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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

Dormir al sol (19 page)

Yo creo que el tema de esa conversación me tranquilizó. Era notable: si usted nos veía, nos tomaba por grandes amigos. Tratando de reaccionar, pensé: «No es cuestión de que me envuelva y me adormezca». Le dije:

—Usted iba a hablarme de sus métodos para curar a ciertos enfermos.

—Ya verá —dijo—. Mientras buscaba a la noche procedimientos para conciliar el sueño, de día buscaba procedimientos para curar el alma.

Me sentí muy inteligente, cuando observé:

—Se le ocurrió vincular una cosa y otra.

—Claro —contestó—. Buscaba una cura de reposo, y de algún modo intuí que para el hombre no había mejor cura de reposo que una inmersión en la animalidad.

—Ahora sí que no entiendo —le dije.

No se enojó. Me iba tan bien que temí que esa conversación desembocara en algo horrible.

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A lo mejor el miedo me llevó a mostrarme tan razonable y amistoso. En mi aflicción me figuré que si no le daba pretextos, el doctor no iba a encerrarme. De pronto comprendí que si tenía un plan, no lo cambiaría aunque yo me hiciera el bueno. Empecé a inquietarme y cuando ya iba a interpelarlo, llamaron a la puerta. Entró un enfermero, o empleado, que estuvo hablándole de muy cerca, hasta que Samaniego contestó:

—Pásemela por el interno.

El enfermero se fue. Yo no sabía si hablar o esperar. Sonó la campanilla del teléfono y debí aguantarme. Mientras el doctor hablaba, traté de ordenar los pensamientos, para interrogarlo sobre mi señora, no bien colgara el tubo. Me sobresaltó notablemente cuando dijo: «No tema. De ninguna manera la perjudicaré". Repitió después: "Irreversible, señora, no tema. Irreversible». Tuve una corazonada por demás ingrata: la señora que hablaba con Samaniego era mi señora. El doctor le decía que para favorecerme no iba a perjudicarla. Como en una pesadilla, Diana estaba en contra de mí. Samaniego colgó el tubo, hundió la cara entre las manos, para finalmente apartarlas y preguntarme con una sonrisa:

—Dígame francamente, señor Bordenave: ¿qué es lo que usted más quiere en la señora?

Al oírle esa pregunta recordé que a veces me la había planteado yo mismo. La coincidencia, o lo que fuera, me dispuso favorablemente; dominé un poco los recelos y dije con sinceridad:

—La contestación no es fácil, doctor. A veces me pregunté si yo no quería sobre todo su físico… pero eso era cuando no la habíamos internado. Ahora que usted me la devolvió tan cambiada, para qué le voy a negar, extraño el alma de antes.

Sin impaciencia, pero con firmeza, replicó:

—Tiene que elegir.

—No entiendo —le aseguré.

—Por una vez lo justifico —respondió amablemente.

De nuevo se tapó la cara con las manos y guardó un silencio tan largo que me impacienté. Pregunté:

—¿Por qué, doctor?

—¿Recuerda lo que decía Descartes? ¿No? Cómo se va a acordar si nunca lo ha leído.> Descartes pensaba que el alma estaba en una glándula del cerebro.

Dijo un nombre que sonó como pineral o mineral.

Pregunté:

—¿El alma de mi señora?

Puso tanto fastidio en su respuesta, que me desorientó.

—El alma de cualquiera, mi buen señor. La suya, la mía.

—¿Cómo se llama la glándula?

—Olvídela, porque no importa y ni siquiera tiene la función que le atribuyeron.

—Entonces ¿para qué la menciona?

—Descartes no se equivocó en lo principal. El alma está en el cerebro y podemos aislarla.

—¿Cómo lo sabe? Contestó simplemente:

—Porque la hemos aislado.

—¿Quiénes?

—Eso tampoco importa. Lo esencial es que logramos aislar el alma, sacarla si está enferma, curarla fuera del cuerpo.

Como si me interesara la explicación, pregunté:

—Mientras tanto, con el cuerpo ¿qué pasa?

—Desprovisto de alma, no sufre desgaste, se repone. Apostaría que su señora no volverá a tener esos herpes de labios, que tanto la molestaron.

«No" pensé. "No puede ser». Pregunté:

—No me diga que le sacaron el alma a mi señora.

—Lo que nos movió a intentar el experimento fue la absoluta falta de esperanzas de curarla por la terapéutica habitual.

Lo miré detenidamente, porque sospeché que se burlaba de mí. No se burlaba. Articulé como pude la pregunta.

—¿Qué hicieron con su alma?

—Yo creo que usted adivinó, señor Bordenave. La traspasamos a una perra de caza, de pelaje picazo azulado, que elegimos por ser de índole tranquila, y mantuvimos el cuerpo a baja temperatura.

Aunque no me había compenetrado todavía del terrible sentido de su revelación, me apresuré a decir, como si quisiera probarle que entendía perfectamente.

—No me hará creer que me devolvieron a Diana.

Metió la cara entre las manos y la dejó ahí por los instantes más largos de mi vida. Por fin las apartó; su cara parecía la de un muerto.

—En cuanto al cuerpo, sí.

—¿Y en cuánto al alma? Volvió a reanimarse.

—En cuanto al alma, señor Bordenave, ocurrió un hecho francamente imprevisible. Como usted comprenderá, en el Instituto procedemos de acuerdo a estrictas normas de prudencia.

Ponderó tanto sus normas de prudencia que me puse nervioso. Le pregunté:

—¿Por qué no me dice de una vez qué pasó con el alma de mi señora?

—El alma de la señora —contestó— alojada en una perra de raza pointer y de temperamento tranquilo, no corría, dentro de lo que es lógico suponer, el menor riesgo.

Creí que me daba una buena noticia, hasta que algo me resultó sospechoso.    Pregunté:

—No corría el menor riesgo, pero ¿qué pasó?

—No previmos, no pudimos prever, que el carácter de la señora fuera tan inquieto.

—Está bien, no podían prever, pero ¿qué pasó?

—La perra, que era muy tranquila, manifestó cierta nerviosidad. Le aseguro que para extraer la verdad tuve que reprimir los nervios e insistir mucho.

Insistí:

—Bueno ¿y después?

—La nerviosidad aumentó. Hágase cargo de mi sorpresa cuando un muchacho que trabajaba en la escuela de perros y nos da una mano en el cuidado y alimentación de los que tenemos aquí (un muchacho de cejas pobladas, que seguramente usted ha visto por el barrio) vino con la noticia de que la perra en cuestión se había escapado.

—La perra en cuestión es mi señora —dije con despecho.

—Llevaba el alma de la señora —corrigió—. Le garanto que no ahorramos esfuerzo para recuperarla. Es claro, cuando supimos que se había internado en el Parque Chas, que es un verdadero laberinto, flaqueó nuestra esperanza… pero de ningún modo nuestro empeño, le garanto, de ningún modo nuestro empeño.

Dije como un autómata:

—Parece increíble. Una perra pointer, medio azulada, en el Parque Chas. Le juro que la vi. No había pasado un minuto cuando apareció el cejudo. Increíble.

—¿Por qué no la sujetó?

—¿Por qué iba a sujetarla? ¿Qué sabía yo? Esto es una calamidad, una verdadera calamidad.

—No se ponga así, Bordenave —me dijo—. Trate de serenarse y de escuchar hasta que yo le diga todo. Tengo buenas noticias. Muy buenas.

—Me cuesta creerle —dije—. Esto es una calamidad. Yo estoy desesperado.

—Interprete debidamente mis palabras; no creo que tenga motivo. Yo sí lo tuve cuando la perra desapareció. Tan desesperado me vio un día el doctor Campolongo que me refirió, a lo mejor para sugerirme la idea salvadora, un caso del Tornú, donde también trabaja… Una enferma joven, que no se resignaba a morir y suplicaba a todos los médicos que la salvaran… «Nuestra oportunidad" le dijo a Campolongo. "¿Por qué no le habla?». Le habló. En menos de cinco minutos la pobre muchacha había aceptado. ¿A que no adivina dónde se presentaron dificultades? En el hospital, para sacarla. Desde luego eso a usted no le interesa. La pasamos al cuerpo de su señora y dejamos que el otro cuerpo, condenado por la enfermedad, muriera.

Cuando uno está desesperado, sale con las preguntas más raras. Le pregunté:

—Esa persona que está dentro de mi señora ¿cómo sabe tantos pormenores de nuestra vida?

—La aleccionamos con los elementos que pudimos reunir. Es una chica inteligente, despierta, muy buena, le garanto.

—Que vivía por la Plaza Irlanda —dije sin pensar.

—¿Cómo sabe? —preguntó.

—Eso tampoco importa —le aseguré—. Lo que importa es que me la cambiaron a Diana.

—Usted sale ganando en todo. Le admito que la belleza física de la señora es incomparable. Usted se la llevó a su casa. Admítame que el alma de la señora estaba enferma y que raramente la enfermedad es linda. ¿Qué echa de menos, amigo Bordenave? ¿Las recriminaciones, los caprichos, los engaños?

Las manos me ardieron de ganas de abofetearlo. Me contuve, no sé por qué, y le dije:

—No echo de menos las recriminaciones ni los engaños. Tampoco me gusta la enfermedad. La quiero, simplemente, a ella. Voy a poner un aviso en los diarios, ofreciendo una gratificación al que me devuelva la perra pointer.

—No es necesario —contestó—. La recuperamos.

66

—Su idea de poner un aviso no era mala —declaró el doctor—. Hay infinidad de gente dispuesta a mover cielo y tierra para ayudar a los que sufren porque se les escapó un perrito. El cejudo, que tiene buena mano, redactó el aviso y a los pocos días nos trajeron la perra.

Casi me levanto a darle un abrazo. Murmuré:

—¿Por qué tardó tanto en decirlo?

Se me quebró la voz.

—Porque si le explico el proceso precipitadamente, usted, que nunca oyó hablar de estas cosas, no entiende nada.

Calló, como si no tuviera más que decir. Por no encontrar mejor manera de preguntarle por qué no me la devolvía ahí mismo, exclamé:

—¡Qué bueno! ¡Así que la recuperamos a Diana!

—A su alma. Como usted no ignora, en el ínterin, se complicó la situación.

—No entiendo —dije—. Ahora que la tenemos ¿me la va a negar, doctor?

—De ningún modo. Eso sí, debe compenetrarse de las dificultades que enfrentamos.

—Le quedo agradecido por todo lo que hizo, pero ¿por qué no la trae? Me muero de ganas de verla.

—¿Cómo está ahora?

Le aseguro que esa pregunta me causó el efecto de un mazazo. Logré apenas balbucear:

—No me diga que va a traerme la perra.

—No, no —respondió con una sonrisa tranquilizadora— pero veo que va entendiendo.

Muy asustado contesté:

—Le aseguro que no.

—Sin embargo, sabe que el cuerpo de su señora está ocupado por la chica de la Plaza Irlanda.

Yo no podía creer lo que oía.

—Si está, es por su culpa —grité—. Sáquela. Sáquela inmediatamente.

Me dijo:

—No me pida que haga mal a nadie. Mi obra pierde todo el sentido si aumento la desdicha de una sola persona.

—O me equivoco o usted se considera un gran benefactor. Ya veremos qué piensa la gente cuando se entere.

—Por lo menos oiga antes de juzgar. Le dije que no quiero aumentar la desdicha de nadie. Lo incluyo a usted.

—Entonces no tiene más que devolverme a Diana.

—Estamos en eso —me dijo—. ¿Me permite una explicación?

—La considero inútil.

—Yo no. Yo le debo una explicación, aunque usted quizá no la merezca. En el Instituto, aquí no más, teníamos una enferma incurable, pero lindísima, una chica maravillosa. Pensé…

—¿Qué pensó?

—Mire, le prevengo que es tan linda como la señora Diana. Más joven aún ¡y de una delicadeza en los rasgos!

A esa altura de la discusión adiviné a quién se refería. Bastante indignado le dije:

—Hay pocas mujeres lindas como Diana.

—Verdad. También es verdad que esta chica es muy linda.

—No va a comparar.

—Primero la ve y después hablamos.

—Ya la he visto. Usted me cree idiota, pero sé de quien habla: la cazadora de moscas.

Abrió la boca y le tocó el turno de parecer idiota, pero se repuso demasiado pronto.

—La vio cuando la pobrecita estaba muy mal. Ahora, con el alma de la señora, es otra cosa. Otra cosa.

—Usted no me interpreta, doctor. Yo no quiero otra cosa. Quiero a Diana.

Dijo:

—En la variación está el gusto.

—Usted perdió el sentido de la decencia. ¿Nunca le dijeron que no hay que manosear a la gente? Yo se lo digo. Se cree un gran hombre y es un vulgar traficante de almas y de cuerpos. Un descuartizador.

—No se ponga así —me dijo.

—¿Cómo quiere que me ponga? Me dijo que me la devolvía a Diana y trató de pasarme una máscara. ¿No pensó que es horrible mirar a su mujer y sospechar que desde ahí adentro lo está espiando una desconocida?

—Eso era cuando no estaba informado. Ahora sabe.

—En cambio usted no sabe lo que es una persona. Ni siquiera sabe que si la rompe en pedazos la pierde.

Discutía con ese doctor como si quisiera convencerlo. En verdad yo sólo quería que me devolvieran a la señora y estaba desesperado. Me dijo:

—Con ese criterio no curaríamos las enfermedades ni corregiríamos los defectos.

—¿Nunca se le ocurrió pensar que uno quiere a la gente por sus defectos? —le grité como un desaforado. ¡Usted es el enfermo! ¡Usted es el enfermo!

Me parece que en ese momento me dio el pinchazo.

67

Al despertar me encontré de nuevo en el cuartito blanco.

Paula me dijo que me apurara con el informe, porque mañana la cambian de piso.

Cuando le pregunté si podía contar con ella para una nueva tentativa de fuga, contestó con vaguedades. No la culpo. La pobre sabe lo que le espera al que se opone a estos médicos.

Como Ceferina me ha dicho más de una vez, a mí los desplantes me pierden.

Estoy seguro de que la persona que habló por el teléfono interno con Samaniego, mientras yo estaba en el despacho, es la chica de la Plaza Irlanda. Cuando Samaniego le repitió «No tema. Es irreversible», evidentemente le prometía que no la iba a sacar del cuerpo de Diana. De cualquier modo, si yo no me hubiera enojado, a lo mejor lo persuadía de pasarla al cuerpo de la otra, y a mi señora al que le corresponde. A lo mejor todavía no es tarde.

SEGUNDA PARTE

POR

FELIX RAMOS

Muchas veces a lo largo de la vida he soñado con la idea de recibir una noticia que altere mi destino. Esta imaginación procede quizá de la historia, sin duda falsa, que leí en algún almanaque popular, de aquel joven inglés, famélico y desesperado, que al llegar a la playa para suicidarse encontró una botella con el testamento del norteamericano Singer, que legaba sus millones a quien lo recogiera. Un día en la misma puerta de casa, increíblemente el sueño se volvió realidad; pero en la versión que me deparó la suerte, desaparecen los elementos románticos: no hay botella, ni mar, ni testamento, sino un montón de papeles en la boca de un perro. Nuestros deseos por fin se cumplen de manera de persuadirnos de que más vale no desear nada.

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