La misma Diana me arrancó de estas reflexiones, cuando se puso a fantasear y dijo que íbamos a tener un perro que nos acompañara y nos entendiera como un prójimo. Usted hacía de cuenta que escuchaba a una criatura. Para peor, Diana hablaba a tal velocidad que si yo no me apuraba en protestar, sus afirmaciones quedaban perdidas a lo lejos y yo debía cargosearla para que desandara camino y las discutiéramos. Además, estaba tan nerviosa (y me gustaba tanto) que, para no contrariarla, muchas veces no la desengañé. Si la hubiera contrariado, pobre de mí. Es muy severa cuando se enoja y le aseguro que no hace las paces hasta que uno prácticamente se arrastró como gusano y le pidió hasta el cansancio perdón. Apenas me atreví a observar:
—Ceferina dice que hay algo monstruoso y muy triste en los animales.
—Cuando yo era chica quería tener un jardín zoológico —contestó Diana.
—Ceferina dice que los animales, a lo mejor, son gente castigada con la maldición de no poder hacer uso de la palabra.
Fíjese cómo es mi señora. Hasta en su locura se muestra vivaracha y tiene contestación para todo. Me preguntó:
—¿No oíste lo que dijo el profesor Standle?
—Oí demasiado.
Insistió sin perturbarse:
—De los perros que hablan.
—Francamente, ese disparate se me pasó por alto.
—Estabas destapando una botella de sidra. Contó que otro profesor, un compatriota suyo, enseñó a un perro a pronunciar tres palabras en perfecto alemán.
—Un perro ¿de qué raza? —pregunté, como un idiota.
—Recuerdo la palabra Eberfeld. No sé decirte si es la raza o la ciudad donde vivían o el nombre del profesor.
Muchas debilidades tuve esa noche y todavía las pago.
Toda la noche me acompañó la aflicción. Pensando tristezas me desvelé y, cuando oí el gallo que tiene Aldini en el patio del fondo, me dije que al día siguiente iba a estar cansado y que la mano temblaría en los relojes. Por fin me dormí para soñar que perdía a Diana, creo que en la Avenida de Mayo, donde nos habíamos encontrado con Aldini, que anunció: «Los aparto por un instante, para decirte un secreto sin ninguna importancia». Muy sonriente hacía el ademán de apartarnos y enseguida me apuntaba con un dedo. El carnaval desembocó entonces en la avenida y la arrastró a Diana. La vi perderse entre máscaras disfrazadas de animales, que incesantemente pasaban, con el cuerpo a rayas de colores como de cebras o de víboras y con la cabeza de perro en cartón pintado, de lo más impávida. No me creerá: todavía dormido, me pregunté si mi sueño era un efecto de lo que sucedió o un anuncio de lo que iba a suceder. Tampoco me creerá si le digo que, despierto, seguía en la pesadilla.
Mi señora, por aquel tiempo, ya no paró en casa: el santo día lo empleaba en la escuela, sin resolverse por ningún animalito. Una falta de resolución que, según comentó una tarde el propio Standle, da qué pensar. Yo la esperaba con impaciencia y discurría despropósitos: que le había pasado algo, que no iba a volver. Días hubo que cenamos tarde, porque mi señora no regresaba y otros que Ceferina y yo, después de cenar, para distraer el tiempo, jugábamos a la escoba, cuando no a la brisca. Los rumores de la noche eran motivo suficiente para que yo, a cada rato, me asomara al jardín. A su estirada cara de furia y menosprecio, ya de lo más común, Ceferina agregaba entonces palabras masculladas por lo bajo, que se oían perfectamente.
—El niño está con cuidado. Su mujercita no vuelve. Todavía la va a perder.
La intención general y el tono eran siempre los mismos. A veces yo no aguantaba y con una voz que aparentaba indiferencia le decía:
—Me voy a dar una vuelta.
Si usted piensa que no tengo edad de pedir permiso, está en su derecho. Es muy fácil arreglar de palabra la conducta del prójimo, pero cada cual lleva la propia como puede. ¿Qué me aconseja? ¿Que la eche a Ceferina? Guardando las distancias, yo haría de cuenta que echo a la finada mi madre. ¿Que le pegue un grito? A mí no me gusta pasar la vida gritando. Ceferina, con la cara de rabia y con los ojos relucientes, bien a las claras deja ver su desaprobación. Para mí esa desaprobación, no sé cómo explicarme, es una cosa real, algo que está en mi camino, como la punta de una mesa. No me pida que todas las veces que paso la lleve por delante, porque yo prefiero vivir tranquilo y dar un rodeo. Lo de vivir tranquilo es una manera de hablar.
Como le contaba: si me entraba la desazón, con el pretexto de tomar aire, salía a la calle, elegía el lugar menos iluminado, me recostaba contra el cerco y esperaba. Esperaba con inquietud en el alma, porque Diana tardaba más de lo previsible, pero también porque siempre aparecían los vecinos, que viven para sorprenderlo a uno y repartir el comentario por el pasaje.
Una noche Picardo se me vino derechito, como si supiera dónde iba a encontrarme y, sin molestarse en preámbulos ni atenuantes, me dijo:
—Para mí que le dio algo. Me explicó el doctor Rivaroli, un amigo que te voy a presentar, que bastan dos o tres gotas en el café con leche. Cuando se cansa de tenerla como esclava, la vende a los tratantes de Centroamérica.
Otra noche el mismo Aldini, que según Ceferina está perdiendo la vista, con el pretexto de pasear el perro (más bien de arrastrarlo, porque el pobre Malandrín, cuando quiere acordar, se agita y se echa), como le decía, con el pretexto de pasear el perro, caminó hasta donde yo estaba —el lugar más oscuro, le garanto— y me pidió:
—Por favor no lo escuches a Picardo. Ahora te explican todo por las drogas. Haceme caso, hay mucha exageración.
Ni usted ni yo vamos a creer en la fábula de esas gotitas en el café con leche. Admito, sin embargo, que Diana, cuando finalmente volvía al hogar, traía pegados en el vestido pelos de perro. Hay más: olía a perro. Hablaba de perros y del alemán —yo no sabía cuándo se refería a unos y cuándo al otro—, hablaba a toda velocidad, como si una comezón la enloqueciera y, porque la noche no le alcanzaba para discutir los méritos y defectos de sabuesos, ovejeros y mastines, por la mañana seguíamos el debate, hasta que mi señora salía a callejear y yo me dormía sobre los relojes.
Ese profesor, que no le envidia a judas, una tarde me llamó por teléfono para que nos reuniéramos en el Bichito, que está frente a Carbajal.
—¿Se puede saber el motivo? —le pregunté. Contestó inmediatamente:
—Hablar de la señora.
Aunque entendí, pedí aclaración:
—¿De qué señora?
—La suya.
Como usted comprenderá, yo no podía creer lo que oía, pero me sobrepuse y contesté con odio:
—¿Quién es usted para meterse?
Todavía pronunciaba esas palabras, cuando el miedo me enfriaba la sangre. ¿Le habría pasado algo a Diana? Más valía no perder tiempo.
El profesor Standle empezaba a decir con la voz extrañamente aflautada:
—Bueno, usted sabe…
Lo interrumpí sin contemplaciones:
—Allá voy.
Corrí por la calle, en el Bichito elegí una mesa que permitía la continua vigilancia de la entrada, pedí algo para tomar y, antes que me sirvieran, yo estaba preguntándome si no debía largarme a la escuela de perros. ¿Qué me dio por decir «Allá voy" y cortar? Quizás el profesor entendió que yo iría a la escuela, pero si yo tardaba, a lo mejor se preguntaba si "allá» no quería decir el Bichito y quizá nos encontráramos, o nos desencontráramos, en el trayecto.
Por su parte, usted se preguntará por qué le cuento estas payasadas. Desde la noche de mi cumpleaños hasta ahora, salvo cortos intervalos de tranquilidad, he vivido en estado de ofuscación permanente. Visto por los demás, el hombre ofuscado se comporta como un payaso.
Después de una media hora interminable —porque en definitiva me quedé en el bar— apareció el profesor. Vino a la mesa, pidió un bock, se quitó la gabardina, la dobló cuidadosamente, la colocó en el respaldo de una silla, tomó asiento y le garanto que hasta beber la cerveza y limpiarse la espuma no soltó la palabra. Cuando habló, por un momento, se me desdibujó su cara, como si me diera un vahído. Esto es lo primero que oí:
—Usted sabe que la señora está muy enferma.
—¿Diana? —murmuré.
—La señora Diana —me corrigió.
—¿Qué le ha pasado? ¿Una descompostura? Contestó con el mayor desprecio:
—No se haga el que no capta. Está muy enferma. Si no actuamos, puede llegar a ese punto del que nadie vuelve.
—Yo quiero que vuelva.
—Usted quiere cerrar los ojos para no ver la realidad —contestó—, pero capta muy bien.
—No acabo de entender —traté de sincerarme—. Pesco algo y la cabeza me da vueltas.
—Actuamos en el acto o pierde prácticamente a la señora.
—Actuemos —le dije y le pedí que me explicara cómo. Entonces me habló con su voz grave:
—La respuesta —dijo— es la internación. La internación.
Atiné a protestar:
—Eso no…
Recayó en la voz aflautada y comentó, como si estuviera satisfecho:
—La incapacidad para tomar decisiones, demostrada por la señora Diana, que no se resuelve por ningún pichicho, no es propia de gente en sus cabales.
Para mí que el profesor empleó adrede la palabra internación. En todo caso, quedé como si hubiera recibido un golpe. No era para menos. La pobre Diana, cuando se acordaba de sus internaciones, echaba a temblar como un animal asustado, se aferraba a mis manos y, como si reclamara toda mi atención, toda la verdad, preguntaba: «Ahora que estoy casada ¿no me pueden internar, no es cierto?». Yo le contestaba que no, que no podían, y creía lo que estaba diciéndole.
Standle siguió:
—¿A usted le parece bien que la señora ande el santo día lejos del hogar?
—Si no fuera más que el santo día… —suspiré.
—Y buena parte de la noche. ¿Usted la espera muy tranquilo? —No, no la espero tranquilo.
—Mientras dure la internación, para usted se acabaron los dolores de cabeza.
Dios me perdone, dije:
—¿Usted cree?
—Va de suyo —contestó—. Si me da el visto bueno, entro en contactos con el doctor Reger Samaniego.
—La pobre Diana está muy nerviosa —murmuré, y me sentí mal, como si hubiera dicho una hipocresía.
—¿A quién se lo cuenta? —respondió—. En breve plazo el doctor Samaniego la pone en forma. ¿Usted sabe? A veces lo llaman para consultas ¡desde el centro! Pero mejor que no se haga ilusiones. Puede haber una dificultad.
—¿Una dificultad? —pregunté ansiosamente.
—Tal vez no la reciban. En el Instituto Frenopático del doctor Reger Samaniego no entra cualquiera.
—Habrá algún medio…
—Tiene muchos pedidos. Tampoco sé cuánto cobra.
—Eso no importa —alegué.
No es que yo sea rico, pero no voy a pensar en el dinero cuando se trata de Diana.
—No se preocupe —dijo el profesor.
—Muy fácil —protesté con rabia.
—El Instituto queda en la calle Baigorria. Aquí a la vuelta. Usted la visitará cada vez que tenga ganas. Mañana, a primera hora, paso a buscarla.
Lo miré sorprendido, aunque sabía perfectamente que era compinche del doctor, porque los viernes a la noche juegan al ajedrez, a la vista y paciencia del público, en La Curva, de Álvarez Thomas y Donado. Es verdad que yo sabía todo esto de mentas: por una de esas grandes casualidades del destino, hasta aquel entonces nunca se me había cruzado ante los ojos el doctor Reger Samaniego, con su cara de momia.
El profesor Standle se levantó, mientras yo me apuraba en pagar, para no quedar sentado, como un guarango, y creo que lo ayudé con el impermeable, lo que me resultó de lo más trabajoso, pues mide el animal, por lo bajo, dos metros. Cuesta creerlo, pero le repetí varias veces «Gracias", porque aún lo veía como un amigo y como un protector. Nada más que por la dificultad de encontrar las palabras, no le dije: "No sabe el peso que me ha sacado de encima».
Hasta que se fue me duró ese estado de ánimo. Después me sentí, no sé si me explico, sin apoyo, nada contento de la decisión que había tomado. Quién sabe si Standle no me había parecido un protector, porque no me dejaba abrir la boca para plantear mis dudas. Creo que tuve miedo, como si hubiera puesto en marcha una calamidad incalculable. Me entretuve dando vueltas por el barrio, para no llegar demasiado pronto, sobre todo para no presentarme en casa con la cara de pesadumbre y con esa rigidez en las mandíbulas, que no me dejaba aparentar buena disposición o por lo menos indiferencia. También quería recapacitar porque no sabía qué decirle a Diana.
De repente grité: «No puedo hacerle eso». No podía entrar en arreglos, a sus espaldas, con un desconocido, para internarla. Yo no me lo perdonaría; ella, créame, tampoco. Se me ocurrieron planes descabellados. Proponerle que esa misma noche nos fuéramos a pasar una semana en un recreo del Tigre (el tiempo no era aparente) o que nos largáramos a Mar del Plata o a Montevideo, a probar la suerte en el casino.
Claro que si Diana me preguntaba «¿Por qué no esperarnos a mañana por la mañana, por qué salimos en medio de la noche, como si nos escapáramos?» yo no tendría contestación.
No me acuerdo si le dije que mi señora es muy valiente. Desde ya que guardaba un mal recuerdo del sanatorio donde la encerraron de soltera y que la pobre contaba conmigo para que la defendiese de cualquier médico o practicante que asomara por casa, pero si hubiera sospechado que yo le proponía la fuga, aparte de llevarse una desilusión y despreciarme sin remedio, por nada me hubiera seguido, aunque supiera que a la mañana siguiente venían a buscarla. Lo que va de una persona a otra: hasta ese momento yo no me había parado a considerar la posibilidad de que alguien interpretara mis planes como un intento de fuga. Mi única preocupación había sido la de salvar a mi señora.
Es verdad que si me apura un poco le voy a reconocer que me comprometí a entregar a mi señora para no quedar mal en la conversación. Le agrego, si quiere, un agravante. Cuando el profesor se retiró de mi vista, ya no me importó quedar bien o mal y me admiré de la enormidad que yo había consentido. Pobre Diana, tan confiada en su Lucho: en la primera oportunidad usted ve cómo la defendió. Aunque ella no me quiera tanto como yo la quiero, estoy seguro de que por imposición de nadie me abandonaría así… La entereza y el coraje de mi señora me asombran y en momentos difíciles, como los que estoy pasando, me sirven de ejemplo.
Usted apreciará hasta qué punto se equivocan los que dicen que no tuve suerte en el matrimonio.