Donde se alzan los tronos (4 page)

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Authors: Ángeles Caso

Tags: #Histórico, Intriga

—Sire, buenos días, Francia os espera… —Gramont hizo la reverencia y trató luego de alzarse con gracia, fingiendo no percibir los crujidos de sus huesos y los tirones de las antiguas cicatrices del hermoso tiempo de las batallas.

Eran las ocho en punto. Comenzaba la larga jornada pública, pautada y solemne del Rey. Luis estaba seguro de que aquella mañana iba a ser bulliciosa. Todo el mundo querría aparecer ante él durante la ceremonia del Despertar. Al fin y al cabo, desde aquel día iba a ser un poco más grande aún de lo que ya era, como si el sol pudiera expandir aún más luz, brillar con un fulgor más intenso. Ese pensamiento le animó y le hizo olvidar los minutos de rabia que su hermoso sueño le había procurado: hoy tendría más que nunca a un montón de personas trotando a su alrededor, buscando su mirada y contemplándole con arrobo. Habría codazos entre los cortesanos para abrirse paso hasta él, y las damas se pasarían horas haciéndose peinar y maquillar, y se pondrían las joyas más hermosas y los vestidos más ricos, con sus grandes escotes, para hacerse notar por él aunque sólo fuese un segundo.

Quizá, tal vez, la noche acabara incluso con alguna aventura amorosa. Luis no dudaba de que el poder fuese un gran afrodisíaco, y su poder iba a ser aún más gigantesco desde esa misma tarde. Al fin y al cabo, tenía pendientes varias presas posibles. La joven Duquesa de Lurennes andaría por allí, con su piel blanquísima y sus grandes ojos azules, y también estaría la Marquesa de Ménange, bien entrada en firmes carnes a sus treinta años y conocida por su sabiduría amatoria que él nunca había probado: no había llegado a tiempo, pero tal vez éste sería el día. El Rey miró a su Primer Gentilhombre de Cámara y, asombrosamente, le sonrió:

—Buenos días, Gramont. ¡Nos espera una gran jornada!

El Duque, atónito, se retiró de la vista del Monarca para hacer sitio a quienes tenían derecho a la Gran Entrada, que se arremolinaban ya, nerviosos, a los pies de la cama. Allí estaba su hijo Luis, el Delfín, con sus grandes mofletes pálidos y sus ojillos vacíos, haciéndole una reverencia tan profunda que la gran peluca blanca —que debía de haberse puesto a toda prisa para no llegar tarde— estuvo a punto de caérsele. Cada vez que lo miraba, el Rey no podía evitar preguntarse cómo era posible que de los muchos hijos que había tenido, aquél, justo el que debía heredarle, fuera el más tonto. Los bastardos se las arreglaban estupendamente, y cada uno de ellos demostraba poseer algún talento particular, alguna cualidad brillante que le hacía ser admirado por la corte. Pero el heredero tenía la mente tan lechosa como el cuerpo, y una y otro parecían siempre estar cubiertos de niebla y adormecidos. Ni siquiera aquella mañana tan importante para su propia vida se mostraba más despierto que de costumbre.

El Rey alzó una ceja para saludarle y contempló luego a los demás, que habían concluido ya sus reverencias y se alineaban obsequiosos frente a él. Su hermano, el Duque de Orleans, estaba más chillón y afeminado que de costumbre. Los encajes formaban una nube a su alrededor y el gran lazo rosa bajo la barbilla gruesa le hacía parecer más que nunca un perro, como un ridículo carlino que pudiese sonreír y apestase a aceite de ámbar. Luis alejó la vista de él, molesto, y la paseó rápidamente sobre el resto de los Príncipes —sobrinos y nietos— que aquella mañana habían decidido no faltar al Despertar del Rey. Felipe se había colocado en la esquina, y estaba medio tapado por la columna de madera de la cama, a la que se había arrimado como si buscara en ella sujeción y escondite. Apenas le podía ver, pero comprobó que se había vestido elegantemente —en brillante azul-amanecer-en-Saint-Germain— y que había elegido una deliciosa peluca clara. Luis se sintió satisfecho de su nieto.

Detrás, los oficiales de servicio trataban de asomar las cabezas entre los Príncipes para hacerse ver. El Gran Chambelán, el Gran Mayordomo, el Mayordomo del Guardarropa y los tres Gentileshombres de Cámara sonreían humildemente a Su Majestad, dándole a entender que cumplirían a la perfección con sus deberes en aquella jornada brillante.

Y en efecto, todo se puso a funcionar como estaba previsto: el Primer Ayuda de Cámara se acercó al lecho y vertió en sus manos unas gotas de espíritu de vino, con las que el Rey se lavó parsimoniosamente mientras sus visitantes le contemplaban con arrobo. En cuanto hubo terminado, el Gran Chambelán tendió hacia él una pequeña jofaina de plata, con cuya agua bendita Luis se santiguó igual de lentamente. Los asistentes a la ceremonia, encabezados por el Delfín, caminaban ya en perfecto orden de jerarquía hacia el gabinete contiguo, donde un capellán esperaba, tieso y amarillento, para dirigir el primer y breve oficio del día. Devotamente, Luis, desde su cama, juntó las manos, humilló la cabeza y rezó, mientras pensaba en la ropa que se pondría aquella tarde.

Los caballeros regresaron al dormitorio real en el mismo orden inquebrantable, mientras por la puerta de la antecámara hacía su aparición Quentin, el barbero larguirucho y vivaz. Eran las ocho y media. Había llegado la hora de levantarse: Luis se incorporó, metió los pies en las babuchas y alcanzó de manos del Gran Chambelán su bata. Ponerse en pie le supuso un gran esfuerzo: tuvo que empujarse con los dos brazos, porque a su espalda le costaba erguirse y las piernas no querían sostenerle con firmeza. ¡Maldita edad!, pensó, tratando de disimular el esfuerzo mientras caminaba renqueando hasta el sillón, justo al lado de la chimenea. El fuego ardía alegremente, expulsando hacia la habitación un humo maloliente que flotaba entre los presentes y se depositaba como carbonilla sobre las ricas telas de los trajes, los damascos bordados en oro de las cortinas, las alfombras persas y el dorado reluciente de las paredes. El Gran Chambelán volvió a acercarse al Monarca y le quitó con suavidad extrema el gorro de noche.

Quentin comenzó entonces su tarea: limpió cuidadosamente la cabeza del Rey con polvos perfumados, fingió peinar el escaso pelo que aún le quedaba en la nuca, le pasó una esponja levemente humedecida en agua de lavanda sobre el rostro y le afeitó muy despacio la barba, mientras entraban en la habitación los invitados a la Segunda Entrada: los Ministros, el Intendente, el Controlador de la Plata y los diez o doce nobles que disponían del privilegio de compartir con el Monarca aquel importante momento del día.

A esas alturas de la mañana, en la habitación real había ya unos treinta hombres. Vigilando atentamente las expresiones del soberano y, al mismo tiempo, mirándose entre ellos por el rabillo del ojo, todos asistieron impasibles a la ceremonia de los Quehaceres del Rey. Luis ocupó su sitio en su exquisita silla-orinal de terciopelo carmesí bordado en oro y, con regia puntualidad, procedió a sus deposiciones, mientras el médico Jarzat esperaba para recoger la bacinilla y observar el estado de los restos de Su Majestad. Únicamente el Duque de Orleans, poco acostumbrado a la vida militar por su tendencia a comportarse como una doncella, se alejó hacia un rincón del dormitorio y se mantuvo allí, sin poder evitar la repugnancia, llevándose cada poco un pañuelito perfumado a las narices. Pero en cuanto su hermano volvió a ocupar su sillón junto a la chimenea, se abrió paso entre los cortesanos, apartándolos sin miramientos, para situarse de nuevo en primera fila.

El barbero Quentin procedió a colocar en la cabeza de Su Majestad la primera peluca del día. En el mismo instante, comenzaron a entrar para el Gran Despertar los veintisiete nobles invitados aquella mañana, todos elegantes como orquídeas y visiblemente excitados. El dormitorio era ahora una auténtica exhibición de riqueza, una galería de jubones de sedas exquisitas y camisas bordadas en oro, de corbatas y lazos sujetos con rubíes o esmeraldas, de altos bastones de maderas traídas de los confines del mundo con empuñaduras de marfil y plata, de pelucas de todos los colores rizadas como pieles de cordero y de rostros maquillados que sonreían mientras las cabezas pensaban en las deudas de juego de la noche anterior, en la amante que exigía una carroza más lujosa, en el rango de oficial que deseaban conseguir para un hijo o en el cargo de Gobernador de las Carpas de Su Majestad, que había quedado libre al fallecer su último detentador y al que muchos de aquellos caballeros aspiraban. Los perfumes se entrecruzaban los unos con los otros, chocando en algunos puntos concretos de la habitación como fieras que intentasen devorarse, y las bocas parloteaban en voz baja, semejantes a moscas que zumbaran infatigables en medio del calor.

Luis observó satisfecho aquella multitud de hombres entregados a su voluntad, pendientes del menor de sus deseos, esclavos de cada uno de sus gestos y decisiones. Aquello era el poder. Pensó en lo generoso que se mostraba con él Dios Nuestro Señor, y estuvo a punto de emocionarse por su propia grandeza. Pero las voces más altas de lo admisible que procedían del fondo de la habitación, de aquellos que no habían tenido más remedio que quedarse junto a la puerta y ahora parecían olvidar la etiqueta, le estropearon el momento, haciéndole volver a la realidad. Hizo un gesto a su Primer Chambelán para que los mandase callar, y pasó a ocuparse del desayuno, la habitual tacita de verbena que ya llegaba hasta él, transportada por un exquisito cortejo que de pura delicadeza y solemnidad parecía portar las reliquias mismas de Cristo.

Dos guardias le abrían paso entre el gentío. Detrás, cuatro gentileshombres de la Boca del Rey se ocupaban altaneros de llevar la tetera, la taza, el azucarero y la servilleta. El Copero Mayor se acercó a ellos, sosteniendo su propio pocillo, y se sirvió un chorrito, que bebió con lentitud. Tras comprobar que no padecía escalofríos ni terribles dolores de estómago, que no le salía espuma por la boca ni se le amorataban las manos y que, por lo tanto, no había sido envenenado, miró al Rey y le hizo un gesto de afirmación. Dos nuevos caballeros se apresuraron entonces a servirle su tisana, entre reverencias y gestos atildados.

Luis bebió por fin con alegría su primer sorbo. Después dejó resbalar su mirada sobre la multitud, tratando de buscar al Conde de Échenon, al que no logró ver por ninguna parte.

—¡Échenon! —gritó.

El aludido apareció al fin frente al Rey, con su enorme tripa envuelta en terciopelo violáceo y un inmenso lunar a la antigua muy cerca del ojo izquierdo.

—Sire…

—¿Qué ha dicho hoy vuestro caballerizo sobre el tiempo?

—Sopla viento del este, sire, y hace frío. Marcel cree que dejará de llover y que tendremos una buena tarde, aunque no terminará de despejarse del todo.

—Entonces podré ir a cazar, buenas noticias. —Luis se levantó un poco del sillón, alzándose sobre el peso de sus brazos, y rebuscó lentamente entre la multitud de hombres que le miraban expectantes, mudos y quietos como estatuas en las que el escultor hubiera tallado absurdas muecas de sonrisa. Luego volvió a sentarse y bebió otro traguito de su tisana—. Vos vendréis conmigo, Alamard. Y vos también, Telon. Iremos al bosque de Marly. Hoy quiero un ciervo.

Un susurro de admiración recorrió la sala, como una ola que rompiera rumorosa contra los cantos de la playa: ¡Su Majestad quería un ciervo! ¡Su Majestad debía de encontrarse especialmente bien aquella mañana! ¡Hacía por lo menos dos meses…, no, dos y medio, que Su Majestad no acudía al bosque de Marly! ¡Su Majestad les estaba dando una gran alegría! El sonido
feliz
del agua sobre los cantos apagó el rumor sordo y oscuro de la decepción de todos aquellos que habían esperado en vano ser elegidos compañeros de caza y ahora disimulaban como podían la frustración, redondeando en gestos de arrobo las bocas pintadas.

Pero ya eran las nueve y media, y había llegado la hora justa de vestirse. Asistido por el Delfín, el Gran Chambelán, el Ayuda de Cámara, el Mayordomo del Guardarropa y los Gentileshombres de Cámara —que sostenían, estiraban, plegaban, recogían y entregaban las ropas—, Luis terminó envuelto en sedas y satines color entrañas-de-procurador y estela-de-góndola-en-el-Gran-Canal, muy apropiados para aquella mañana. Al fin, el Relojero Real, tras haberle dado cuerda al reloj de bolsillo, se lo entregó al Marqués de Hautcœur, y éste se lo pasó al Duque de Anjou, quien a su vez lo depositó en las reales manos con una atolondrada reverencia. Entonces se dio por terminada la ceremonia del Vestido de Su Majestad.

En unos instantes se formó el cortejo que debía dirigirse a la capilla. Gramont le entregó al Rey su rosario de oro, con el hermoso crucifijo de marfil en el que el Cristo casi desnudo parecía retorcerse entre espasmos. Luis ocupó su sitio, en medio de la procesión que comenzó su lento deambular por los corredores. A lo largo del palacio se iba oyendo el ritmo del desfile: el golpe fuerte primero de los bastones de los caballeros sobre las maderas enceradas al amanecer, luego los dos golpecitos breves de los tacones de sus zapatos, todos a un tiempo, como una orquesta bien concertada. A las diez de la mañana, el palacio de Versalles entero recogía armoniosamente toda aquella devoción y aquella elegancia.

La capilla estaba ese día llena hasta los topes. Allí se apretaban todos los que no habían sido invitados a la ceremonia del Despertar y todas las damas del palacio, somnolientas, malhumoradas muchas de ellas, oliendo aún a la piel tibia del amante. Pero era preciso acudir a la misa: a Luis le gustaba que todo el mundo cumpliera con los ritos, tanto los profanos como los religiosos. Exigía verse rodeado siempre de su muchedumbre, aquellos centenares de hombres y mujeres fieles como perros y refinados como muñecos de porcelana, que daban sentido a las salas lujosas, a los jardines exquisitos, a las fruslerías de la cocina, a la alegría solemne de sus músicos.

El aroma de los inciensos se entremezclaba con los perfumes densos de los asistentes, haciendo que el aire pareciera pesado, como el humo de una fogata ardiendo en medio de una habitación cerrada. El Duque de Orleans, siempre tan delicado, sintió al entrar su arcada de cada mañana, y tuvo que acercarse a la nariz su pañuelito mientras hacía la genuflexión. Ya iba a levantarse cuando se dio cuenta de que Luis estaba aún arrodillado en el suelo. Últimamente, el Rey se limitaba a agachar un poco la cabeza y fingir que doblaba las rodillas, pero aquel día le dio por postrarse de verdad, y todo su séquito tuvo que imitarle de inmediato. El resto de los presentes susurraba su admiración: era evidente que había mucho que agradecerle a Dios esa mañana.

Hubo un momento de inquietud al comprobar que el Monarca no podía incorporarse. El Gran Chambelán intentó abalanzarse en su ayuda, pero Luis le fulminó con la mirada y tendió su mano al Duque de Anjou, que, rojo de vergüenza, se apresuró a levantar a su abuelo. Éste lo mantuvo firmemente a su lado y le hizo caminar junto a él, a la vista de todos, hasta llegar a su sillón. Tan sólo se detuvo un momento para besarle la mano a Madame de Maintenon, vestida en tonos oscuros y luciendo una hermosa mantilla española —claramente española— sobre la cabeza. El Rey le hizo un pequeño gesto de satisfacción: a decir verdad, aquella esposa suya era un dechado de sabiduría y diplomacia. Por la noche iría a sus aposentos a agradecerle el gesto. Aunque si la Lurennes o la Ménange se le daban bien, tal vez a esas horas estaría muy ocupado…

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