Así como el sueño de juventud de Schliemann había sido sugerido por la lectura de Homero, el de Layard lo fue por la de «Las Mil y Una Noches». Pero Schliemann, severo y lleno de lógica, comenzó por el camino de los triunfos exteriores, y luego, una vez millonario y hombre de buenas relaciones con el mundo, volvió la vista al sueño de su juventud. Layard no podía esperar, y lleno de impaciencia y entusiasmo marchó, sin dinero, al país de su ensueño, en donde preveía más de lo que le habían prometido los cuentos que leyera, y en constante lucha logró glorias y honores y, paso a paso, alcanzó el triunfo.
Pero en una cosa coincide su vida con la de Schliemann. Lo mismo que éste en su buhardilla de Amsterdam se preparaba para la realización de su sueño aprendiendo idiomas, Layard, ya durante su juventud, aprendía todo cuanto podía serle de utilidad para la realización de sus viajes al país de sus ensueños.
Se trataba de cosas prácticas, muy apartadas de sus estudios jurídicos; por ejemplo, el empleo de la brújula, la determinación topográfica de lugares por medio del sextante, el manejo de todos los instrumentos de medidas geográficas… Y, junto a esto, el tratamiento de las enfermedades tropicales, la primera cura en caso de herida y, no en último lugar, algunos conocimientos sobre el idioma persa y el país y la gente del Irán e Irak.
En 1839 huyó de la estrecha oficina de Londres. Iniciaba su primer viaje a Oriente. Y pronto demostró una capacidad poco común entre sus colegas: no sólo la de ser un gran excavador, sino también un hombre capaz de describir brillantemente los resultados de sus trabajos.
Dejemos, pues, que él mismo nos hable. Los párrafos que siguen están sólo un poco abreviados:
«En el otoño del 1839 y el invierno de 1840 viajé por Asia Menor y Siria. Me acompañaba un hombre que tenía tantas ansias de aprender como yo. Ambos despreciábamos todo peligro, cabalgábamos solos, sin más protección que nuestras armas; la mochila atada a la silla de montar era todo nuestro equipaje, y si la hospitalidad de los habitantes de aquel pueblo turcomano o una tienda árabe nos daban albergue, nosotros mismos atendíamos a nuestros caballos. Así, pudimos mezclarnos con el pueblo.
»Con alegría en aquellos días felices cuando, al rayar el alba, abandonábamos la modesta choza o la agradable tienda y, siguiendo por donde más nos placía, llegábamos, a la puesta del sol, junto a alguna vieja ruina donde un árabe nómada había levantado su tienda, o a algún pueblo en ruinas que ostentaba un nombre todavía famoso…
»Sentí un irresistible deseo de penetrar en los parajes de la otra orilla del Eufrates, que la Historia y la tradición señalan como cuna de la sabiduría de Occidente. La mayoría de los viajeros experimentan este deseo de cruzar el gran río y explorar la región que en el mapa aparece separada, en las fronteras de Siria, por el inmenso espacio blanco que se extiende desde Alepo hasta las orillas del Tigris. Sobre Asiria, Babilonia y Caldea reina aún la más profunda oscuridad. Con estos nombres se relacionan grandes naciones y las sombras de la historia de grandes ciudades; entre gigantescos restos de piedra, en medio de los desiertos, que por su soledad y por la ausencia de toda forma y de vestigios vivos se resisten a las descripciones del viajero, grandes tribus nómadas, según lo anunciado por los profetas, andarían errantes por el país, por esas inmensas llanuras, que tanto judíos como paganos consideran la cuna de su tribu.
»El 18 de marzo abandoné Alepo con mi compañero. Aún seguimos viajando sin guía ni criado alguno. El 10 de abril llegamos a Mossul. Durante nuestra estancia en esta ciudad visitamos con frecuencia las grandes montañas de piedra situadas en la orilla oriental del río, que generalmente se han considerado como las ruinas de Nínive. Cabalgamos también hacia el desierto y examinamos la colina Kalah Shergat, enorme montaña de piedras situada a orillas del Tigris, a unas cincuenta millas de su confluencia con el Zab. En el trayecto nos detuvimos en el pequeño poblado de Hamun Alí, a cuyo alrededor se encuentran aún las huellas de una ciudad antigua, donde pasamos la noche. Desde la cumbre de una altura artificial divisamos una amplia llanura de la que solamente nos separaba el río. Una serie de elevadas colinas, una de las cuales, de forma piramidal, superaba a las otras, limitaba esta llanura por el Este. Por su situación no era difícil identificarla: era la pirámide que Jenofonte había descrito, y en cuyas proximidades los Diez Mil plantaron sus campamentos: aquí las ruinas eran idénticas a como las viera veintidós siglos antes el general griego, y ya entonces eran las ruinas de una ciudad antigua. Por haber confundido Jenofonte el nombre que una tribu extranjera le diera con otro más conocido para el oído griego es por lo que nos habla de Larisa. La tradición recogida se refiere al origen de la ciudad cuya fundación se atribuye a Nemrod, nombre que aún llevan las ruinas, relacionándolo con los primeros padres del género humano».
No fue posible a Layard examinar inmediatamente más a fondo las misteriosas colinas, cargadas de tal pasado. Pero le fascinaban y daba vueltas alrededor de ellas una y otra vez, como el avaro da vueltas a una caja cerrada. Siempre habla de ellas en sus narraciones e intenta presentarlas con palabras cada vez distintas:
«Una gigantesca masa informe, ahora cubierta de hierba, que no presenta en ningún sitio huellas humanas, excepto allí donde las lluvias invernales han formado, generalmente en los costados, abismos cortados a pico, que ponen al descubierto su contenido». Y una página más adelante: «El viajero no es capaz de señalar comparativamente una forma que dé idea de estos montones de piedra y tierra que tiene ante sus ojos».
Comparaba el paisaje y las ruinas que había visto en Siria con lo que se veía aquí: «El lugar de la cornisa o del capitel ricamente esculpido, medio cubierto por una abundante vegetación, es sustituido aquí por este montón oscuro de tierra informe que se destaca como una colina en la llanura abrasada por el sol».
Luego, aunque debía regresar pronto, no pudo dominar su curiosidad. «Entre los árabes circulaba una leyenda según la cual bajo las ruinas había figuras extrañas, talladas en piedra negra; pero durante la mayor parte del día estuvimos ocupados en la exploración de los montones de tierra y ladrillos que cubrían gran parte de la orilla del Tigris, pero las hemos buscado en vano».
Y finalmente resumía: «Estos inmensos montones de tierra que se hallan en Asia me impresionaban más, me hacían reflexionar más seriamente que los templos de Balbek y los anfiteatros de Jonia».
Había una colina que le intrigaba especialmente por su magnitud, su extensión y, en suma, por el nombre del lugar cuyas ruinas surgían a sus pies, un nombre conocido que le parecía tener una relación directa con la «cuna de la generación humana», como él mismo había descrito: el Nemrod de que nos habla la Biblia.
Dice el capítulo X del primer libro de Moisés: Cus, hijo de Cam, cuyo padre se llamaba Noé y que con tres hijos, sus mujeres y toda clase de animales puros e impuros empezó a engendrar de nuevo, después del gran diluvio, las generaciones de los hombres, éste fue quien engendró a Nemrod.
«Éste empezó a ser prepotente en la Tierra
y era una cazador forzudo ante el Señor. Por lo cual se dice:
"Forzudo cazador ante el Señor como Nemrod".
Y el principio de su reino fue Babel, Erec, Acad y Calne,
en tierra de Senaar.
De cuyo país salió Asur, el que fundó a Nínive, y las plazas o
grandes calles de la ciudad, y a Kalah,
y también a Resen, entre Nínive y Kalah; ésta es la ciudad
grande».
Pero Layard tenía que regresar. El dinero que llevara para el viaje lo había gastado, en vista de lo cual se trasladó a Constantinopla, donde le presentaron al embajador inglés, sir Stratford Canning. Día tras día le hablaba, cada vez con más insistencia, de las colinas misteriosas que había cerca de Mossul; mientras, habían despertado ya la atención general los hallazgos de Pablo Emilio Botta cerca de Korsabad. Las elogiosas descripciones de Layard y su entusiasmo impresionaron por fin al embajador. Y un buen día —habían pasado cinco años desde el primer viaje de Layard, y Botta estaba ya en el apogeo de sus triunfos cerca de Korsabad—, sir Canning regaló a Layard, que entonces contaba veintiocho años, sesenta libras esterlinas. ¡Sesenta libras! Verdaderamente, poco era para los ambiciosos proyectos de Layard, que iban más lejos de lo que Botta había conseguido; pero Botta podía contar con la ayuda del Gobierno francés, ya que tenía un puesto oficial en Mossul.
El 8 de noviembre de 1845, Layard bajaba en barca por el Tigris para empezar las excavaciones en la colina de Nemrod.
Y llegando allí, no sólo le deprime la falta de dinero, sino que se enfrenta con dificultades de otra índole. Habían trascurrido cinco años, y cuando Layard atracó su barca, encontró un territorio en plena revolución.
El país de los dos ríos vivía entonces sometido al régimen turco; un nuevo gobernador había ocupado el puesto. Y según parece costumbre en estos puestos omnímodos, como tantas veces nos cuenta la historia antigua romana, todos los altos cargos solían considerar el país gobernado como un campo de explotación y a sus habitantes como vacas que ordeñar o gallinas que han de poner constantemente huevos de oro.
Los métodos del gobernador de Mossul eran además tallados a la «asiática». Varios relatos que parecen extraídos de un libro de leyendas nos describen al gobernador como la encarnación del mismo diablo o de un ogro. Era tuerto y carecía de una oreja; de poca estatura; de corta talla, realzada por su gordura oriental. Y para que no le faltara ningún atributo del peor cariz, tenía la cara picada de viruelas, movimientos torpes, violentos, desconfiados, como si siempre estuviera temiendo una asechanza, y una voz bronca, terrible. Era un sádico no carente de ingenio, y gustaba de gastar bromas terribles. Cuando comenzó a desempeñar el cargo, una de sus primeras disposiciones oficiales fue establecer el «impuesto de los dientes», que superaba con mucho a todos los «impuestos de la sal», tan odiados entonces. Lo impuso, como él decía, para indemnizarse por el desgaste de su dentadura y para costear la extracción de las muelas, a consecuencia de verse obligado a ingerir la «cochina comida de aquel país».
Pero esto no era más que un amable preludio de lo que sucedió luego. El pueblo temblaba ante su presencia. Su castigo predilecto era el saqueo de ciudades y pueblos.
Con tal régimen despótico nacen los rumores, el servicio de información de los oprimidos. Un día, un par de personas de Mossul hicieron circular la noticia de que Alá se había apiadado de ellos y de que habían destituido al bajá. Unas horas más tarde, el mismo gobernador se enteró de la noticia y tuvo una ocurrencia digna de una antigua novela italiana; en Boccaccio hallamos narraciones parecidas, aunque transcurren en un ambiente más amable.
En una de sus salidas, el gobernador se fingió enfermo, le llevaron apresuradamente al palacio, y al llegar parecía ya muerto. El relato de los que presenciaron tal escena corrió al punto por toda la ciudad. Al día siguiente, las puertas del palacio quedaban cerradas, y cuando detrás de los muros se oyeron las monótonas lamentaciones de la guardia personal y de los eunucos, el pueblo se puso a gritar, lleno de alegría: «¡Alabado sea Alá, el bajá ha muerto!». Mas cuando la multitud, gritando y cantando, maldecía al tirano ante el palacio, se abrieron de repente las puertas y apareció el bajá, rechoncho, gordo, odioso. Con una venda encima de la cavidad ocular vacía, la cara roída, riéndose a carcajadas de su astucia…
A una señal, los soldados se lanzaron sobre la multitud paralizada, y empezó una matanza terrible. Las cabezas rodaban por el suelo y su sadismo adquirió pronto rasgos inhumanos. Expropió los bienes de todos los cabecillas de la revuelta y otros que no lo eran, ya que tenía pretexto para atacar a todos aquellos a quienes hasta entonces no había podido quitar nada. «Todos habían divulgado rumores falsos que perjudicaban a la autoridad».
Ante tal desvergüenza, el país se indignó y levantáronse todas las tribus de la comarca que comprende las estepas próximas a Mossul. Aquella lucha se desarrollaba de una manera muy particular. Incapaces de hacer una revolución organizada, oponían el pillaje al pillaje y no había seguridad en ningún camino ni para ningún extranjero. En tales circunstancias desembarcó Layard con la intención de excavar la colina de Nemrod.
La situación del país no podía ocultársele por mucho tiempo a Layard. Al cabo de unas horas, comprendió que en Mossul no debía revelar sus proyectos, por lo cual adquirió una escopeta pesada y una lanza corta y contaba a cuantos querían escucharle que iba al valle a cazar jabalíes.
Pocos días después alquiló un caballo y marchó en dirección a Nemrod, encaminándose directamente al poblado próximo, donde acampaba una bandada de beduinos.
De improviso dio un paso gigantesco. Antes de que llegara la noche de aquel mismo día, se había ganado la amistad de Awad, jefe de la tribu cuyas tiendas estaban más próximas a la colina de Nemrod. Más aún, el beduino puso a su disposición seis indígenas que mediante un reducido jornal le ayudaron desde la mañana siguiente a descubrir lo que pudiera contener el «vientre de la montaña».
Aquella noche, en la tienda, seguramente no consiguió pegar ojo. A la mañana siguiente vería si la suerte le acompañaba aún. Al día siguiente o al cabo de meses… ¿No había estado Botta excavando inútilmente durante un año entero?
Lo cierto es que, al cabo de veinticuatro horas, Layard había clavado ya la piqueta en los muros de dos palacios asirios.
Apenas hubo salido el sol, se hallaba trabajando en la colina. Iba de un lado a otro, descubriendo por todas partes ladrillos con inscripciones semejantes a improntas de sellos. Awad, el jefe de las tribus de beduinos, llamó la atención de su amigo sobre un trozo de placa de alabastro que sobresalía del suelo, y este hallazgo resolvió el problema de dónde se debía excavar. Lo primero que encontraron a las pocas horas fueron unas placas de piedra colocadas verticalmente. Habían hallado un trozo de zócalo de los llamados
ortostatos
, es decir, el lujoso revestimiento de una estancia cuya riqueza decorativa solamente podía corresponder a un palacio.
Layard dividió su pequeño grupo. Para evitar el peligro de pasar por alto un lugar de hallazgos más rico, y con la esperanza de encontrar muros que estuvieran completamente intactos —los recién descubiertos revelaban huellas de incendios—, ordenó que tres de sus hombres se pusieran a remover un lugar completamente distinto de la colina. Y otra vez su pico actuó con la fortuna de una varita mágica. Al instante tropezó con un muro recubierto con placas de relieves separado por un friso de inscripciones. Había dado con el ángulo de un segundo palacio.