Dos monstruos juntos (11 page)

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Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

Habían pasado once años, quizá doce años, y ahora retiraba sus manos delante de sus ojos para que Patricia admirara al fin el Ovington.

CAPÍTULO 11

NOCHE DE ESTRENO

Las paredes principales del Ovington eran gigantescos ventanales. La del fondo, donde estaba la cocina, y la de al lado, de ladrillo blanco a la vista. Las mesas variaban de tamaño, algunas como amebas justo enfrente del vidrio que separaba la cocina de la sala, y las más convencionales próximas a la puerta tanto en la pared de ladrillo blanco como en el ventanal que daba a la calle paralela. El tamaño no importaba, una mesa de dos podría ser de cuatro, una de seis agrupar ocho. Adaptación, era el concepto principal del restaurante: adaptarse a los tiempos que corrían.

La cocina era un laboratorio. Un magnífico fregadero con forma de abrevadero hacia la izquierda. Las inmensas neveras de aluminio al fondo, como una pared. En el centro dos islas para preparar las comidas y a través de un estrecho pasillo, la zona de congelados, que Patricia abrió para ver si habían llegado las latas de crema doble batida de Suiza, que le chiflaban tanto que Alfredo siempre la reñía por tener una lata abierta para rebañar con sus dedos. Sí, allí estaba. Alfredo la seguía, silente, esperando su reacción, observando cómo Patricia de inmediato se ponía a ordenar latas y tuppers en el inmenso congelador. Añojo del Borough, nunca carne de ternera porque casi siempre lleva tantas hormonas como la del pollo, uno de esos datos bajo los cuales se sustenta toda una filosofía ante la cocina.
Black savage cod,
bacalao negro salvaje, también recién cortado y ya perfectamente dispuesto en el tupper con las hojas de laurel entre filete y filete y una débil capa de papel film transparente. Guarnición uno, una especie de
minestrone
que Alfredo inventó mientras esperaba que Patricia regresara de sus infidelidades o noches de estreno. Cada trozo de la verdura debidamente adobada y suavizada por las lágrimas vertidas, lágrimas de rabia, de celos, de impotencia por continuar al lado de esta mujer que cada día, cada minuto hace exactamente lo que le da la gana.

—Me gusta tu reino —dictaminó Patricia, secándose las manos heladas en una toalla que aún tenía la etiqueta del precio, lo quitó, abrió el contenedor de basuras, todo cubículos y tubos de distintos colores. Odiaba el reciclaje, aunque jamás lo reconociera públicamente, era una de las cosas del siglo XXI que jamás llegaría a entender.

—Dilo otra vez —imploró Alfredo.

—Me gusta tu nuevo reino. —Alfredo la giró para que contemplaran las puertas de los refrigeradores. Se miró a sí misma, con Alfredo detrás, en la amplia superficie metálica. Eran perfectas planchas de aluminio que iban de la pared al suelo, tan lisas, tan mates, que servían de espejo para reflejar el interior del restaurante.

—Puedes ver toda la sala, la puerta, la calle, quién entra, quién va —contestó Alfredo.

—Y a nosotros mismos, Alfredo —dijo Patricia.

La llegada de unos paquetes rompió la imagen.

—Son los platos que envían los de Valencia —resolvió Patricia, su voz adquiriendo ese acento austríaco que empleaba cuando algo serio pasaba y no le gustaba.

—¿Qué tipo de platos? —preguntó Alfredo, cuando en verdad lo que deseaba era besarla, revolverle más aún la perfectamente despeinada melena.

—¿Vas a decirme que no lo recuerdas, Alfredo? Un veinticinco por ciento de lo invertido en esto es dinero de esos amigos de tu hermano. Vienen de un restaurante que apoyaron durante la Copa América de Vela... Al menos eso indica el remitente.

—Dios mío... No creo que estén limpios, de ninguna de las maneras. Tienes que pensar en algo para usarlos esta noche.

—No soy la
chef
sino más bien la productora.

—Han enviado otros —dijo, señalando a otra caja que los obreros, rumanos o seguramente búlgaros, acercaban a la puerta—. Con dibujos de falleras. ¿Te vestirías tú de fallera?

—Esto es serio, Alfredo. Tienes socios valencianos, te han enviado platos de sus empresas con falleras en el fondo y vienen esta noche. ¿Cómo es posible que no lo recuerdes?

—Bueno, hemos tenido socios de todo tipo, Patricia. Al menos estos están relacionados con la restauración. Pondremos los de falleras, no sé, de bajoplatos, o si son más pequeños para servir las ensaladas, que tienen ese «momento» huerta.

—Yo no hablo de «momentos», Alfredo. Yo estoy aquí para ayudarte con las decisiones.

Alfredo decidió ir hacia las cajas. Le molestaba ese momento en que Patricia se ponía austríaca. Su padre era austríaco, su madre no tanto, había nacido en Viena pero seguramente porque sus padres habían llegado allí no sabía de dónde. Averiguar más de los Van der Garde era tarea imposible.

Daba miedo ese tono fuerte, marcando todas las consonantes, que adquiría su voz cuando ordenaba. Los socios valencianos, maldita la hora. Pero ¿quién no los tenía en la segunda mitad del 2000? Mientras Barcelona se emperraba en elegir políticos nacionalistas, la derecha española inyectaba de dinero la otra ciudad mediterránea y ese chorro de dinero bien puede ir a parar a los proyectos de un cocinero joven con propósitos. ¿Cómo se guisaba todo esto? Recordando a los curas, se decía Alfredo. Un cocinero se parece mucho a un cura: siempre guarda un secreto.

—No me gusta cuando estás tan callado —interrumpió la voz de Patricia.

—Ni a mí cuando te pones austríaca —contestó él, desembalando uno de los platos cuadrados. Completamente cuadrados.

Alfredo vio claramente en su mente aquel restaurante en Manhattan, al lado del que llevaba Plácido Domingo, con aquellos platos cuadrados que quedaban manchados por las salsas que no podían resbalar bien por sus superficies. Un crítico había escrito: «Los platos cuadrados convierten estos manjares españoles en cuadros de Georgia O'Keefe desdibujados por la lluvia en el desierto.» —Son horribles —remarcó Patricia.

—Y aunque no te guste lo de «momentos», exclaman «Momento dos mil siete».

Tenían una escritura detrás: «La tradición valenciana al servicio de la modernidad, Copa América de Vela 2007, Valencia en el Mundo.» —Un postre —el hablar de Patricia crecía en consonantes y se hacía más crispado, rápido y atonal—, tendrías que inventarte un postre, tienen la dimensión perfecta para un trozo de pudding y un helado, o una mousse...

—Odio la mousse, odio el postre y odio los postres de última hora. Íbamos a servir un alaska en vasitos de degustación.

—Pues ahora será sobre estas reinas falleras, Alfredo.

—Patricia, ¿por qué tiene que ser así?

—Porque han puesto hasta el dinero de los manteles, Alfredo. ¿Tú crees que cualquier persona instala un restaurante en pleno Londres en menos de un mes?

Respiraron hondo, al unísono. Algo de lo que habían dicho les dejaba sin respiración. Solo les aliviaba no haber mencionado a Marrero, una vez más detrás de cualquier movimiento opaco.

—Nunca me gustó la idea de estos socios.

—Sin ellos no estaríamos aquí y punto, Alfredo.

—Tampoco me gusta cuando te pones austríaca. Nunca me gustó la Patricia sargento.

Patricia comenzó a sacar los platos y colocarlos en la encimera. Volvió a respirar hondo y Alfredo la rodeó. Se besaron, se abrazaron y miraron el restaurante vacío, la cocina, las ventanas y la calle llena de gente bien vestida con caras tristes.

Nueva York quedaba definitivamente atrás minutos antes de inaugurar Ovington. Allí llegaron a tener hasta veinte personas trabajando en la cocina. Aquí eran solo cuatro. Vuelta a las raíces. Cuando empezaron en esto, diez, doce años atrás, ser cocinero era lo más chic del mundo. El principio del boom. Curioso, pensaba Alfredo frente a su reino, como había dicho Patricia, curioso cómo cada década tiene un oficio que parece el no va más. En los ochenta, todo el mundo fue diseñador, de ropa, de interiores, gráfico, de gafas, de posturas para hacer
vogueing
en las fiestas. En los noventa, algunos de los que fueron diseñadores en la década anterior se volvieron cineastas. Todo el mundo hizo una película o un cortometraje sobre algún país con hambre, alguna guerra en los Balcanes, o películas publicitarias que eran como se empezó a llamar a los repetitivos anuncios en esa década. Y en los 2000, él y los hermanos Casas hicieron apetecible ser cocinero.

En la sala Patricia revisaba las mesas y que los manteles que las cubrían cayeran bien, que no faltara ningún cubierto, que cada servilleta estuviera bien doblada y cada plato a una distancia cómoda del siguiente.

La puerta se abrió a las ocho en punto, los dos al unísono recibieron una fila muy ordenada, muy británica, de invitados.

Alfredo se encontró en la cocina con Lucía Higgins. Totalmente disfrazada de señora británica que conserva un palco en la ópera.

—Sabes que soy una de tus acérrimas, bello Alfredo. Qué maravilla de sitio, qué estupenda decoración...

—Viniendo de ti, Lucía, que has decorado las mejores embajadas españolas...

—Oh, pero sin ningún talento, Alfredo. Con muy buenos presupuestos, sin duda, pero es ahora cuando todos tenemos que demostrar si de verdad tenemos talento, ¿no te parece?

—Hay que saber aprovechar los momentos que nos exigen soluciones —observó él.

—No me hables como un político, que conozco muchos, Alfredo —contestó Lucía.

Tenía la voz más ronca, cincuenta camino a sesenta supervisados magistralmente, ni una arruga fuera de lugar. Higgins, Higgins la Pepito Grillo, la sombra perseguidora. Alfredo no la quería tan cerca allí en la cocina, no le gustaba que la gente le espiara ni mucho menos hacer presentaciones. Pero en esto Higgins no necesitaba segundos, lo hacía divinamente ella misma. Famosa por ser cercana a los famosos, Lucía Higgins comenzó su carrera social en una fiesta en el Instituto Hispano de Nueva York a la que acudió invitada por una biblia del corazón y con el encargo de cubrir la fiesta aprovechando que en breve tiempo sería la cónsul. Eran los últimos ochenta, muchas cosas se explican con decir esa frase. Delante de un número indeterminado de millonarios y pseudo millonarios latinoamericanos exclamó: «¡En esta fiesta no hay nadie!», lo que pasó a convertirse en la frase con la cual era señalada en cualquier celebración en la que estuviera. Patricia la imitaba muy bien: «¡En esta fiesta no hay nadie!» —Patricia, por cierto —decía ahora Lucía—, está divina, como siempre, claro. Pero ¿qué es toda esta chorrada de haber dejado Nueva York porque estaba lleno de españoles si esta noche, de los sesenta que estamos aquí, cincuenta lo somos?

—Los españoles hemos recuperado nuestro espíritu conquistador —dijo alguien que parecía el embajador. Patricia intentaba acercarse a Higgins para que no siguiera importunando a Alfredo.

—No hemos parado de viajar en los últimos veinte años —dijo un caballero corpulento, voz grave, Patricia no alcanzaba a verlo bien. Estaba bastante ocupada en que Alfredo pudiera cocinar tranquilamente—. Tanto viajar y tan poco construir en el propio país —continuaba el caballero corpulento, quizá gordo—. Si pusiéramos todo el dinero que nos hemos gastado en viajes en una cuenta de ahorro, sorteábamos la crisis —concluyó.

Higgins se plantó frente a Patricia.

—Vamos a disfrutar mucho las dos, los tres, de este portentoso éxito. Yo nunca me equivoco, Patricia y este restaurante tiene el éxito escrito en cada rincón.

Patricia agradeció como pudo el cumplido.

—¿Sabes qué pienso? Gente como tú y Alfredo, Patricia, gente como vosotros, habéis nacido en el siglo equivocado. Vosotros erais para nacer en el Renacimiento, no en esta debacle sin soluciones. No hay sensibilidad. No hay nada, vivimos en la nada. —Por fin se alejaba, como si acabara de cantar el aria de La Reina de la Noche en
La flauta m
á
gica
y necesitara cambiarse de traje para otra función. Patricia mantuvo su sonrisa de anfitriona hasta verla acomodarse en su mesa, donde todos se levantaron para recibirla. Eran los amigos valencianos de David. Caballeros jóvenes pero vestidos como señores de algún país sin nombre, gemelos que estrujaban los puños de sus camisas, corbatas que les dejaban sin aire. Rayas diplomáticas muy marcadas. Zapatos italianos muy brillantes. Eran los que habían enviado los platos. Y la Higgins allí, en medio de todo, como el lazo gigante en la caja ídem del regalo más equivocado.

La Modelo no había venido sola, en realidad su caravana de colgados aseguraría que la inauguración tendría cierta presencia en las crónicas sociales de los días siguientes. Estaba también la actriz que la acompañara a la fiesta del rascacielos, muy nerviosa, agitada, hablando de un papel que acababan de ofrecerle para empezar a ensayar en enero. Y, asimismo, un fotógrafo vestido con un esmoquin muy entallado. La Modelo le hablaba haciendo poses que él desdeñaba, no tendría más de veinticinco años y Alfredo, ahora otra vez desde la cocina, pensaba que seguramente jamás habría visto
Blow
Up,
o que de haberlo hecho desdeñaría el filme diciendo que «había envejecido mal». Odiaba esa expresión. Para él un plato jamás envejece, simplemente desaparece. La comida puede pudrirse o caducar, pero decir algo así de una película le parecía tan mezquino...

Patricia tomó el iPod y lo llevó hasta la sala. «Lisztomania», de Phoenix, y Alfredo se recordó con Patricia en una fiesta a principios de la pasada primavera, bailando y cantándola. Se puso a hacerlo allí mismo. «Oh, tu feliz fin de semana que termina, un amor tan solo para los caballeros, los ricos, privilegiados caballeros, Lisztomania, arrepentirse de verte crecer, no fácil de ofender.» Le encantaban esos franceses, esas letras tan locas y ese sonido rockero y noventero. Alzó la vista hacia la sala, le estaban contemplando y le afloró esa vena suya exhibicionista. Ya empezaban a circular los platos del menú de inauguración, era el momento de crear esa locura necesaria en todo estreno. Desbocar la fiesta. Remarcó los pasos, actuó un poco para interpretar las palabras. «De la misa a las masas, como un paseo, sin corazón que dejar», iba siguiendo el crescendo de la canción, la percusión ascendiendo por todo el vidrio del local. Comenzaban a aplaudir y algunas mesas a seguir el ritmo del baile feliz, aparentemente feliz de Alfredo. La sala era, sí, un anuncio, pero no de un producto determinado sino de una ciudad que deseaba pasárselo bien. Cierto que a lo mejor por última vez, pero ya llevaban varias últimas veces. Alfredo terminaba el paseo y volvía a protegerse detrás de los vidrios. «Lisztomania, arrepentirte de verte crecer...», empezarían los violines eléctricos y Alfredo se desmelenaría, el pelo sobre los ojos, viendo a Patricia en la sala, entre las mesas, un poco madame, un poco asustada. Era su momento, solo le miraban a él, haciéndose el loco, el loquito genial detrás del vidrio.

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