El Aliento de los Dioses (3 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

—¿Tú? —susurró el prisionero, tosiendo a duras penas—. ¿Vienes a liberarme?

—No, Vahr —dijo Vasher en voz baja—. Vengo a matarte.

Vahr bufó. El cautiverio no había sido fácil para él. La última vez que Vasher lo había visto, Vahr estaba rechoncho. A juzgar por su cuerpo demacrado, llevaba algún tiempo sin comer. Los cortes, magulladuras y marcas de quemaduras en su carne eran recientes.

Pero la tortura y la expresión acosada en sus ojos rodeados de bolsas revelaban una solemne verdad. El aliento sólo podía ser transferido voluntariamente, con una orden expresa. Esa orden, sin embargo, podía ser animada.

—Así que me juzgas —graznó Vahr—, como hace todo el mundo.

—Tu fracasada rebelión no es asunto mío. Sólo quiero tu aliento.

—Tú y toda la corte de Hallandren.

—Sí, pero no vas a dárselo a uno de los Retornados. Vas a dármelo a mí. A cambio de que te mate.

—No me parece un buen trato. —Había dureza, un vacío emocional en Vahr que Vasher no había visto la última vez que se separaran, años antes.

«Qué extraño —pensó— que al final, después de todo este tiempo, encuentre algo en él con lo que pueda identificarme.»

Mantuvo las distancias con Vahr. Ahora que su voz estaba libre, podía ordenar. Sin embargo, sólo tocaba las cadenas de metal, y el metal era difícil de despertar. Nunca había estado vivo y no tenía forma humana. Incluso durante el momento culminante de su poder, Vasher sólo había podido despertar metal en unas pocas ocasiones. Naturalmente, algunos despertadores muy poderosos podían dar vida a objetos que no tocaban, pero que estaban al alcance de su voz. Eso, sin embargo, requería la Novena Elevación. Ni siquiera Vahr tenía tanto aliento. De hecho, Vasher sólo conocía a una persona viva que lo tuviera: el rey-dios en persona.

Eso significaba que Vasher probablemente estaba a salvo.

Vahr poseía una gran riqueza de aliento, pero no tenía nada que despertar. Vasher rodeó al hombre encadenado, sintiendo dificultad para no mostrar compasión alguna. Vahr se había ganado su destino. Sin embargo, los sacerdotes no lo dejarían morir mientras contuviera tanto aliento; si moría, se desperdiciaría. Se perdería. Sería irrecuperable.

Ni siquiera el gobierno de Hallandren, que tenía leyes tan estrictas sobre la compra y el traspaso de alientos, podía dejar que semejante tesoro se perdiera. Lo deseaban tanto que retrasaban la ejecución incluso de un criminal tan notorio como Vahr. Dentro de poco se maldecirían a sí mismos por no haberlo vigilado mejor.

Pero claro, Vasher llevaba dos años esperando una oportunidad como ésa.

—¿Y bien? —preguntó Vahr.

—Dame el aliento —respondió Vasher, dando un paso adelante.

Vahr bufó.

—Dudo que tengas la habilidad de los torturadores del rey-dios… y llevo dos semanas resistiéndolos.

—Te sorprendería. Pero eso no importa. Vas a darme tu aliento. Sabes que sólo tienes dos opciones. Dármelo a mí o dárselo a ellos.

Vahr retorció las muñecas, girando lentamente. En silencio.

—No tienes mucho tiempo para pensártelo —dijo Vasher—. De un momento a otro, alguien descubrirá los guardias muertos ahí fuera. Sonará la alarma. Te dejaré, volverán a torturarte y acabarás por romperte. Entonces todo el poder que has acumulado irá a la misma gente que juraste destruir.

Vahr miró al suelo. Vasher lo dejó reflexionar unos instantes, y pudo ver que la realidad de la situación le quedaba clara. Finalmente, Vahr lo miró.

—Esa… cosa que llevas. ¿Está aquí, en la ciudad?

Vasher asintió.

—¿Los gritos que oí antes? ¿Los causó ella?

Vasher volvió a asentir.

—¿Cuánto tiempo estarás en T'Telir?

—Una temporada. Un año, tal vez.

—¿La usarás contra ellos?

—Mis objetivos son cosa mía, Vahr. ¿Aceptarás mi trato o no? Una muerte rápida a cambio de esos alientos. Una cosa te prometo: tus enemigos no los tendrán.

Vahr guardó silencio.

—Es tuyo —susurró finalmente.

Vasher se acercó, posó la mano sobre la frente de Vahr, cuidando de que ninguna parte de sus ropas tocara la piel del hombre, no fuera a ser que absorbiera el color para despertar.

Vahr no se movió. Parecía aturdido. Entonces, justo cuando Vasher empezaba a pensar que había cambiado de opinión, Vahr exhaló aliento. El color se borró de él. La hermosa Iridiscencia, el aura que le hacía parecer majestuoso a pesar de sus ligaduras y cadenas, fluyó de su boca, flotando en el aire, titilando como bruma. Vasher la absorbió, cerrando los ojos.

—Mi vida a la tuya —ordenó Vahr, un atisbo de desesperación en la voz—. Mi aliento es tuyo.

El aliento fluyó hacia Vasher y todo se volvió vibrante. Su capa marrón pareció de pronto intensa y rica en color. La sangre del suelo era intensamente roja, como en llamas. Incluso la piel de Vahr parecía una obra maestra de color, la superficie marcada por profundos pelos negros, magulladuras azules, y nítidos cortes rojos. Habían pasado años desde la última vez que Vasher sintiera tanta… vida.

Jadeó, cayó de rodillas, abrumado, y tuvo que apoyar una mano en el suelo para impedir desplomarse de bruces. «¿Cómo he vivido sin esto?»

Sabía que sus sentidos no habían mejorado, y sin embargo, se sentía mucho más alerta. Más consciente de la belleza de la sensación. Cuando tocó el suelo de piedra, se maravilló de su aspereza. Y el sonido del viento pasando a través de la estrecha ventana del calabozo. ¿Siempre había sido tan melódico? ¿Cómo podía no haberse dado cuenta antes?

—Cumple tu parte del trato —dijo Vahr.

Vasher advirtió los tonos de su voz, la belleza de cada uno de ellos, cómo se acercaban a lo armónico. Vasher había ganado un puesto. Un regalo para todo el que llegaba a la Segunda Iluminación. Sería bueno volver a tenerlo.

Naturalmente, podría llegar a la Quinta Iluminación en cualquier momento, si lo deseaba. Eso requeriría ciertos sacrificios que no estaba dispuesto a hacer. Y por eso se obligaba a hacerlo a la antigua usanza, recogiendo alientos de gente como Vahr.

Se incorporó y sacó el pañuelo incoloro que había utilizado antes. Lo arrojó sobre el hombro de Vahr y luego exhaló.

No se molestó en dar forma humana al pañuelo, ni necesitó usar una brizna de su pelo o su piel para concentrarse, aunque tuvo que absorber el color de su camisa.

Vasher miró a los resignados ojos de Vahr.

—Estrangula —ordenó, rozando con los dedos el tembloroso pañuelo.

Se retorció de inmediato, acumulando una gran cantidad de aliento, aunque sin consecuencia. El pañuelo se enroscó rápidamente en torno al cuello de Vahr, tensándose, ahogándolo. Vahr no se debatió ni jadeó, simplemente miró a Vasher con odio hasta que sus ojos se hincharon y murió.

Odio. Vasher había conocido suficiente odio en su vida. Extendió rápidamente la mano y recuperó su aliento del pañuelo, y dejó a Vahr colgando en su celda. Recorrió en silencio la prisión, maravillándose del color de las maderas y las piedras. Después de caminar unos instantes, advirtió un nuevo color en el pasillo. Rojo.

Sorteó el charco de sangre que corría por el suelo inclinado de la mazmorra, y entró en la sala de los guardias. Los tres hombres yacían muertos. Uno de ellos estaba sentado en una silla. Sangre Nocturna, todavía casi envainada, atravesaba el pecho del hombre. Una pulgada de oscura hoja negra era visible bajo la vaina de plata.

Vasher volvió a envainar con cuidado el arma. Echó el cierre.

«Lo he hecho muy bien, ¿no?», dijo una voz en su mente.

Vasher no le respondió a la espada.

«Los he matado a todos —continuó Sangre Nocturna—. ¿No estás orgulloso de mí?»

Él cogió el arma, acostumbrado a su inusitado peso, y la cargó con una mano. Recuperó su mochila y se la echó al hombro.

«Sabía que te sentirías impresionado», dijo Sangre Nocturna, muy ufana.

Capítulo 1

Había grandes ventajas en no ser importante.

Según los baremos de mucha gente, Siri no entraba en esa categoría. Después de todo, era la hija de un rey. Por fortuna, el rey tenía cuatro hijos vivos, y Siri, a los catorce años de edad, era la más joven. Fafen, la hija que seguía a Siri en edad, había cumplido con los deberes familiares y se había convertido en monja. Detrás de Fafen estaba Ridger, el hijo mayor. Él heredaría el trono.

Y luego estaba Vivenna. Siri suspiró mientras recorría el camino de regreso a la ciudad. Vivenna, la primogénita, era… bueno, era Vivenna. Hermosa, centrada, dispuesta en todos los aspectos. Era buena cosa, claro, considerando que estaba prometida a un dios. Fuera como fuese, Siri, como cuarta hija, era redundante. Vivenna y Ridger tenían que concentrarse en sus estudios; Fafen tenía que hacer su trabajo en los pastizales y los hogares. Siri, sin embargo, podía apañárselas no siendo importante. Eso significaba que podía desaparecer en las afueras durante horas.

La gente podría darse cuenta, naturalmente, y entonces se metería en problemas. Sin embargo, incluso su padre tenía que admitir que sus desapariciones no causaban muchas inconveniencias. La ciudad iba bien sin Siri: de hecho, solía irle un poco mejor cuando ella no estaba cerca.

No ser importante. Para otros podría haber sido ofensivo. Para Siri era una bendición.

Sonrió, mientras entraba en la ciudad propiamente dicha.

Atrajo las inevitables miradas. Aunque Bevalis era técnicamente la capital de Idris, no era demasiado grande y todo el mundo se conocía de vista. A juzgar por las historias que Siri había oído a comerciantes de paso, su hogar era prácticamente una aldea, comparada con las enormes metrópolis de otras naciones.

Le gustaba como era, incluso con sus calles fangosas, las casas de techo de paja, y las aburridas, aunque recias, murallas de piedra. Las mujeres perseguían a los gansos que huían, los hombres tiraban de los carros cargados con semillas de primavera, y los niños sacaban a las ovejas a los pastizales. Una ciudad grande en Xaka, Hudres o incluso la terrible Hallandren podría tener vistas exóticas, pero estaría repleta de multitudes sin rostro que gritarían y se apretujarían, y de nobles altivos. No era algo que entusiasmara a Siri: normalmente incluso consideraba a Bevalis un poco bulliciosa para su gusto.

«Con todo —pensó, contemplando su sencillo vestido gris—, apuesto a que esas ciudades tendrán más colores. Eso es algo que me gustaría ver.»

Su cabello no pudo soportarlo más. Como de costumbre, los largos mechones se habían vuelto rubios de alegría mientras estaba en el campo. Se concentró, tratando de controlarlos, pero sólo pudo reducir el color a un marrón opaco. En cuanto dejó de concentrarse, su pelo recuperó el color de siempre. No era muy buena controlándolo. No era como Vivenna.

Mientras atravesaba la ciudad, un grupo de figuras pequeñas empezó a seguirla. Ella sonrió, fingiendo ignorar a los niños hasta que uno de ellos echó a correr y le tiró del vestido. Entonces se dio media vuelta, sonriente. Ellos la miraron con rostros solemnes. Incluso a esa edad, los niños de Idris estaban educados para evitar vergonzosos estallidos de emoción. Las enseñanzas de Austre decían que no había nada malo en los sentimientos, pero llamar con ellos la atención sobre ti mismo no era bueno.

Siri nunca había sido muy devota. No era culpa suya, razonaba, que Austre le hubiera otorgado una clara incapacidad para obedecer. Los niños esperaron pacientemente hasta que Siri se metió la mano en el delantal y sacó unas flores de brillante colorido. Los ojos de los niños se abrieron de par en par, mirando los vibrantes colores. Tres flores eran azules, una amarilla.

Las flores destacaban contra la aguda monotonía de la ciudad. Aparte de lo que podía encontrarse en la piel y los ojos de la gente, no había a la vista ni una gota de color. Las piedras habían sido encaladas, las ropas teñidas de gris o pardo. Todo para mantener al color a raya.

Pues sin color no podía haber despertadores.

La niña que había tirado de la falda de Siri finalmente cogió las flores con una mano y echó a correr con ellas, seguida por los otros niños. Siri vio reproche en los ojos de varios transeúntes. Sin embargo, ninguno de ellos la encaró. Ser una princesa, aunque no fuera importante, tenía sus ventajas.

Continuó su camino hacia el palacio. Era un edificio bajo de un solo piso con un gran patio de tierra prensada. Evitó las multitudes de buhoneros en la puerta y, dando la vuelta, entró por las cocinas. Mab, la cocinera, dejó de cantar cuando se abrió la puerta y miró a Siri.

—Tu padre te ha estado buscando, niña —dijo, y se volvió canturreando para atacar una pila de cebollas.

—Eso me temo.

Siri se acercó y olió la olla, que tenía el soso aroma de las patatas hervidas.

—Otra vez te has ido a las montañas, ¿no? Apuesto a que te saltaste tus clases.

Siri sonrió y sacó otra de las brillantes flores amarillas, haciéndola girar entre dos dedos.

Mab puso los ojos en blanco.

—Y sospecho que has estado corrompiendo de nuevo a los jóvenes de la ciudad. De verdad, niña, a tu edad ya tendrías que haber superado estas cosas. Tu padre tendría que decirte un par de palabras sobre tus responsabilidades.

—Me gustan las palabras. Y siempre aprendo algunas nuevas cuando padre se enfada. No debería descuidar mi educación, ¿no?

Mab hizo una mueca y mezcló unos pepinillos cortados con las cebollas.

—De verdad, Mab —dijo Siri, haciendo girar la flor, sintiendo que el tono de su pelo se volvía un poco rojo—. No veo cuál es el problema. Austre creó las flores, ¿no? Puso los colores en ellas, así que no pueden ser malignas. Quiero decir, lo llamamos el Dios de los Colores, ¿verdad?

—Las flores no son malignas —respondió Mab, añadiendo unas hierbas a su cocido—, suponiendo que se queden donde las puso Austre. No deberíamos usar la belleza de Austre para darnos importancia.

—Una flor no me hace parecer más importante.

—¿No? —repuso Mab, añadiendo la hierba, el pepinillo y las cebollas a una de sus ollas. Golpeó el lado de la olla con el plano de su cuchillo, escuchó, asintió para sí y empezó a rebuscar más verduras bajo la encimera—. Dime —continuó refunfuñando—, ¿de verdad crees que caminar por la ciudad con una flor así no atrajo la atención sobre ti misma?

—Eso es sólo porque la ciudad es muy gris. Si hubiera un poco de color, nadie se fijaría en una flor.

Mab se incorporó cargando con una caja con tubérculos.

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