Diplomático en el Madrid rojo

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Authors: Félix Schlayer

Tags: #Histórico, otros

 

Félix Schlayer:
Retlingen (Alemania) 1873, Madrid (?). Ingeniero, establecido en España desde 1895 y domiciliado en Torrelodones (Madrid), ocupa en 1936, a los 63 años de edad, el puesto de Cónsul de Noruega, país con el que había establecido, como empresario de maquinaria agrícola, intensas relaciones comerciales. Al encontrarse fuera de España el embajador de Noruega, el 18 de julio de 1936 se pone al frente de la legación de dicho país, cargo desde el cual salvó la vida de los más de mil refugiados acogidos en dicha embajada. En noviembre de 1936, descubrió y dio testimonio de la matanza, en Paracuellos de Jarama, de más de cuatro mil presos preventivos extraídos de las cárceles de Madrid. Habiendo regresado a España al finalizar la guerra, siguió viviendo en nuestro país, donde falleció en fecha desconocida, hallándose enterrado en el cementerio civil de Madrid.

Félix Schlayer

Diplomático en el Madrid rojo

ePUB v1.0

pachi69
09.05.12

Título original:
Diplomat in rotem Madrid

Félix Schlayer, 1938.

Traducción: Carmen Wirth Lenaerts

Editor original: pachi69 (v1.0)

ePub base v2.0

Introducción

Este libro carece de toda intención política, solamente pretende describir los acontecimientos que se produjeron en Madrid, coincidiendo con mi actividad diplomática, desde julio de 1936 hasta julio de 1937.

Por ello, quiero dejar constancia de que los tristísimos hechos que se relatan fueron vividos por mí y, como consecuencia, me produjeron el estado anímico que es de imaginar, en lo subjetivo. No obstante, tengo especial interés en manifestar que mi narración de los acontecimientos refleja fielmente la verdad, sin ninguna concesión, y tal como los presencié y comprobé personalmente.

Las circunstancias especiales que en mí concurren, me autorizan a considerarme con la suficiente capacidad para hablar de la España de nuestro tiempo, en general, y de las circunstancias propias de la Guerra Civil, en particular. Por consiguiente, y como refrendo, sobre todo por lo que respecta a su credibilidad, relaciono a modo de presentación, mi historial profesional en España.

Resido en España desde 1895. Nací en Rentlingen (Württemberg) en 1873. Mis actividades me han mantenido en contacto, preferentemente, con la población campesina, mayoritaria en España, y mis innumerables viajes en toda clase de vehículos, desde el carro de mulas, hasta el avión, me llevaron a muchos pueblecitos, aldeas y rincones a los que, de no ser así, rara vez llega un extranjero. En el verano de 1936, yo era en mi calidad de Cónsul de Noruega, el único representante oficial de dicho país en Madrid. Al poco tiempo me nombraron Encargado de Negocios y en Madrid me quedé, en activo, hasta julio de 1937, en que gracias a mi condición de diplomático, pude salir de España, lo que me libró de ser asesinado por orden del gobierno rojo.

Gracias a mi puesto de carácter diplomático disfrutaba, naturalmente, de gran libertad de movimiento, lo que me permitió vivir y observar, en infinidad de situaciones, el acontecer revolucionario de ese primer año en Madrid.

Por razón de mi cargo, tuve muchas ocasiones de conocer antecedentes y sucesos, privativos de personas, que se producían en un limitado ámbito familiar y cuyas noticias no trascendían, fuera de ese círculo.

Pero de lo que sí me di cuenta, fue de que mis descripciones verbales despertaban en todas partes gran interés, por lo que llegué a tener el convencimiento de que el hecho de publicarlas podría llenar un vacío, tanto más cuando el relato verídico de muchos episodios y situaciones reflejan elementos sintomáticos del acontecer español y podrían contribuir a su testimonio histórico.

Renuncio explícitamente a cuanto suponga una intención proselitista. Cada cual podrá sacar su consecuencia de acuerdo con los hechos relatados y su opinión personal en cuanto a los resultados.

¡Quizás contribuya mi relato a que más de uno acierte a vislumbrar la luz y le facilite a encontrar el valor de un orden establecido!

Me impuse la obligación de referir los hechos, sin exageraciones de ningún tipo, sin adornos literarios, manteniéndome estrictamente fiel a la verdad. La verdad lisa y llana es más que suficiente para confirmar mi opinión de que la elección entre lo «rojo» y lo «blanco», en España, es mucho menos un asunto de política que una cuestión de moral.

Como introducción, hago una breve exposición de conjunto, a grandes rasgos, de los acontecimientos que precedieron a la Guerra Civil y que fueron la causa final que contribuyó al desencadenamiento del conflicto español, y entre cuyos partidos políticos integrantes, los del Frente Popular fueron los máximos responsables del movimiento revolucionario rojo.

1. Causas y telón de fondo de la guerra civil.
Hablemos del temperamento español.

Este libro, en su primera edición, ha sido escrito en alemán, [
Diplomat in roten Madrid
, Berlín, Herbig Verlagsbuchhandlung, 1938] para ser leído fuera de España. Por consiguiente, sólo los pocos lectores que hayan visitado España tendrán de ella una idea aproximada, por lo que, posiblemente, habrán sacado la misma consecuencia que, a mi juicio yo saqué tomando como parámetro nuestras propias medidas, de que los españoles, —considerándolos en términos generales—, son unos ciudadanos un tanto atrasados, pero bondadosos, corteses y un tanto ingenuos. Es evidente, que a todo el que conserve esta imagen del español le habrá resultado incomprensible que se haya producido el estallido de una guerra civil, tan llena de odio, tan sanguinaria; y que, incluso, se hayan sentido inclinados a creer que se trata de exageraciones de los periodistas. Ante esta disyuntiva, me considero obligado a describir, brevemente, el desarrollo de los acontecimientos y las motivaciones que, en el carácter y temperamento español, condujeron a tal estado de cosas.

Para empezar, narraré un corto episodio que, a modo de «flash», revela algo de la tradicional sabiduría vital de la mayor parte de pueblo español. Hace de esto treinta y cinco años. En un día caluroso llegaba yo a Sevilla, capital de Andalucía, en tren («tren botijo») a primeras horas de la tarde. Esta era, entonces, una ciudad de escasa circulación. La estación estaba fuera de la ciudad, como a un kilómetro de distancia. No se veía un vehículo, ni tampoco aparecía ningún mozo de cuerda. Me di una vuelta, buscando por los alrededores de la estación; tumbado a la sombra de un árbol, descubrí, tendido todo lo largo que era, en la acera, a un pacífico durmiente. La gorra que llevaba delataba su condición de mozo de equipajes, ahora le servía para protegerle la cara del sol. Le toqué con el pie; entonces, cargado de sueño, movió la «gorra de servicio» lo suficiente como para mirarme, con un ojo, por debajo de la misma. Impresionado por la falta manifiesta de impulso activo de aquel hombre, me decidí a tentar su ambición: «te doy tres pesetas si me llevas la maleta a la ciudad». Venía a ser esto el cuádruple de la tarifa corriente. Respuesta: «esta semana ya me he ganado dos pesetas; hoy no hago nada más». Una vez dicho esto, se volvió a tapar los ojos con la gorra y siguió durmiendo.

¿Cómo hacerse con un pueblo así, al que «no hacer nada» le parece más tentador, que el bienestar adquirido mediante el trabajo? Presentándole, como señuelo, el «vivir bien» emparejado con el «no hacer nada». Tal era la consigna tentadora con la que, con habilidad, el comunismo seducía a la masa inculta, carente hasta el presente de ambiciones y hecha ya a la mezquindad de su vida, empujándola a actuaciones fanáticas con un seguimiento ciego: «quitadles todo a los que lo tienen y así podréis ser tan gandules y vivir tan bien como ellos ahora».

La guerra mundial y la posguerra.

Hasta la primera guerra mundial, las relaciones entre patronos y trabajadores eran patriarcales. La industria era escasa y quedaba reducida a los alrededores de Barcelona y de Bilbao. Existía una organización socialista, de poca envergadura y características más bien bondadosas, bajo la dirección de Pablo Iglesias. Los trabajadores del campo carecían de cualquier clase de organización. Vivían en un estado tal de pobreza que, con arreglo a nuestro criterio, calificaríamos de penosa; sus jornales oscilaban entre la peseta y media y las cinco pesetas, según el periodo agrario; trabajando de sol a sol, sin que se pueda decir que se hicieran los remolones. Cumplían su tarea con lentitud, pero con constancia y con resistencia a la fatiga.

El trabajador agrícola, no era sin embargo, muy consciente de su situación de miseria por cuanto carecía, a diferencia de otros pueblos, de pretensiones más ambiciosas en materia de vivienda, comida y ropa; a lo que habría que añadir, sus relaciones patriarcales con los terratenientes de los pueblos. Existía una ley, no escrita, que imponía a los grandes terratenientes la obligación de alimentar a los jornaleros del pueblo durante los tiempos de inactividad, inevitables en la agricultura española, debido al sistema de barbecho en el cultivo de los cereales.

En los tiempos anteriores a la guerra mundial, el pueblo español en su conjunto había tenido poco contacto con el resto de Europa. Tres de los lados de España son costas que dan al mar y el cuarto, con los Pirineos como frontera, le cortaba el «aire» con Europa. Pero la guerra mundial lo trastornó todo. España a pesar de permanecer «neutral», estableció estrechas relaciones —de índole industrial, concretamente— con los demás pueblos, especialmente con los aliados. Entonces, ya con ese aliciente, cualquiera hacía negocios, ganaba dinero con facilidad, y con la misma facilidad lo gastaba.

Los precios, especialmente los de los productos agrícola, subían ante la demanda de los países en guerra. Los jornaleros reclamaban y obtenían mejores ingresos, descubriendo, por primera vez, que también podían exigir algo más que una cebolla y un pedazo de pan al día. Al mismo tiempo, irrumpía, cruzando las fronteras, una propaganda socialista reforzada, y cundía por todas partes la fiebre de la industrialización.

Los negocios fáciles y de oportunidad, que se habían presentado durante la guerra mundial, se evaporaron con la misma rapidez con que se habían producido; pero ya en todos los sectores de la sociedad habían quedado abiertos unos incentivos vitales, hasta entonces desconocidos en España. Al mismo tiempo, profetizaba Lenin que España sería el siguiente país en caer en el bolchevismo. Con arreglo a tal programa, ayudado con la propaganda y el dinero ruso, nacía el partido comunista, y su organización fue tan eficaz que, —a pesar de no arraigar y mantenerse numéricamente reducido debido al carácter español más inclinado a la anarquía que al comunismo—, la células existentes fueron el núcleo principal que marcaron las pautas tan pronto como estalló la lucha.

La pasión por lo nuevo, la inexperiencia política y la pereza intelectual, arrastraron al experimento republicano, con una clase burguesa que, dada la caótica situación de España, lo acogió esperanzada y, en parte, incluso con entusiasmo. Pero no habiendo donde escoger, se adueñaron del poder los políticos de siempre que, —entre intelectuales y teorizantes, como Alcalá Zamora, Maura, Azaña, Casares Quiroga; todos ellos sin un programa político realista, vacilantes y fracasados dentro de la opinión de una clase media empobrecida y decepcionada—, claudicaron y se pusieron a disposición de los socialistas, como instrumento para instaurar la democracia burguesa prevista en un principio y que, luego, generó en comedia.

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