El águila de plata (49 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La expresión de Tarquinius cambió, se tornó más sombría.

Romulus se armó de valor.

—Fabiola sí —dijo Tarquinius finalmente—. Estoy seguro.

Lo embargó la alegría y sonrió.

—¿Y mi madre? —quiso saber.

El arúspice negó una vez con la cabeza.

El júbilo inicial de Romulus desapareció y se convirtió en tristeza. Sin embargo, la muerte de su madre no lo sorprendió demasiado. Aunque no era muy mayor cuando él fue vendido al
ludus
, Velvinna era de constitución menuda y delicada. Y la venta de sus hijos seguro que acabó de quebrarle el espíritu. El entorno increíblemente duro de las minas de sal, a las que Gemellus había prometido venderla, acababa a los pocos meses incluso con los hombres más fuertes. Esperar que hubiese sobrevivido más de cuatro años en semejante infierno viviente no era nada realista. Romulus la había mantenido viva en su imaginación porque eso lo ayudaba a superar su situación. Cerró los ojos y pidió a los dioses que cuidasen de su madre en el paraíso.

—¿Dónde está Fabiola en estos momentos? —Romulus casi se ahogó con las siguientes palabras—. ¿Sigue todavía en el burdel?

—No.

—Entonces, ¿dónde está?

—No estoy seguro —prosiguió Tarquinius—. Si veo algo más, serás el primero en saberlo.

Romulus suspiró mientras se preguntaba por qué Fabiola aparecía en el foro en la visión que había tenido. Tendría que esperar para conocer la respuesta.

En el cielo, el graznido discordante de las gaviotas les recordó la proximidad del mar: su posible camino de regreso a casa. El corazón de Romulus se llenó de alegría con ideas que antes le habían parecido inconcebibles.

Los maderos que tenían bajo los pies crujieron con los fuertes pasos que se acercaban a su posición.

El arúspice entrecerró los ojos, y los dedos de Romulus se acercaron al mango de su
gladius
. En este puerto exótico no tenían amigos, solamente enemigos en potencia. La voz ronca que los interrumpió era un tosco recordatorio de ese hecho.

Romulus no entendió las palabras, pero el tono enfadado plasmaba perfectamente la intención del hablante.

—Quiere saber qué hacemos en su muelle —susurró Tarquinius.

—¿Su muelle? —preguntó Romulus entre dientes, incrédulo.

El arúspice arqueó las cejas y reprimió una sonrisa.

Tenían de pie ante ellos a un bruto con los brazos en jarras. Llevaba un sencillo taparrabos y su bronceadísimo cuerpo estaba cubierto de cicatrices. Se le marcaban perfectamente los músculos en el pecho y en los brazos; en las dos muñecas llevaba tiras de cuero. A cada lado de aquel rostro ancho y sin afeitar le caían unas largas trenzas de grasiento cabello negro. La nariz rota resaltaba sus rasgos ordinarios y burdos. Repitió la pregunta.

Ninguno de los dos amigos respondió, pero los dos se levantaron. De pie frente al recién llegado, retrocedieron un par de pasos.

Una espada con una hoja muy curva sobresalía del ancho cinto que llevaba en la cintura. Los diminutos puntos marrones en el hierro revelaban que el recién llegado era marinero. O pirata. Sólo el agua salada afectaba al metal de esta manera, pensó Romulus. El idiota no sabía que engrasar el arma evitaba que se oxidase. O no le importaba.

Tarquinius levantó la mano en son de paz y pronunció algunas palabras.

La respuesta fue un gruñido enfadado.

—Le he dicho que sólo estábamos descansando —explicó el arúspice en voz baja.

—No parece que esa explicación sea suficiente —dijo Romulus entre dientes, fijándose en el lenguaje corporal del corsario.

—No —contestó Tarquinius con malicia—. Quiere pelea.

—Dile que no queremos problemas —dijo Romulus. No cabía duda de que ese bruto tenía amigos.

Tarquinius obedeció.

En lugar de apartarse, el hombre adoptó un aire despectivo y abrió aún más las piernas que parecían troncos. Ahora parecía un coloso deformado, de pie a horcajadas en el muelle.

Enfadado por la actitud amenazadora, Romulus dio sin querer un paso hacia delante.

—¡Mira! —lo avisó Tarquinius.

Romulus miró por encima del hombro de su adversario y vio que en la barandilla del amenazador
dhow
[1]
no lejos de allí, se apoyaban unos hombres sonrientes.

—¿Qué hacemos?

El arúspice observó dos gaviotas que graznaban y se peleaban por una jugosa presa. Estaba bastante convencido de que deberían ofrecer sus servicios como tripulantes en un navío mercante y no mezclarse con piratas como los que los estaban mirando. Pero mejor comprobarlo.

Romulus esperó mientras observaba al inmenso corsario.

El arúspice esbozó una sonrisa en su rostro lleno de cicatrices cuando, en el último momento, la gaviota más pequeña con el pico negro había arrebatado un bocado al pájaro mayor.

Y entonces todo sucedió muy rápido.

El adversario de Romulus se abalanzó sobre él e intentó sujetarlo con un abrazo de oso. Romulus se agachó por debajo de sus hombros, y le clavó el codo en la espalda. El fuerte golpe no produjo mucho más que un gruñido de ira, pero los mirones se rieron a carcajadas. Los dos se dieron la vuelta para enfrentarse cara a cara. Tarquinius aprovechó la oportunidad para apartarse del radio de la pelea.

Romulus sonrió. Una vez más, los sucesos se le escapaban de las manos. No iba a permitir que un matón cualquiera le propinara una paliza, aunque las consecuencias podrían ser graves. «Ten cuidado —pensó—. No vayas a herir al bruto.»

Esta vez el pirata se acercó más despacio. Apretó, iracundo, la mandíbula y deslizó los pies descalzos hacia delante por las tablas alabeadas y agrietadas. Romulus se agachó, dobló las rodillas y recordó los trucos sucios que Brennus le había enseñado. Dejó que el otro se acercase aún más. No podía equivocarse: existían pocos hombres más fuertes que Brennus, pero tenía un ejemplo ante él. Con un solo golpe suyo, Romulus sabía que caería y no se levantaría.

Estaban a dos o tres pasos de distancia y se miraban fijamente.

El pirata separó los labios agrietados y quemados por el sol y dejó ver unas hileras de dientes marrones y picados. Cerró los inmensos puños, listo para atacar. Por lo que a él concernía, Romulus se encontraba ahora dentro de su alcance. La victoria ya era suya.

El joven soldado amagó hacia la izquierda y, como esperaba, su adversario se alejó. Pero Romulus no siguió el movimiento con un puñetazo. Rápido como una centella, le propinó un rodillazo en la entrepierna. Se lo dio con todas sus fuerzas y la boca del pirata dibujó un «¡Oh!» de sorpresa y dolor. Se dobló y se cayó en el muelle con gran estrépito. Del cuerpo caído surgía un quejido quedo e inarticulado.

Romulus sonrió y se apartó satisfecho porque no había sido necesario herir al corsario de gravedad.

Con un poco de suerte, sus compañeros de barco se mostrarían comedidos.

Miró a su alrededor y vio que muchos de ellos se reían. Pero un número de hombres nada desdeñable parecía bastante disgustado. Agitaban enfadados los puños en su dirección. Un nubio negro como el carbón con zarcillos de oro miraba y esperaba el resultado. Se oían cada vez más insultos y hubo quien se llevó la mano al arma. Era el comienzo de un efecto de goteo. Al darse cuenta de que Tarquinius y él tendrían que acabar huyendo como cobardes, Romulus maldijo para sus adentros. Como una turba amotinada que se detiene antes de linchar a un inocente transeúnte, los piratas permanecían inmóviles; pero bastaría con que uno diera un paso para que todos saltaran la barandilla.

Romulus le hizo a Tarquinius un gesto hacia delante por encima de la mole descontenta. En cuanto lograsen salir del muelle y se mezclasen con la muchedumbre estarían a salvo.

Una mano grande alcanzó al arúspice, lo sujetó por el tobillo y casi lo hizo caer.

Al oír el grito de Tarquinius, Romulus se dio la vuelta y, de forma instintiva, le dio al corsario una patada en la cabeza. Un golpe con las tachuelas de las sandalias del ejército era un martillazo, así que el hombretón se desplomó inconsciente. El cuerpo rodó suavemente y, debido a su peso, cogió suficiente velocidad para llegar al borde del estrecho embarcadero y caer. Con un gran estruendo, impactó en el agua y se hundió de inmediato.

Horrorizado, Romulus miró hacia abajo, al agua turbia. No había sido su intención matar a su adversario, pero probablemente era lo que había hecho. Ya sólo veía la cadena de burbujas que ascendían hasta la superficie.

Con un incipiente rugido de ira, la tripulación entera del barco pirata saltó por la borda y echó a correr tras ellos. Los corsarios corrían por un embarcadero paralelo, pero no tardarían en cortar el paso a los dos amigos.

Tarquinius le agarró el brazo.

—Vámonos —dijo entre dientes—. ¡Ya!

—Si nos vamos, ese pobre cabrón se ahogará —protestó Romulus.

—¿Crees que a él le importaría lo que te pasase a ti? —replicó el arúspice—. Ya lo salvarán sus amigos.

—Cuando lleguen, será demasiado tarde.

No podía permitir que otro hombre muriese. Romulus se quitó el cinturón, respiró hondo y se lanzó al agua. Por segunda vez en poco tiempo, las burbujas de agua subieron a la superficie como una fuente.

Horrorizado, Tarquinius observaba sus movimientos. Pagó caro el momento de indecisión. Varios piratas ya habían alcanzado el final del embarcadero donde se encontraba. Con miradas maliciosas, caminaban arrogantes en su dirección a lo largo de los tablones, con las hachas y las lanzas en alto.

Romulus no sabía nada de eso. Nadaba hacia el fondo y miraba a derecha y a izquierda. Afortunadamente la visibilidad era buena, mucho mejor que en la superficie. Pero no veía nada. Las largas frondas de algas que crecían en el fondo amenazaban con enredarlo entre sus hojas. Romulus buscó en vano durante lo que pareció una eternidad, cuando de repente encontró una gruesa cuerda que bajaba en diagonal justo delante de él. Debía de ser la cuerda del ancla de uno de los barcos de la superficie. Romulus la sujetó con fuerza y se dio impulso para bajar más. Si no encontraba pronto al pirata, sería demasiado tarde.

Media docena de segundos más tarde, alcanzó una enorme ancla de piedra. Se estaba quedando sin oxígeno. «¡Mitra, ayúdame!», rezó desesperado.

Las trenzas morenas fueron lo que le llamó la atención. Como las algas que tenían alrededor, se balanceaban de un lado a otro con la corriente. Se acercó nadando y encontró al grandullón al alcance de la mano boca arriba y totalmente inmóvil. «No es buena señal», pensó. Agarró los largos cabellos con la mano izquierda, plantó los pies en el fondo arenoso y flexionó las rodillas. Con la ayuda de sus musculosos muslos, se impulsó hacia arriba con todas sus fuerzas. Parecía que la superficie estaba a kilómetros de distancia y el peso que tiraba de su brazo izquierdo era como un saco de plomo. Pero agarró al corsario por la barbilla y, lentamente, brazada a brazada, ascendieron.

Cuando las dos cabezas aparecieron en la superficie sucia y espumosa, se oyeron gritos de alivio.

La voz de Tarquinius era una de ellas.

A Romulus se le cayó el alma a los pies cuando vio que habían desarmado al arúspice y que éste se hallaba rodeado de corsarios. Pero no tenía tiempo para pensar; aunque le notaba el pulso en la muñeca, lo que sujetaba era un cuerpo flácido. Tenía los pulmones encharcados de agua. Sus compañeros se dieron cuenta de la situación y rápidamente tiraron una cuerda. Romulus la ató deprisa alrededor del pecho del pirata inconsciente y contempló cómo lo izaban hasta el embarcadero. Lo tumbaron boca abajo y un individuo de tez morena le dio varios golpes certeros en la espalda. No sucedía nada, Romulus empezaba a desesperarse. Volvieron a repetir varias veces el procedimiento sin resultado. Justo cuando pensaba que su rescate no había servido de nada, el gigante tosió con violencia y vomitó una gran cantidad de agua.

Sus amigos vitorearon contentos.

De nuevo descendió la cuerda y Romulus trepó impaciente por ella, primero una mano y luego otra. Seguro de que lo recibirían bien. Al fin y al cabo, le había salvado la vida.

Cuando Romulus alargó el brazo para apoyarse en el embarcadero e izarse, un par de pies negros y callosos se plantaron en su camino. Romulus alzó la vista y miró a los ojos al nubio de los zarcillos de oro. Debía de ser el capitán del pirata, y sujetaba en la mano derecha un gran alfanje de hoja ancha.

—Dime por qué no debería cortar la cuerda —dijo el nubio en un parto pasable—, antes de que mis hombres maten a tu amigo.

Capítulo 21 El reencuentro

Galia Central, verano de 52 a. C.

Tras un largo intervalo de tiempo, Fabiola logró recuperar la compostura. Secundus farfulló unas palabras tranquilizadoras y la alejó del cuerpo del druida. Cuando el
optio
dirigió a sus hombres hacia un grupo de tiendas situadas en un promontorio desde el que se dominaba el campo cubierto de cadáveres, Fabiola apenas se fijaba ya en la sangre. El horror de las semanas anteriores había sido abrumador, y su encuentro con el druida moribundo, angustioso. Se estremeció. Pero, con la ayuda de los dioses, se las había arreglado hasta ahora. Había resistido. Respiró hondo y se imaginó la recepción que le iban a dispensar. Poco a poco fue cambiando de humor y acabó entusiasmada, pero nerviosa. ¡Estaba a punto de ver a Brutus de nuevo! Por el momento, no podía hacer nada por Romulus, y su profunda preocupación sobre César pasó a segundo plano. El peligroso viaje estaba a punto de concluir y por fin podría relajarse un poco. La perspectiva la llenó de alivio.

Subieron la pendiente y pasaron varios controles guarnecidos por legionarios de aspecto exhausto. Muchos tenían los brazos, las piernas o la cabeza vendada; las armaduras y los escudos abollados y manchados de sangre. A pesar de todo, se mantenían alerta y en actitud vigilante. Fabiola les explicó a todos su posición y su misión y ellos la dejaron pasar sorprendidos, con saludos respetuosos. A su paso, los soldados giraban las cabezas con miradas de deseo y sobrecogidos por su belleza. Pero nadie se atrevió a decir una palabra que ella pudiese oír. ¿Quién deseaba molestar a Decimus Brutus, el brazo derecho de Julio César?

Llegaron cerca del puesto de mando del ejército, donde también se habían erigido las tiendas de los oficiales veteranos. A Fabiola se le aceleró el pulso. Además de los guardias, los mensajeros y los trompetas habituales, en el exterior de la tienda había varios soldados con armaduras doradas y un hombre ágil y enérgico gesticulaba en el centro. Sólo podía ser César. Y Brutus no podía andar muy lejos. Sonrió al imaginar la reacción de su amante cuando la viese.

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