Dora Bruder (4 page)

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Authors: Patrick Modiano

La enseñanza comprendía disciplinas que desbordaban las meras labores domésticas y la costura. Las Hermanas de las Escuelas Cristianas de la Misericordia, cuya casa madre era la antigua abadía de Saint-Saveurle-Vicomte, en Normandía, habían fundado la obra del Sagrado Corazón de María en 1852, en la calle Picpus, en calidad de internado profesional para quinientas jóvenes hijas de obreros, con setenta y cinco religiosas.

En el momento del desastre de junio de 1940, las alumnas de las monjas abandonan París y se refugian en Maine-et-Loire. Dora debió de partir con ellas en los últimos trenes abarrotados que aún podían cogerse en la estación de Orsay o de Austerlitz. Habían seguido el largo cortejo de refugiados por las rutas que descendían hacia el Loira.

Regreso a París en julio. Vida de internado. Ignoro qué uniforme llevaban las pensionistas. ¿Simplemente la vestimenta señalada en el anuncio de búsqueda de Dora, en diciembre de 1941: pullover burdeos, falda azul marino, zapatos sport marrón? ¿Y una bata por encima? Adivino más o menos los horarios cotidianos. Levantarse hacia las seis de la mañana. Capilla. Clase. Recreo. Refectorio. Clase. Capilla. Dormitorio. Salida los domingos. Supongo que la vida entre esos muros era dura para aquellas chicas por las que Cristo había manifestado siempre su predilección.

Según pude averiguar, las Hermanas de las Escuelas Cristianas de la calle Picpus habían organizado una colonia de vacaciones en Béthisy. ¿Sería en Béthisy-Saint-Martin o en Béthisy-Saint-Pierre? Los dos pueblos están en el distrito de Senlis, en el Valois. Es posible que Dora Bruder pasase algunos días con sus compañeras en el verano de 1941.

Los edificios que albergaban la obra del Sagrado Corazón de María ya no existen. En su emplazamiento se han edificado bloques de pisos que hacen pensar que el pensionado ocupaba un amplio terreno. No tengo ninguna fotografía del antiguo internado. En un viejo plano de París se lee en el lugar que ocupaba: «Casa de educación religiosa.» Se ven cuatro rectángulos y una cruz representando los edificios y la capilla del pensionado. Alrededor del terreno, una franja estrecha y marcada que va desde la calle Picpus a la calle Reuilly.

En el plano, frente al pensionado y al otro lado de la calle Picpus, se suceden la congregación de la Madre de Dios, las Damas de la Adoración y el Oratorio de Picpus, con el cementerio donde están enterradas, en una fosa común, más de mil víctimas guillotinadas durante los últimos meses del Terror. En la misma acera que el pensionado, y casi medianero con éste, el gran terreno de las Damas de Santa Clotilde. Luego las Damas Diaconesas, donde estuve interno a los dieciocho años. Recuerdo el jardín de las Diaconesas. En esa época ignoraba que el establecimiento hubiera servido para la reeducación de chicas. Un poco como el Sagrado Corazón de María. Un poco como el Buen Pastor. Estos lugares, donde te encerraban sin que supieses si saldrías algún día, llevaban nombres decididamente extraños:

Buen Pastor de Angers, Refugio de Darnetal, Hospicio Santa Magdalena de Limoges, Soledad de Nazaret.

Soledad.

El Sagrado Corazón de María, números 60 y 62 de la calle Picpus, estaba situado en la esquina de esa calle con la de Estación de Reuilly. Ésta, en la época en que Dora se encontraba interna, aún tenía cierto aire rural. En el lado de los impares se alzaba un alto muro sombreado por los árboles del colegio.

Los escasos detalles que he podido reunir sobre esos lugares, tal como Dora pudo verlos a diario durante cerca de un año y medio, son los siguientes: el gran jardín bordeaba la calle Estación de Reuilly y un patio de los edificios del colegio debía de separarlo en dos mitades. En dicho patio, bajo unas rocas que imitaban una gruta, había sido cavado el panteón de los miembros de la familia De Madre, benefactora del pensionado.

Ignoro si Dora Bruder hizo alguna amistad en el pensionado del Sagrado Corazón de María. O si se mantenía apartada de las demás internas. Hasta que no recabe el testimonio de alguna de sus antiguas compañeras deberé limitarme a la mera suposición. Tiene que existir en París, o en algún lugar del barrio, una mujer de alrededor de setenta años que se acuerde de su compañera de clase o de dormitorio, de esa chica que se llamaba Dora, 15 años, 1,55 m, rostro ovalado, ojos gris marrón, abrigo sport gris, pullover burdeos, falda y sombrero azul marino, zapatos sport marrón.

Mientras escribo este libro lanzo llamadas como señales de faro, aunque desgraciadamente no confío en que puedan iluminar la noche. Pero mantengo siempre la esperanza.

La superiora del Sagrado Corazón de María de aquel entonces se llamaba Marie-Jean-Baptiste. Había nacido, según informaba la nota biográfica, en 1903. Tras su noviciado había sido enviada a París, a la casa del Sagrado Corazón de María, donde permaneció diecisiete años, de 1929 a 1946. Aún no cumplía los cuarenta años cuando Dora Bruder ingresó en el internado.

Era -siempre según la nota- «independiente y generosa» y dotada de «una fuerte personalidad». Murió en 1985, tres años antes de que yo conociera la existencia de Dora Bruder. Sin duda se acordaba de la joven aunque sólo fuera por su fuga. Pero, al fin y al cabo, ¿qué habría podido descubrirme? ¿Algunos detalles, algunos menudos hechos cotidianos? Por perspicaz que fuese, nunca adivinó lo que pasaba por la cabeza de Dora Bruder, ni cómo vivía su vida de pensionista ni el modo como ella veía cada mañana y cada tarde la capilla, las falsas rocas del patio, el muro del jardín, la hilera de camas del dormitorio.

Encontré a una mujer que en 1942 había estado en el pensionado, algunos meses después de que Dora se fugase. Era menor que Dora: y tenía entonces unos diez años. Y el recuerdo que guardaba del Sagrado Corazón no era más que un recuerdo de infancia. Vivía sola con su madre, una judía de origen polaco, en la calle Chartres, en el barrio de la Goutte-d'Or, a pocos pasos de la calle Polonceau, donde habían morado Cécile, Ernest y Dora. Para no morirse de hambre, la madre trabajaba de noche en un taller donde se confeccionaban manoplas para la Wehrmacht. La niña acudía a la escuela de la calle Jean-François-Lépine. A fines de 1942 la maestra había aconsejado a la madre ocultarla a causa de las redadas, y sin duda ella le había proporcionado la dirección del Sagrado Corazón de María.

La habían inscrito con el nombre de «Suzanne Albert» para disimular sus orígenes. Pronto cayó enferma. La mandaron a la enfermería. Allí había un médico. Como no quería comer, la devolvieron a casa al cabo de un cierto tiempo.

Recuerda que todo en el pensionado era sombrío y oscuro: los muros, las aulas, la enfermería, todo salvo las tocas de las monjas. Se parecía más bien a un orfelinato. Una disciplina de hierro. Nada de calefacción. No comían más que colinabos. Las alumnas rezaban «a las seis», pero olvidé preguntarle si se refería a las seis de la mañana o de la tarde.

Dora pasó el verano de 1940 en el internado de la calle Picpus. Sin duda visitaba los domingos a sus padres, que vivían aún en el hotel del bulevar Ornano. Observo el plano del metro e intento imaginar el trayecto que seguía. Para evitar trasbordos lo más sencillo era coger el metro en Nation, que estaba bastante cerca del pensionado. Cambio en Strasbourg-Saint-Denis. Dirección Puerta de Clignancourt. Bajaba en Simplon, justo enfrente del cine y del hotel.

Veinte años después yo cogía a menudo el metro en Simplon. Siempre hacia las diez de la noche. A esa hora la estación estaba desierta y el tren circulaba con largos intervalos.

Ella debía de seguir el mismo camino al regreso, el domingo por la tarde. ¿La acompañaban sus padres? Desde Nation había que andar y lo más corto era llegar a la calle Picpus por la calle Fabre-d'Églantine.

Era como volver a la cárcel. Los días se acortaban. Era ya de noche cuando atravesaba el patio ante las falsas rocas del monumento funerario. Una sola bombilla iluminaba la escalinata, que se elevaba sobre la entrada. Recorría los pasillos. La capilla, para la Salve del domingo por la tarde. Luego, en fila, en silencio, hasta el dormitorio.

Llegó el otoño. El 2 de octubre los diarios parisinos publicaron la orden según la cual los judíos tenían que censarse en las comisarías. La declaración del cabeza de familia era válida para toda la familia. A fin de evitar una espera demasiado prolongada, se rogaba a los interesados presentarse en la fecha indicada en el tablón según la inicial del apellido…

A la letra B le correspondía el 4 de octubre. Ese día Ernest Bruder fue a rellenar el formulario en la comisaría de Clignancourt. Pero no declaró a su hija. A todos los que se censaban se les asignaba un número de registro que, más tarde, constaría en su «fichero familiar». Se le llamaba «número de dossier judío».

Ernest y Cécile Bruder tenían el número de dossier judío 49091. Pero Dora no tenía número alguno.

Tal vez Ernest Bruder pensó que en el internado Dora se hallaba a salvo, en zona franca, y que no había que llamar la atención sobre ella. Y que para Dora, con catorce años, el calificativo de «judío» no quería decir nada. En el fondo, ¿qué es lo que se entendía por «judío»? Él ni siquiera se planteaba la cuestión. Estaba acostumbrado a que la administración lo clasificase en diferentes categorías y lo aceptaba sin discutir. Peón. Ex austríaco. Legionario francés. No sospechoso. Mutilado al ciento por ciento. Prestatario extranjero. Judío. Y también su mujer Cécile. Ex austríaca. No sospechosa. Obrera peletera. Judía. Sólo Dora escapaba de momento a las clasificaciones y al número de dossier 49091.

Quién sabe si ella no hubiera podido escapar hasta el fin. Bastaba permanecer entre los muros sombríos del pensionado y confundirse con ellos; y respetar escrupulosamente el ritmo de los días y de las noches sin hacerse notar. Dormitorio. Capilla. Refectorio. Patio. Clase. Capilla. Dormitorio.

El azar quiso -fue realmente el azar- que el internado estuviera ubicado a pocas decenas de metros del lugar donde ella había nacido, enfrente, en la otra acera. Calle Santerre, 15. Maternidad del hospital Rothschild. La calle Santerre se hallaba al final de la calle Estación de Reuilly y del muro del pensionado.

Un barrio tranquilo, sombreado por los árboles.

No había cambiado cuando, hace veinticinco años, en el mes de junio de 1971, estuve un día entero paseando por él. En varias ocasiones, un chaparrón me había obligado a cobijarme en un portal. Esa tarde, sin saber por qué, había tenido la impresión de que andaba tras la pista de alguien.

A partir del verano del 42 la zona que rodeaba al Sagrado Corazón de María se volvió particularmente peligrosa. Las redadas se sucedieron durante dos años, en el hospital Rothschild, en el orfelinato del mismo nombre, en la calle Lamblardie, en el asilo de la calle Picpus, donde estaba empleado y vivía Gaspard Meyer, que había firmado la partida de nacimiento de Dora. El hospital Rothschild era una ratonera a la que se enviaba a los enfermos del campo de concentración de Drancy para devolverlos al mismo campo algún tiempo más tarde, según la voluntad de los alemanes, que vigilaban el número 15 de la calle Santerre ayudados por miembros de una agencia de policía privada, la Faralicq. Niños y adolescentes de la edad de Dora habían sido detenidos, en gran número, en el orfelinato Rothschild donde se ocultaban, en la calle Lamblardie, la primera a la derecha después de la calle Estación de Reuilly. Y en ésta, justo enfrente del muro del colegio, en el 48 bis, habían sido detenidos nueve chicos y chicas de la edad de Dora, algunos más jóvenes, junto con su familia. Sí, el único enclave que se hallaba a salvo era el jardín del pensionado del Sagrado Corazón de María. Pero a condición de no salir, de permanecer olvidado, al resguardo de sus sombríos muros, inmersos ellos mismos en el toque de queda.

Escribí estas páginas en noviembre de 1996. Los días son lluviosos. Mañana entraremos en el mes de diciembre y habrán pasado cincuenta y cinco años desde la fuga de Dora. La noche cae pronto y es preferible: borra el tono gris y la monotonía de estos días de lluvia en los que uno se pregunta si existe verdaderamente el día o si se trata más bien de un estado intermedio, una suerte de eclipse sombrío, que se prolonga hasta primeras horas de la tarde. Entonces, las farolas, los escaparates, los cafés se iluminan, el aire de la noche es más vivo, el contorno de las cosas es más preciso, hay embotellamientos en los cruces, la gente se apresura en las calles. y en medio de todas esas luces y de esa agitación, me cuesta creer que me encuentro en la misma ciudad donde residían Dora Bruder y sus padres, y también mi padre, cuando tenía veinte años menos de los que yo cuento ahora. Tengo la impresión de ser el único en establecer el vínculo entre el París de aquel tiempo y el de hoy, el único que se acuerda de todas esas minucias. En algunos momentos, el vínculo se adelgaza y está a punto de romperse; pero algunas noches la ciudad de ayer se me aparece con reflejos furtivos detrás de la de hoy.

Releo los libros quinto y sexto de la segunda parte de
Los miserables
Victor Hugo describe la travesía nocturna de París que hacen el ex presidiario Jean Valjean y la pequeña Cosette, acosados por Javert, desde el barrio de la barrera de Saint-Jacques hasta el Pequeño Picpus. Se puede seguir en el plano una parte de su itinerario. Se acercan al Sena. Cosette comienza a sentirse fatigada. Jean Valjean la coge en brazos. Rodean el Jardín Botánico por las calles bajas, llegan al muelle. Atraviesan el puente de Austerlitz. Apenas Jean Valjean pone el pie en la orilla derecha, cree ver sombras que se introducen en el puente. Y piensa que la única manera de escapar de ellas es huir por la callejuela del Camino verde de San Antonio. Y, de repente, se experimenta una sensación de vértigo, como si Cosette y Jean Valjean, para escapar de Javert y sus policías, flotasen en el vacío: hasta ese momento habían recorrido las verdaderas calles del París real, pero bruscamente son proyectados a un barrio de un París imaginario que Victor Hugo llama Pequeño Picpus. Esa sensación de extrañeza es la misma que nos invade cuando caminamos en sueños por un barrio desconocido. Al despertar nos vamos dando cuenta poco a poco de que las calles de ese barrio son idénticas a las que nos son familiares durante el día.

y he aquí lo que me turba: al final de su huida a través de ese barrio, cuya topografía y cuyas calles Victor Hugo inventa, Cosette y Jean Valjean escapan por los pelos a sus perseguidores descolgándose por un alto muro. Se encuentran entonces en «un jardín muy vasto y de aspecto singular: uno de esos tristes jardines que parecen existir para ser contemplados una noche de invierno». Es el jardín de un convento, en el que el hombre y la niña se esconden y que Victor Hugo sitúa exactamente en el número 62 de la calle Picpus, las mismas señas del internado del Sagrado Corazón de María donde se hallaba Dora Bruder.

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