 1850, Auguste Mariette, joven arqueólogo francés de unos treinta años, subía ansioso a la Ciudadela de El Cairo, Recién desembarcado en Egipto, deseaba gozar inmediatamente de la vista sobre la ciudad tantas veces recomendada a los extranjeros; pero él no miraba una urbe, sino que contemplaba un reino; su visión era la de un hombre bien preparado culturalmente, y más allá de la barroca labor arquitectónica de los innumerables minaretes, veía él las siluetas de los monumentos inmensos que bordeaban el desierto occidental, percibiendo allí el latir de mundos pasados. Le había llevado a tal lugar una comisión urgente; mas la contemplación de aquel espectáculo decidió su destino.

Mariette nació en Boulogne en el año 1821. De joven se había dedicado ya a la egiptología; en 1849 fue nombrado asistente en el Museo del Louvre, de París, y entonces le encargaron la compra de unos papiros en El Cairo. Llegó a Egipto, vio el saqueo de antigüedades que allí se realizaba, y al poco tiempo ya no le interesó seguir regateando con los vendedores de antigüedades, sino dar comienzo a una actividad con la que pudiese ayudar a la definitiva conservación de aquellos tesoros.

Mariette vio que Egipto, sin sospecharlo, organizaba un fabuloso saldo de antigüedades, vendiendo a bajo precio cosas de muchísimo valor. Hombres de ciencia y turistas, excavadores y todos cuantos por cualquier contingencia pisaban territorio egipcio, parecían poseídos por el deseo de «coleccionar antigüedades», es decir, de saquear edificios antiguos y llevarse las joyas del país. Y los indígenas les ayudaban en tal tarea. Los obreros que trabajaban con los arqueólogos hacían desaparecer todos los pequeños objetos y los vendían a los extranjeros, que les parecían tan «locos» como para dar por aquello nada menos que monedas de oro puro. Y además de esto, se destruía sin reparo; siempre importaba más el éxito material que el científico. A pesar del ejemplo de Lepsius, volvían a reinar aquellos métodos tan en boga en tiempos de Belzoni. Mariette, que se vio invitado por todos sólo para investigar y cavar, reconoció en seguida que para el porvenir de la ciencia arqueológica había algo más importante: la conservación de lo hallado. Cuando decidió permanecer para siempre en Egipto, el único lugar donde se podían proteger y garantizar los tesoros, no soñaba en sus futuros triunfos ni sospechaba que pasados unos años lograría la formación del más grande museo egiptológico del mundo.

Pero antes de ser el gran conservador y creador de la vigilancia de los tesoros arqueológicos, Mariette fue también el tercero de los cuatro grandes egiptólogos del siglo pasado, que hemos citado antes, y adquirió fama como descubridor.

No llevaba mucho tiempo en Egipto cuando le llamó la atención un hecho extraño. En algunos jardines particulares de los altos dignatarios, así como ante los templos de construcción reciente, tanto en Alejandría como en El Cairo y en Gizeh, había expuestas numerosas esfinges de piedra de una semejanza sorprendente, exactamente lo mismo que las antiguas estatuas griegas en los lujosos jardines de los príncipes del Renacimiento. Mariette fue el primero en formularse esta pregunta: ¿De dónde venían esas esfinges? ¿De dónde habían sido sacadas?

El azar desempeña un papel importante en todos los descubrimientos. Cuando Mariette caminaba por las ruinas de Sakkara, a la vista de la gran pirámide escalonada, halló una esfinge de la que emergía de la arena sólo la cabeza. Mariette no fue el primero en observarla, pero sí en descubrir la semejanza de esta esfinge con las de El Cairo y de Alejandría. Y cuando encontró una inscripción que llevaba una invocación a Apis, el buey sagrado de Menfis, asoció todo lo leído, lo oído y lo visto, completando así su fantasía el marco del paisaje misterioso, olvidado, de cuya pasada existencia se tenía una ligera noción, pero cuyo lugar exacto de emplazamiento nadie sabía. Tomó a su servicio algunos árabes, él mismo empuñó el pico y descubrió nada menos que ciento cuarenta esfinges.

Igualmente halló la parte esencial del conjunto de la antigua Sakkara, tanto lo descubierto como lo enterrado bajo la arena, y el llamado
Serapeum
, en su forma latina, o
Serapeion
, en la griega, por constituir un conjunto de varios templos en honor del dios Serapis.

También bajo la arena, la hilera de esfinges comunicaba dos templos, Y cuando Mariette dio con ellos, además de las esfinges bien conservadas, había un sinfín de basamentos de otras cuyos «hombres leones» fueron robados al no cubrirlos la arena que constantemente, antaño como hoy, se va depositando sobre toda la extensión de la comarca. Encontró otra cosa a la que se había aludido en relación con las hileras de esfinges: ¡las tumbas de Apis, el buey sagrado! Descubrimiento que nos permite apreciar claramente algunas formas particulares del culto de los egipcios.

Como toda ceremonia religiosa extraña a nuestra mentalidad, nos parece terrible; y a los antiguos griegos les parecía tan extraña y terrible como a nosotros, pues en sus relatos de viaje se limitan a decir que es algo desacostumbrado, extravagante.

Mucho más tarde, los dioses de los egipcios adoptaron forma de simples mortales. Al principio, aparecían encarnados, para la conciencia religiosa de los antiguos, bajo la forma simbólica de plantas y animales. La diosa Hator «pervivía» en el sicómoro, el dios Nefertem en la flor de loto, la diosa Neit era venerada como escudo, en el cual aparecían dos flechas clavadas en forma de cruz. Pero la divinidad se manifestaba especialmente bajo la forma de seres irracionales. El dios Chnum era un macho cabrío; el dios Horus, un halcón; Tut, un ibis; Sucos, un cocodrilo; la diosa de Bubastis, un gato; la de Buto, una serpiente.

Al lado de estos dioses presentados en forma animal, se veneraba también al animal mismo, cuando se distinguían en él ciertas características. Y el más conocido, al que se atribuía el culto más solemne, era Apis, el buey sagrado de Menfis, al cual los egipcios creían «servidor del dios Ptah».

A este venerado animal lo tenían en el mismo templo y los sacerdotes lo cuidaban. Cuando moría, era embalsamado, se le dedicaban solemnes ceremonias y otro buey de las mismas características ocupaba su puesto. Surgían cementerios, dignos de la memoria de dioses y de reyes. Las sepulturas de gatos de Bubastis y Beni Hassan forman parte de estos cementerios de animales; y lo mismo las de cocodrilos de Ombos, las de ibis de Ashmunen y las de machos cabríos de Elefantina. Eran cultos extendidos por todo el país que en el transcurso de la historia egipcia sufrieron innumerables transformaciones, iban ligados al lugar, y tan pronto tomaban un gran impulso como quedaban olvidados durante siglos enteros. Si a nosotros esto nos parece demasiado extraño, e incluso acaso nos haga reír, imaginemos que a quienes pertenezcan a un círculo cultural distinto al nuestro seguramente les parecerán absurdas muchas de nuestras costumbres.

¡Mariette se encontraba en el mismo cementerio del sagrado buey Apis! Lo mismo que en las tumbas de los nobles, también allí, en la entrada, había una capilla. Un pozo oblicuo conducía desde allí a las tumbas, y en éstas, desde la época de Ramsés el Grande, reposaban todos los bueyes Apis. Un pasillo de unos cien metros de longitud conducía a las cámaras mortuorias. Otros trabajos de ampliación que se sucedieron hasta la época de los Ptolomeos extendieron estos pasillos hasta los trescientos cincuenta metros.

Bajo la luz oscilante de las antorchas, seguido por los obreros, que apenas se atrevían a hablar en voz baja, Mariette iba recorriendo una cámara mortuoria tras otra. Los sarcófagos de piedra, donde reposaban los bueyes, eran de duro granito negro y encarnado, todos ellos de una sola pieza bien pulida, y medían más de tres metros de altura, con una anchura de más de dos metros y una longitud no inferior a los cuatro metros. Se ha calculado que el peso de estos bloques sería de unos 65.000 kilogramos.

Muchos sarcófagos presentaban señales de haber sido violados. Mariette y sus sucesores sólo hallaron dos intactos y que contenían joyas. Los demás habían sido saqueados. ¿Cuándo? Nadie lo sabe. ¿Por quién? Los ladrones no dejan su nombre. La rapiña humana, más devastadora que la misma arena, era lo que todos los egiptólogos, a su pesar y con impotente rabia, tenían que comprobar cada vez que un descubrimiento premiaba sus trabajos. La arena eternamente errante que cubría templos, tumbas y ciudades enteras, borraba también todas las huellas.

Mariette se vio sumido en el oscuro terreno de los cultos olvidados. No podemos hablar más detenidamente de sus excavaciones e investigaciones en Edfu, Karnak y Der-el-83 Bahari. Todo ello le permitió echar una mirada a la vida cotidiana tan rica y brillante de los antiguos egipcios.

Hoy día, el turista que llega hasta las tumbas de los bueyes descansa en la terraza de la Casa de Mariette, a la derecha de la pirámide escalonada, mientras que a su izquierda queda el
Serapeum
, y allí sorbe una taza de café turco y los charlatanes guías le preparan para admirar el mundo de imágenes que allí le aguarda.

No muy alejado del
Serapeum
, Mariette descubrió la tumba del gran funcionario de la corte y latifundista Ti. En las tumbas de los bueyes sé trabajó por última vez en la época de los Ptolomeos, y luego fueron interrumpidos los trabajos de modo tan súbito que un sarcófago negro, inmenso, se quedó justamente en la entrada sin ser transportado a su lugar.

Other books

The Field of Blood by Paul Doherty
The Tombs of Atuan by Ursula K. Le Guin
Striper Assassin by Nyx Smith
I, Mona Lisa by Jeanne Kalogridis
Collingsworth by Andy Eisenberg
Resolution Way by Carl Neville
Falling Angel by William Hjortsberg