El alfabeto de Babel (35 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

—Y si yo te dijera que creo saber el motivo, ¿qué pensarías?

Catherine dejó escapar una leve sonrisa mientras seguía acariciando la cubierta de la Chartham.

—No dudo que seas muy sagaz, pero de ahí a saber la razón por la que la Chartham está en Barcelona… Ahora no es el momento de analizar este asunto, aunque reconozco abiertamente que más de una vez me lo he planteado.

—¿Y no te gustaría conocerlo… ahora?

—¿Vas a decirme que sin saber el origen ni la historia de la Chartham puedes conocer el motivo?

—No necesito nada de lo que cuentas para saberlo. La clave está en el significado de estas iniciales. —Grieg apuntó con el dedo índice el cartapacio:

J.A.P.P.B.

—Era un tipo de acróstico de lo más común en el siglo XVI —respondió con toda naturalidad Catherine—. Los arquetipos se encuadernaban con las iniciales del editor, el comprador y el artista. Estas iniciales, créeme, no tienen nada que ver con Barcelona.

—¿Estás convencida de ello? —preguntó Grieg.

—Completamente segura.

—Entonces…, ¿qué significado tienen para ti esas cinco iniciales?

—Está muy claro. La «J» pertenece a Jerónimo Cock, el grabador y marchante. Le gustaba firmar como Jerónimo, en un afán de demostrar a todo el mundo que ni siquiera necesitaba el apellido para demostrar que era el más famoso editor de su tiempo.

—¿Y por qué Jerónimo y no Hieronnimus?

—Cock era el protegido del cardenal Granvela, que a su vez era el mandatario delegado por Felipe II en los Países Bajos. Poner la inicial de Jeroon de alguna manera inducía a creer que había «castellanizado» su nombre acercándolo al de Jerónimo. Era un modo de constatar fidelidades y de situarse, si no del lado de Margarita de Parma y del mismísimo duque de Alba, por lo menos, no declaradamente en contra.

—¿Y las otras iniciales?

—La «A» y la «P» —dijo Catherine, sin poder dar crédito aún al hecho de tener la Chartham entre sus manos— son, sin duda alguna, las iniciales del que había efectuado el encargo, y su posterior comprador, es decir, Antonio Perrenot, el cardenal Granvela.

—Seguimos estando de acuerdo. ¿Y las letras «P» y «B»?

—Esas iniciales aún estoy más segura de lo que significan. Hacen referencia al nombre del que realizó la obra, o sea, Pieter Brueghel,
el Viejo.
El artista que pintó la torre de Babel más famosa de la historia de la pintura.

—Coincidimos en todo —dijo Grieg mientras le arrancaba dulcemente la Chartham de las manos a Catherine—. Entonces, ¿no ves dónde puede radicar el equívoco que llevó la Chartham a Barcelona?

—Sinceramente, no.

—Fíjate bien en la segunda «P», la que corresponde a Pieter. ¿No ves nada extraño en ella?

—Sí —respondió Catherine tras aguzar la mirada en la Chartham—, el cuero tiene una imperfección, similar a una pequeña mancha blanca, debido seguramente a la presión del repujado.

—Volvemos a coincidir de nuevo. Si tú no hubieses sabido que esa «P» pertenecía a «Pieter», ¿con qué letra la hubieses confundido?

—Sin duda alguna ahí hubiese visto una letra «F» en vez de la letra «P», pero no sé adónde quieres ir a parar…

—Sin duda, alguien, quizás el mismísimo Felipe II, o cualquiera de los ministros del cardenal Granvela confundió esa «P» con una «F», y esa pequeña diferencia transformó por completo la historia de la Chartham.

—¿De qué manera una pequeña imperfección en el cuero pudo llevar la Chartham a Barcelona? —preguntó, absolutamente intrigada Catherine.

—Porque donde pretendía figurar el acróstico «J.A.P.P.B.», en el interior de esa elaboradísima cenefa, alguien lo confundió con «J.A.P.F.B.». ¿Estás segura de que si tú hubieses visto las iniciales «J.A.P.F.B.» no hubieses dirigido tu atención hacia un lugar concreto?

—Pues no, ahora mismo, no lo relaciono con nada —respondió intrigada Catherine.

—Julia Augusta Paterna Faventia Barcino era como llamaban los romanos a la ciudad de Barcelona…

Catherine abrió, poco a poco, los ojos, mientras levantaba levemente su cabeza.


Dieu!
—exclamó interrumpiendo a Grieg.

—No me extraña que alguien relacionase erróneamente la forma de la torre de Babel de Brueghel, que en el repujado de cuero —Grieg señaló la Chartham— parece el Coliseo de Roma, con el acróstico «J.A.P.F.B.», y lo interpretase como algún antiguo documento relacionado con la Barcelona romana, y se desviara por alguna razón desconocida a la Cofradía de Porteros Reales.

—¿Cómo es posible que nadie se percatase de ello? —preguntó Catherine.

—Estoy seguro de que el monje, o quien fuese, que fue sepultado en el pudridero, el mismo junto al que estuve a punto de morir esta madrugada, descubrió el equívoco…

—Ahora comprendo… Entiendo… —iba repitiendo mecánicamente Catherine, que relacionaba ese hecho con sus recuerdos.

—Ya tendremos tiempo de analizar todo este asunto —supuso Grieg—. Comprueba si en el interior de la bolsa hay algo más, creo recordar que mi padrino encerró también un reloj.

—¿Un reloj? —preguntó Catherine, sorprendida—. Estoy tan impresionada con la Chartham que me he olvidado por completo de los otros objetos.

Catherine introdujo la mano en la bolsa de plástico y extrajo un reloj de sobremesa con la caja externa de latón dorado y con los pináculos de estilo gótico.

El reloj era un modelo fabricado en el siglo XVI, de una sola aguja, con una división de doce horas, y con un primoroso grabado en su esfera central que representaba una vista panorámica de la ciudad de Amberes y en el que figuraba grabada una inscripción:

DURATE

FEDERICO PERRENOT

BARCELONA

MDXXXVI

Catherine se quedó por un instante con la mente en blanco.

—¡Es el reloj de Perrenot! —exclamó, sosteniéndolo con ambas manos como si se tratase de un ansiado trofeo—. ¡Si supieras lo que llegaron a buscar este ejemplar la Comunidad de Relojeros Suizos! Sus componentes eran afines a las ideas revolucionarias y permanecieron en Francia entre 1790 y 1825. No deja de ser indicativo que fuesen precisamente a instalarse en Besangon, que era la ciudad natal de Perrenot y donde estaba erigida la más apreciada de sus numerosas mansiones: el palacio renacentista Granvelle. Hasta que se dio definitivamente por perdido, fue uno de los relojes más secretamente buscados y codiciados del mundo.

—Parece una pieza bastante común —observó Grieg, que sopesó el reloj entre las manos—. Salvo que contenga esmeraldas o rubíes en su interior… Exteriormente parece un reloj de sobremesa típico de la época. Yo he visto algunos ejemplares similares. No se puede decir que fuesen demasiado precisos…

—No es por eso —le interrumpió Catherine—. Se creía que quién encontrase este reloj se convertiría en una persona muy poderosa. Incluso hay tratados donde se especula acerca de los grabados que podría contener su esfera…

—Me hago una leve idea… —Grieg sonrió—. Planos de tesoros, animales fabulosos…

—No. Nada de eso —continuó Catherine—. Eran torres de Babel. Entre 1563, que fue el año en que Pieter Brueghel pintó la suya, y 1625, se pintaron centenares de ellas. Ya lo pudiste comprobar en el pergamino que estaba en el
calaix
de la catedral. Se convirtió en un tema capital en los pintores de finales del siglo XVI y continuó hasta mediados del XVII.

—¿Sabes el motivo?

—No se sabe a ciencia cierta. —Catherine continuaba acariciando la Chartham—. Muchos de aquellos cuadros fueron encargados y pagados secretamente. Se supone que querían desviar la atención del cuadro de la torre de Babel de Brueghel, por eso lo enmascararon entre centenares de obras sobre el mismo motivo.

—Muy curioso.

—A principios del siglo XVII, se extendió el rumor entre élites muy concretas de que la representación pictórica de una torre de Babel mostraba las claves…

Catherine interrumpió bruscamente la frase, al percatarse de que llevada por la emoción del momento estaba hablando demasiado.

—¿Por qué te has callado de golpe? —preguntó Grieg, que temió la respuesta que ella le daría.

—Ya tendremos tiempo de seguir conversando… Empiezo a comprender muchas cosas acerca de la importancia de este reloj y por qué era tan buscado. En estas palabras grabadas en uno de sus costados estaban las claves para encontrar la Chartham.

—No comprendo. ¿A qué claves te refieres? —preguntó Grieg, confuso.

—«Durate», que significa «fortaleza» —prosiguió Catherine—, era la divisa de Antonio Perrenot, el cardenal Granvela. Reflejaba la naturaleza de su verdadero carácter, el de un hombre vigoroso y duro. ¡El reloj era un regalo de su hermano Federico Perrenot, que nació en Barcelona en 1536! Era la clave para saber en qué ciudad estaba escondida la Chartham. Ahora comprendo el significado de muchas consignas…: «… en el reloj está el nombre de la ciudad donde está la Chartham…».

—¿Y por qué Federico Perrenot iba a regalar a su hermano mayor un reloj de sobremesa con la fecha de su propio nacimiento, y además con la divisa de Antonio Perrenot de Granvela?

—Federico Perrenot fue gobernador de Amberes, un cargo a todas luces para el que no estaba capacitado. Su carácter era antitético al de su hermano Antonio. Mientras Federico era directo, franco e independiente, el cardenal era todo lo contrario… Rígido hasta la crueldad, cuando creía que tenía que serlo para cumplir, a rajatabla, las órdenes de Felipe II. Pero al mismo tiempo, sabía ser dúctil y prudente, casi maquiavélico.

—Pero sigues sin responderme —le apremió Grieg.

—Guillermo de Orange odiaba a Federico Perrenot, y lo acusó de complicidad con los católicos, y acabó encarcelado. Regalar a su hermano Antonio un reloj con su fecha de nacimiento y el lugar, es decir, Barcelona, era una sibilina manera, muy acorde con su particularísima personalidad, de indicarle un
carpe diem
y hacer referencia, sin explicitarlo en exceso, al día de su muerte, como en una subrepticia lápida. Sin renunciar a su propio orgullo, le estaba pidiendo auxilio a su influyente y poderoso hermano.

—Comprendo —dijo Grieg, que se acarició la barbilla.

Catherine volvió a introducir la mano en la bolsa de plástico y la removió con fuerza en su fondo. Su expresión denotó una profunda decepción.

—¿Y el pie? —murmuró—. Falta el pie.

—¿Qué pie? ¿A qué pie te refieres? —preguntó Grieg mientras empezaba a sentir un desasosiego que, poco a poco, se iba extendiendo por su pecho.

—Al pie del reloj, a su base, su peana —aclaró Catherine—. Falta la pieza del reloj que se conoce como el «pie de Tiziano».

—¿Tiziano? —Grieg arqueó las cejas—. ¿Te refieres a Tiziano Vecellio? ¿El pintor de la escuela veneciana que fue retratista de cámara de Felipe II?

—Sí. Era uno de los mayores coleccionistas de relojes de sobremesa en su época —le contestó Catherine mientras estrujaba entre sus manos la bolsa de plástico—. En 1548 pintó a Antonio Perrenot de Granvela con un reloj muy similar a éste.

Grieg, que hasta entonces había asistido a la ceremonia del descubrimiento de la Chartham con cierta distancia emocional, notó cómo desde lo más profundo de su cuerpo le invadía una oleada de profunda desazón.

—Dime una cosa, Catherine —preguntó inquieto Grieg—: ¿no tendría, por casualidad, ese pie de Tiziano del que me hablas forma pentagonal?

—Sí. ¿Cómo puedes saber eso, si este reloj no está soportado por ninguna peana? —le respondió Catherine, con una expresión de asombro en su rostro.

—Esa peana es de mármol de un color rojizo, ¿no es cierto? —dijo Grieg, mirando la parte inferior del reloj.

Grieg inspiró profundamente y se quedó mirando fijamente a los ojos de Catherine, que permanecía sorprendida e inmóvil delante de él.

—Sí, así es.

—De niño jugaba con una piedra pentagonal en la repisa de esa vieja alacena —recordó Grieg, que no se atrevía a señalarla con el dedo.

—¿Cómo? ¿Jugabas con el pie de Tiziano? —preguntó Catherine mientras se dirigía a la estantería, para empezar a rebuscar entre los estantes y en el interior de dos destartalados cajones.

—Aquí no está. —Su voz resonó desde el interior del pequeño armario.

—¡Me lo temía! —maldijo Grieg—. Ese condenado pentágono de mármol cambió el rumbo de mi vida.

39

En el pequeño jardín, la lluvia arreciaba con más y más fuerza.

Catherine continuaba sin comprender la extraña reacción que Grieg había experimentado cuando le mencionó la existencia del que ella conocía como pie de Tiziano.

—Todo parece indicar que estuviste en contacto con la peana, de eso no hay duda, pero no comprendo por qué la separaron del reloj —dijo, muy intrigada.

—Ésa es la razón por la que he querido venir al Passatge de Permanyer. Intuía que en todo este alambicado asunto existía una pieza que guardaba relación con el tema, además del cartapacio y del reloj. No lograba recordar qué. Ahora lo sé: se trata de la maldita peana.

—No sé a qué te refieres. ¿Crees recordar haber estado en contacto con la peana cuando tenías diez años? —Catherine seguía sin comprender.

—Ese inicuo trozo de mármol tiene la culpa de que yo esté metido en este embrollo —maldijo en voz baja.

—Procura hacer memoria.

—Se trata de un episodio que se remonta a mi infancia, y no logro recordarlo con total claridad. Todo aparece entre brumas, como en un sueño lejano.

—¿Un niño tenía acceso al reloj de Perrenot, que muy probablemente tuvo entre sus manos el maestro Tiziano?

—Sí, aunque yo no podía intuir, ni siquiera remotamente, su importancia. No se trataba de un cuadro, ni de una vasija ni de un mueble…, en los que un niño puede reconocer, de inmediato, su valor. Únicamente era un objeto pringoso y pestilente, según la lógica de un crío de diez años.

—¿Pestilente? ¿La base del reloj del cardenal Granvela?

—Catherine, acostumbrada a referirse en sus investigaciones a los objetos relacionados con la Chartham de una forma erudita, no podía concebir la manera que tenía Grieg de referirse a ellos—. Entonces, ¿por qué lo tocaste?

—De niño sentía fascinación por las formas geométricas regulares. Las dibujaba a todas horas. Los compases te permitían dibujar círculos perfectos. Los cuadrados, los triángulos y lo cubos eran muy fáciles, pero los pentágonos… eran otra cosa. Su dibujo geométrico es muy complicado. ¿Has intentado dibujar alguno?

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