El águila de plata (19 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

Brennus también lo notó. Resoplando, levantó la mano para tocar la empuñadura de la espada larga que llevaba colgada a la espalda. En combate abierto, seguía siendo su arma preferida.

—¿Qué es eso? —susurró Darius. Estaban muy cerca de los barracones.

Se quedaron inmóviles y aguzaron el oído.

Oyeron un sonido débil. No cabía la menor duda de que eran los gemidos de un hombre herido. Un superviviente.

Con el extremo de la espada, el parto abrió la puerta endeble, que emitió un sonido hueco al golpearse contra el muro. El suelo del interior estaba resbaladizo por la sangre. Marcas de arrastre conducían hacia las pequeñas habitaciones compartidas por los
contubernios
, de ocho hombres. Teniendo en cuenta que en el fuerte sólo había media centuria, éste contaría con cinco estancias pequeñas y una mayor para el
optio
al mando. Darius arrugó el rostro en señal de desagrado e hizo un gesto con la cabeza hacia Romulus, Novius y otro soldado.

—¡Vosotros tres, a la izquierda! —ordenó—. Nosotros iremos a la derecha. —Entró acompañado de Optatus y un quinto legionario.

Brennus se quedó fuera.

Romulus sujetaba con fuerza el mango de hueso de la espada. «¡Júpiter, el mejor y más grande —pensó—, protégeme!» Las
caligae
resonaron en el estrecho pasillo mientras Romulus iba en cabeza y los demás lo seguían un paso por detrás. Todos llevaban los escudos alzados, los
gladii
preparados. Era plenamente consciente de que tenía a Novius detrás y la espalda desprotegida.

—No te preocupes, esclavo —susurró el veterano—. Quiero verte la cara cuando mueras.

Romulus giró en redondo y lo miró enfurecido. Tenía ganas de terminar con la
vendetta
ahí mismo.

—¿Habéis encontrado algo? —bramó Darius con una voz extraña.

La pregunta rompió el hechizo.

—Todavía no, señor —respondió Romulus. Se volvió, y la voz se le quedó apagada en la garganta al llegar a la primera habitación.

No hacía falta preocuparse por que se pudiera producir un .naque. En todas las habitaciones había exactamente lo mismo: cuerpos mutilados con las extremidades colocadas en ángulos imposibles amontonados de cualquier manera. Habían arrancado la ropa a todos los legionarios, las cotas de malla y las desbastadas túnicas rojizas estaban tiradas por el suelo. La sangre coagulada formaba grandes charcos alrededor de los cuerpos inmóviles y las pilas de ropa.

Incluso Novius expresó su repugnancia:

—¿De qué le sirve esto a un enemigo?

—Escitas —dijo Romulus con tranquilidad. Tarquinius le había hablado de sus costumbres bárbaras.

—¡Putos salvajes!

Todos los cuerpos estaban mutilados de la misma manera, decapitados y parcialmente despellejados. A los pechos, espaldas y piernas les faltaban tiras de piel y no había ni rastro de las cabezas de los soldados. Romulus sabía por qué. Según Tarquinius, los escitas medían la valentía de un guerrero por la cantidad de cabezas que traía después de una batalla. También utilizaban la parte superior del cráneo de los enemigos como recipientes para beber, las revestían de cuero e incluso las doraban; mientras que destinaban la piel para toallas y los cueros cabelludos para pañuelos decorativos en las bridas de los caballos. Romulus sintió repugnancia ante tal grado de salvajismo. Respirando por la boca, se dio cuenta de que no olía casi nada. Aunque estaba claro que aquellos hombres llevaban muertos más de un día, el frío extremo había evitado la descomposición.

—¿Por qué los metieron aquí dentro? —preguntó Novius.

Romulus lo miró con desprecio. La respuesta resultaba obvia.

Entonces el veterano cayó en la cuenta:

—Para que no hubiera nubes de buitres sobrevolando la zona.

El otro asintió.

De repente, había algo más en juego que su disputa.

Se volvieron al unísono y corrieron a buscar a Darius. Habían caído en una trampa. Seguro que ahora estaba a punto de accionarse.

El trío encontró a su comandante de rodillas en la habitación del
optio
. El hombre alzó la mirada cuando entraron, el rostro contraído por la rabia. El oficial subalterno que yacía entre sus brazos no había recibido el mismo trato que los demás. Sorprendentemente, seguía vivo. Era un hombre fuerte de treinta y pocos años al que habían cortado el cuero cabelludo y despellejado por completo. Apenas consciente, unos temblores incontrolables le recorrían todo el cuerpo sangriento y destrozado. No le quedaba mucho.

—Señor… —empezó a decir Romulus.

—Fingieron ser un grupo de comerciantes. Entraron en el fuerte y luego sacaron las armas que llevaban escondidas —gruñó Darius—. ¡Esos putos cabrones escitas!

Aquello tenía sentido, pensó Romulus. Pero no había tiempo que perder.

—Señor. Ocultaron a los hombres aquí para que los buitres no nos pusieran sobre aviso.

—Por supuesto —dijo el parto con voz entrecortada—. Y nosotros hemos mordido el anzuelo, como unos perfectos imbéciles.

—Será mejor que salgamos de aquí, señor —propuso Novius mientras los músculos se le retorcían de la impaciencia.

Darius asintió enérgicamente.

—¿Y esta pobre criatura? —preguntó.

—Habrá que darle una muerte de guerrero —dijo Novius.

En vez de dejar que los malheridos murieran en agonía, los soldados romanos realizaban siempre un último acto de clemencia.

—¡Yo lo haré, señor! —La voz de Romulus resonó con fuerza en el pequeño espacio.

Novius y Optatus empezaron a protestar: los esclavos no podían realizar esa tarea. Pero la mirada de advertencia de Darius acalló sus objeciones.

—Este hombre se ha ofrecido voluntario —dijo, pensando que también ellos querían tener ese honor—. ¡Fuera!

A los malévolos legionarios no les quedó más remedio que obedecer. Le hicieron el saludo resentidos y se marcharon, con los otros dos soldados a la zaga.

—¡Que sea rápido! —Darius, que tumbó al
optio
mutilado con cuidado, le pasó la mano por la frente a modo de bendición y salió de la habitación dando grandes zancadas.

Romulus se le acercó alzando el
gladius
. Estaba bien que aquella muerte fuera para él. Darius no era romano, mientras que Novius y Optatus eran hombres malvados que no debían acabar con la vida de ningún hombre. Los dos últimos no se habían ofrecido voluntarios, por lo que le tocaba a él dar al
optio
un traspaso digno a la otra vida.

El hombre abrió los párpados y se miraron fijamente. Los dos sabían lo que iba a pasar.

A Romulus le embargó la admiración. No veía miedo en el rostro del
optio
, sino una calmada aceptación.

—Señor —dijo—. El Elíseo os espera. —Los hombres valientes iban al paraíso de los guerreros.

Hizo un único asentimiento de cabeza.

Con cuidado, Romulus ayudó al hombre a incorporarse. Emitió un grito ahogado involuntario, que reprimió rápidamente. «El menor movimiento debe de resultarle agonizante», pensó. Sentía una profunda compasión.

—Me llamo Aesius.
Optio
de la segunda centuria, primera cohorte, Vigésima Legión —consiguió decir el oficial herido. Miró a su alrededor con ojos inquisidores—. ¿Y tú te llamas…?

—Romulus, señor.

Aesius relajó el rostro crispado.

—Un hombre debe saber quién lo envía a los cielos —repuso.

Del exterior llegaban el chocar de armas y la voz de Darius, que bramaba órdenes. Los escitas habían atacado.

—Tus camaradas te necesitan —dijo Aesius.

Romulus se arrodilló y cogió el antebrazo sangriento de Aesius para hacer el saludo de los guerreros. El débil
optio
apenas pudo corresponderle, pero Romulus entendía lo mucho que aquel gesto significaba para él.

—Id en paz —susurró.

Se colocó detrás de Aesius, que bajó la barbilla al pecho. Así dejaba al descubierto la nuca. Sujetando la empuñadura del
gladius
con ambas manos, Romulus la alzó en el aire con el extremo afilado apuntando hacia abajo. Sin pensárselo dos veces, lo hundió en la médula espinal de Aesius y se la partió en dos. La muerte fue instantánea y el cuerpo desfigurado del
optio
se desplomó al suelo en silencio.

Ya podía descansar en paz.

Afligido, Romulus observó la silueta boca abajo que tenía a sus pies. Pero la ira enseguida sustituyó a la pena. Cuarenta hombres buenos habían sido mutilados sin motivo. Y en el exterior morían más. Espada ensangrentada en mano, se giró y salió corriendo del edificio. Los demás ya habían desaparecido, por lo que Romulus esprintó hacia la puerta. El chocar de armas se mezclaba con los gritos de los hombres, el ruido de los cascos de los caballos y las órdenes que Darius profería. La batalla se había iniciado. Deseando que Tarquinius estuviera presente, Romulus salió del fuerte y se encontró con una escena de caos total.

Las dos centurias se mantenían firmes en formación de testudo parcial.

Numerosos grupos de escitas galopaban más allá de ellos, arrojando flechas a los legionarios mientras se desplazaban adelante y atrás. A Romulus aquello le recordaba a Carrhae. Pero los hombres barbudos y tatuados no vestían como los partos, con capas de pelo de marmota o de lana, pantalones de lana oscuros y botas de fieltro hasta la rodilla. Pocos de los arqueros de piel oscura que iban a caballo llevaban armadura; sin embargo, iban armados hasta los dientes con hachas cortas, espadas y navajas, además de con arcos. Las monturas eran de un majestuoso color rojo intenso, y las sillas azules estaban profusamente adornadas con hilo de oro. Eran hombres más ricos que los jinetes que habían aplastado al ejército de Craso.

Romulus echó un vistazo a sus compañeros. Por suerte, el revestimiento de seda de los escudos seguía parando las flechas escitas. Las superficies ya estaban acribilladas. Pero se habían producido unas cuantas bajas. Había cuatro hombres heridos en la mitad inferior de las piernas. Otro debía de tener la vista alzada cuando lanzaron la primera ráfaga; yacía en la parte de atrás desprotegido, junto con los demás, y se contraía de forma espasmódica. Con una mano, sujetaba el asta de madera que le sobresalía de la garganta.

«Un muerto, cuatro heridos», pensó Romulus sombríamente. Y la batalla acababa de empezar.

Unos fuertes gritos volvieron a llamarle la atención. Casi al unísono, los cuatro legionarios habían empezado a agitarse con violencia con el rostro contraído por el dolor. Su reacción era extrema y confundió a Romulus. Todos ellos presentaban heridas superficiales. Entonces recordó.
Scythicon.

Tarquinius le había contado cómo se elaboraba el veneno. Primero se capturaban las víboras, que se mataban y se dejaban en proceso de descomposición. Después, había que esperar a que unos recipientes cerrados con sangre humana se pudrieran en estiércol. La mezcla final de serpiente podrida, sangre y heces formaba un líquido tóxico que mataba a las pocas horas de herir a un hombre. Eso implicaba que cada flecha escita garantizaba la muerte. ¿Cómo iba a salvarse Pacorus?

Pero, en ese momento, ésa era la menor de sus preocupaciones. Notó cierta punzada de temor en su interior. No quería morir gritando de agonía. Y esa misma sensación resultaba evidente en los rostros de los legionarios de las filas traseras. Los gritos de los heridos no servían precisamente para subirles la moral.

Había por lo menos cien figuras a caballo intentando arrinconarlos contra el muro de la fortaleza. Por suerte, unas cuarenta más yacían desperdigadas por el suelo, abatidas por la primera lluvia de jabalinas romanas. Darius, cauteloso antes de utilizar sus últimos proyectiles, aún no había ordenado otra ráfaga. No obstante, su último guardaespaldas usaba el arco de efectos letales. El parto se tomaba su tiempo y arrojaba flechas con muy buena puntería: mataba a un escita en cada lanzamiento. Pero sus esfuerzos pronto llegarían a su fin. La aljaba que llevaba en la cadera izquierda sólo contenía entre veinte y treinta astas.

—¡A la línea, soldado! —gritó uno de los
optiones
a Romulus.

Atisbo el cuerpo potente de Brennus al frente y se abrió paso a empujones para colocarse a su lado. Incluso de rodillas, el galo era más alto que los demás. Bajando el
scutum
para alinearse con el resto en el muro de escudos, Romulus se arrodilló sobre el frío suelo al lado de su amigo. Los hombres de la segunda fila sostenían los
scuta
formando un ángulo por encima de sus cabezas para proteger a los que estaban delante, mientras que los de atrás los cubrían a ellos. La formación en testudo era sumamente eficaz. La amargura de Romulus se suavizó débilmente. Sabían defenderse contra aquellos atacantes.

—¡Manteneos firmes! ¡Protegeos de sus flechas! —gritó Darius con el rostro sudoroso y expresión resuelta—. Que esos cabrones las agoten. Nos quedaremos dentro del fuerte y por la mañana podremos salir de aquí.

Al oír esas palabras se produjo una gran ovación. No todos serían víctimas de las flechas envenenadas.

Romulus se volvió hacia Brennus.

—No puede ser tan sencillo —musitó—. ¿Verdad?

—Lo dudo —replicó el galo frunciendo el ceño.

—No hay suficientes guerreros para aniquilarnos.

No había más a la vista, y estaba claro que Darius pensaba que los jinetes que corrían de un lado para otro eran sus únicos atacantes.

Los nómadas debían de haber oído hablar de la protección de seda que llevaban en los escudos, pensó Romulus. La noticia del arma secreta de la Legión Olvidada había circulado rápidamente por la región fronteriza, lo cual significaba que la mayoría de las tribus recelaba de atacar a no ser que fueran muy numerosos. Ningún líder podía pensar que cien arqueros a caballo conseguirían detener a dos centurias que marchaban hacia la libertad. Endentecerías, sí. Aniquilarlas, no. Y, si los mensajeros de Darius conseguían transmitir el mensaje, en la tarde del día siguiente llegarían los refuerzos. ¿Qué estaba pasando?

Romulus atisbo por encima del borde de hierro del escudo, mirando de izquierda a derecha rápidamente. En la retaguardia del enemigo había un grupo reducido de escitas que dirigían la operación, pero no había ni rastro de más guerreros. «¡Ayúdame, Mitra!» Respiró hondo con sensación de incertidumbre cuando se vio obligado a mirar hacia arriba, por encima de los jinetes que pululaban por allí. Un cielo azul despejado. Unas pocas nubes en el horizonte. Una ligera brisa procedente del norte. Atraídos por la lucha, los buitres ya habían empezado a sobrevolarlos en círculo. Romulus reflexionó un buen rato sobre lo que veía. El miedo lo atenazaba pero, al final, se convenció.

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