El águila de plata (29 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

El movimiento que advirtió en una gran llanura le llamó la atención y voló más bajo, sin ser vista por los dos ejércitos que se observaban mutuamente desde una posición intermedia de seguridad. A lo largo de un lado del campo de batalla discurría un río, el más ancho que había visto jamás. Entonces a Fabiola le quedó claro que aquello no era Italia y que estaba muy lejos de tierra conocida.

El combate pronto empezaría; sin embargo, por el momento, los generales intentaban calibrar los puntos fuertes y débiles del enemigo, mientras los soldados rezaban y se secaban el sudor de la frente húmeda. En poco tiempo empezarían a morir hombres. Teniendo en cuenta el terreno llano y el buen tiempo, a Fabiola le quedó claro que se producirían muchas bajas.

En las filas del ejército que tenía justo debajo, los rayos del sol se reflejaban en el metal. Como disfrutaba de una agudeza visual mucho mayor de la normal, enseguida encontró el origen de tal brillo. Lo que vio le pareció tan increíble que lo creyó imposible. Allí, entre las filas apelotonadas de soldados, Fabiola vio un águila de plata solitaria.

En una tierra lejana, un estandarte romano.

No podía tratarse de otra cosa. Con unas poderosas alas extendidas y un rayo dorado entre los talones, llevada por un hombre tocado con piel de lobo, era el símbolo talismánico que llevaba a combate a todas las legiones. Fabiola escudriñó las figuras que rodeaban al águila de plata y entonces vio los cascos cóncavos de bronce con penacho, los
scuta
alargados y ovales que llevaban, las filas perfectas que formaban. ¿Se trataba de legionarios romanos? Pero no todo acababa de encajar. En vez de
pila
, muchos hombres llevaban lanzas largas y pesadas, y los tachones de los escudos de metal, cubiertos por una tela. Los oficiales que había a los lados de cada unidad también parecían fuera de lugar, con arcos y unos extraños sombreros cónicos, además de túnicas bordadas y pantalones. Si eran legionarios, no se parecían en nada a los que había visto hasta entonces.

Confusa, Fabiola había empezado a alejarse de las fuerzas que tenía debajo cuando la imagen poderosa de un enorme guerrero con trenzas le vino a la mente. Iba flanqueado por un hombre esbelto y rubio armado con un hacha doble. En lo más profundo del alma de la joven se despertaron ciertos recuerdos, que se esforzaban por emerger en la conciencia del cuervo. Entonces le quedó claro. El galo estaba allí. Con otro guía. El corazón de Fabiola se llenó de dicha.

«¡Romulus podría estar vivo!»

Pero no tenía tiempo de buscarlo.

—¿Qué haces aquí? —exclamó una voz airada.

Alguien cogió a Fabiola y le convirtió el ala en mano.

«¡No! —pensó con desesperación—. ¡Déjame aquí! Gran Mitra, déjame encontrar a mi hermano. Verlo, en persona.» Fabiola se apartó y recuperó su forma habitual aprovechando una corriente de aire propicia. Libre durante doce segundos, recorrió el terreno abierto hasta el centro de la llanura, horrorizada al ver que el otro ejército superaba con creces al de los romanos. Los soldados de infantería, provistos de todo tipo de armas conocidas, iban flanqueados por escaramuceadores. Había miles de arqueros, tanto en carro como a caballo. Lo peor de todo era que tres escuadrones de enormes criaturas blindadas de color gris esperaban en medio del enemigo, agitando las orejas, con unas largas trompas y colmillos espantosos con los extremos de metal que les conferían un aspecto incluso más temible. Debían de ser elefantes, pensó Fabiola. Cada uno de ellos transportaba a dos o tres arqueros en sus anchos lomos; aquellos animales eran el azote que llenaría de terror el corazón de los soldados más valerosos. ¿Quién demonios podía enfrentarse a ellos? Fabiola volvió a mirar a los soldados romanos, que tan valientes y preparados le habían parecido cuando sobrevolaba sus cabezas. Ahora, ante el imponente ejército de enormes bestias, le parecían enclenques e insignificantes. La batalla sólo podía librarse con un resultado.

Embargada por la pena, Fabiola no consideraba que el dios pudiera ser tan cruel. Dejarle descubrir que Romulus podía estar vivo y mostrarle el instrumento de su destrucción era más de lo que ella podía soportar. Su respuesta fue inmediata, instintiva.

Recogió las alas, bajó la cabeza y apuntó el pico hacia abajo, directo al elefante que iba en cabeza. El aire silbaba por el paso de Fabiola y volvía su silueta todavía más aerodinámica.

Bajó y bajó y bajó en picado.

Fabiola enseguida se situó lo bastante cerca para ver las arrugas de la gruesa piel del animal y los arcos con curvas pronunciadas que llevaban los hombres a lomos de él. Quizá pudiera quitarle un ojo e iniciar un rastro de muerte entre sus hombres. La caída era inmensa, fatal en potencia, pero a Fabiola ya le daba igual. Cualquier cosa era mejor que aquel dolor. Cayendo en picado como una piedra negra, mientras la rabia le escocía en el corazón, se dejó caer en el olvido.

Esta vez la sujetaron por ambos brazos. Los gritos inundaron sus oídos.

Fabiola no pudo evitarlo. Pese a sus intentos desesperados, la llanura repleta de hombres armados desapareció. Abrió los ojos llorando lágrimas de frustración y desespero.

Volvía a estar en la cámara subterránea, repleta ahora de veteranos. Dos le inmovilizaban los brazos, mientras que Secundus permanecía a un par de pasos de distancia, temblando de ira.

—¿Qué has hecho? —gritó—. ¿Te salvamos el puto pellejo y nos lo agradeces profanando nuestro templo?

Fabiola miró a los hombres que la sujetaban. Ambos tenían la misma expresión furiosa. Lo que con anterioridad había sido suspicacia se había convertido en legítima indignación.

—Lo siento —susurró Fabiola, rebosante de desdicha.

—Con eso no basta, ni mucho menos —repuso Secundus con gravedad—. Debes ser castigada.

Sus hombres se mostraron de acuerdo con un gruñido.

—Y sólo hay un castigo —añadió.

Capítulo 12 Pacoras

Margiana, invierno de 53-52 a. C.

—¡Alto!

El gritó reverberó en el espacio limitado del patio.

Sorprendido, Vahram se detuvo y giró la cabeza. Consciente a medias de lo que ocurría, el arúspice siguió su mirada.

Ishkan estaba enmarcado en la entrada. Las antorchas que sus hombres sostenían en el aire iluminaron la sangrienta escena. La nieve en torno a Tarquinius estaba manchada de sangre. Al centurión jefe delgado y de mediana edad pareció repugnarle lo que vio.

—¿Qué haces? —espetó.

—Azoto a esta serpiente para sacarle información —repuso Vahram, enfurecido porque lo molestaban—. Está tramando algo contra nosotros.

—¿El comandante ordenó esto? —preguntó Ishkan.

—¡Pues claro! —fanfarroneó Vahram.

—¿Y dijo que matarais al arúspice?

—Si fuera necesario, sí —farfulló el
primus pilus.

Ishkan arqueó las cejas.

—¿Dónde está Pacorus, entonces? —Miró en derredor—: Lo normal sería que estuviera mirando.

—No se encuentra lo bastante bien para permanecer en el exterior demasiado tiempo —dijo Vahram con gran frialdad—. Y yo soy su lugarteniente.

—Por supuesto que sí, señor —respondió Ishkan con expresión suspicaz—. Pero vayamos a preguntarle, ¿no?

A Vahram le entró el pánico cuando vio que su artimaña sería descubierta en cuanto Ishkan despertara a Pacorus. Se alejó del cuerpo lánguido de Tarquinius y bloqueó la puerta de entrada a la cámara.

El centurión jefe de pelo oscuro frunció el ceño. Levantó una mano y sus seguidores alzaron de inmediato las armas.

El trío de hombres de Vahram lo miraron para que les diera instrucciones, pero Ishkan marchaba al menos con una docena de guerreros, todos ellos armados con arcos. A no ser que quisieran morir, no había nada que hacer aparte de ver cómo acababa aquel trance. Se relajaron y apartaron la mano de la empuñadura de la espada.

Superado por una estrategia mejor, el
primus pilus
frunció el ceño y se hizo a un lado.

Ishkan abrió la puerta y dejó a sus guerreros vigilando a Vahram. No tardó mucho en salir.

Pacorus, tembloroso, salió a la luz envuelto en una manta y apoyado en el centurión jefe.

Vahram maldijo entre dientes. La situación se le estaba escapando de las manos. Tenía que haber matado al dichoso arúspice.

Pacorus contempló el rostro y el cuerpo ensangrentados de Tarquinius con emociones encontradas. La salud del arúspice le preocupaba poco, pero valoraba sus habilidades. Además, no le gustaba que sus inferiores actuaran sin su autoridad directa. Al final, la ira se apoderó del rostro gris y delgado del comandante.

—¿Qué tienes que decir sobre esto? —espetó a Vahram.

Los ojos del
primus pilus
se dirigieron a Tarquinius. Aunque su palabra valiera más, Pacorus sospecharía de él si el arúspice mencionaba sus planes.

Poco consciente de lo delicado de la situación, Tarquinius emitió un gemido incoherente y dejó que un escupitajo sangriento le chorreara por la boca.

No demasiado convencido, Vahram tomó una decisión rápidamente. Confió en que Tarquinius no estuviera en condiciones de hablar.

—Entré para ver cómo estabais, señor. Encontré al hijo de puta agachado junto al fuego murmurando vuestro nombre.

Consciente de que había estado dormido mientras Tarquinius hacía lo que hubiera estado haciendo, Pacorus inspiró nervioso. Había experimentado de primera mano los poderes aterradores del arúspice.

—¿Ha dicho por qué?

—No, señor. —Vahram negó con la cabeza enfadado—. Ni una palabra.

—¿Y no se te ocurrió consultarme? —respondió Pacorus—. ¿Intentaste evitar que otro centurión jefe me advirtiera del asunto?

—No quería molestaros —arguyó Vahram con un hilo de voz.

Con un bufido desdeñoso, el comandante se marchó arrastrando los pies. Ishkan lo siguió solícitamente.

Tarquinius alzó la cabeza para mirar a Pacorus a la cara. Tenía unas profundas ojeras grisáceas por culpa del agotamiento, y la nariz rota se le había hinchado sobremanera. La quemadura de la mejilla estaba en carne viva y supuraba. Sorprendentemente, a pesar de las heridas, seguía rodeándolo un halo de misterio.

Pacorus se estremeció al ver el estado en que se encontraba el arúspice. Era el hombre que le había salvado la vida y no un desagradecido. Sin embargo, no existía una relación de confianza entre ambos.

—¿Y bien?

Tarquinius movió bruscamente la cabeza para indicar a Pacorus que se le acercara.

Ishkan frunció el ceño con desconfianza, pero no intervino. Atado y medio muerto, el arúspice no suponía ninguna amenaza. No obstante, Vahram no estaba nada contento.

—Lo que yo decía era su nombre —susurró Tarquinius—. El
primus pilus
enseguida quiso saber por qué. Si se lo hubiera dicho, me habría matado.

—Parece que lo va a hacer de todos modos —respondió Pacorus con sequedad.

—Sí, señor —repuso el arúspice con voz entrecortada—. Y estaba a punto de venirme abajo cuando llegó Ishkan. No confiéis en él.

Pacorus volvió a mirar a Vahram, quien inmediatamente fingió perder interés.

—¿Por qué no?

—Quiere liderar la Legión Olvidada.

El comandante se puso tenso.

—¿Tienes alguna prueba?

Tarquinius todavía podía arquear las cejas.

Pacorus se dio unos golpecitos en los dientes con el dedo mientras pensaba. No le sorprendía que el
primus pilus
quisiera usurparle el cargo. Pero, para Tarquinius, también era una forma sencilla de sembrar las semillas de la duda y la desconfianza entre sus captores.

El arúspice, exhausto, le leyó el pensamiento.

—¿Dónde están vuestros hombres? —preguntó con voz queda.

Pacorus se asustó al echar un vistazo al patio y no ver a ninguno de sus guardaespaldas. Aquél era el detalle más significativo hasta el momento.

—Vahram los echó.

Pacorus no respondió a la insinuación de Tarquinius, pero se le contrajeron los músculos de la mandíbula. ¿Cuál era la mejor solución? Vahram gozaba de popularidad en la guarnición parta y ejecutarlo de plano resultaría arriesgado. Saltaba a la vista que Ishkan le era leal, pero ¿podía confiar en el resto de centuriones jefe? Aunque todavía no estaba del todo recuperado, empezaba a comprender la facilidad con la que podrían haberlo matado. Ocultando sus emociones, Pacorus se dirigió
primus pilus.

—Ha sido una estupidez ir tan lejos —se quejó—. Él es útil a su manera.

—Lo siento, señor. —Vahram esperó a ver si había más.

—Quiero que supervises los turnos de centinelas durante los próximos tres meses —ordenó el comandante—. Considérate afortunado por no ser degradado.

Vahram hizo el saludo, encantado de que el castigo fuera tan leve. Tarquinius no había revelado nada, así que podía seguir conspirando contra Pacorus.

El sonido de unos pasos que corrían por el paseo los interrumpió. El centinela dio la orden de alto y obtuvo la respuesta adecuada. Entonces, el portón principal se abrió.

Pacorus observó a Ishkan, que se encogió de hombros. Vahram parecía igualmente asombrado.

La tormenta había amainado. Tarquinius no podía determinar nada relevante en lo que veía. Estaban todos a oscuras.

Al cabo de unos momentos, un legionario envuelto en una capa apareció en el patio, acompañado de uno de los guerreros partos que vigilaba las dependencias de Pacorus. Ambos hicieron el saludo y se pusieron firmes.

—¿Qué ocurre? —gritó Pacorus con impaciencia.

—Es uno de los centinelas de la puerta principal, señor —dijo el parto—. Algunos de los hombres de Darius han regresado.

Un sudor frío empapó la frente de Tarquinius. Al igual que él, Romulus y Brennus servían en la cohorte de Darius. ¿Dónde habían estado?

Confuso, el comandante se volvió hacia Vahram.

—Hace dos días envié a una patrulla, señor —explicó el
primus pilus
—. No teníamos noticias del pequeño fuerte del este.

Satisfecho, Pacorus indicó al legionario que hablara.

—Acaban de regresar tres hombres, señor —balbució.

—¿Mensajeros?

—No, señor. —Se produjo una pausa—. Supervivientes.

Todos los oficiales de alto rango emitieron un grito ahogado. Tarquinius consiguió guardar silencio, pero tenía la mirada clavada en el centinela.

—Cuando llegaron al fuerte, la guarnición ya había sido masacrada, señor. Más saqueadores escitas, según parece.

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