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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (79 page)

—¿Crees que debería volver a ser como antes? —le espetó—. ¿El hombre feliz y amistoso que todo el mundo amaba?

—Eras una buena persona —susurró Vasher.

—Ese hombre vio e hizo cosas terribles. Lo he intentado, Vasher. He intentado dar marcha atrás. Pero la oscuridad… está dentro. No puedo escapar de ella. Mi risa es falsa. No puedo olvidar.

—Puedo conseguir que lo hagas. Conozco las órdenes.

Denth se detuvo.

—Lo prometo. Te lo quitaré todo, si lo deseas.

Denth vaciló, el pie sobre el brazo de Vasher, la espada baja. Entonces, finalmente, negó con la cabeza.

—No. No me lo merezco. Ninguno de nosotros se lo merece. Adiós, Vasher.

Levantó la espada para golpear. Y Vasher alzó el brazo, tocándole la pierna.

—Mi vida a la tuya, mi aliento es tuyo.

Denth se detuvo y se tambaleó. Cincuenta alientos huyeron del pecho de Vasher e irrumpieron en el cuerpo de Denth. No eran bienvenidos, pero no pudo rechazarlos. Cincuenta alientos. No muchos.

Pero suficientes para hacer que se estremeciera de placer. Suficientes para hacerle perder el control sólo por un segundo y caer de rodillas. Y, en ese segundo, Vasher se levantó, liberando la daga del cadáver que tenía al lado, y segó con ella la garganta de Denth.

El mercenario cayó hacia atrás, los ojos muy abiertos, el cuello sangrando. Se estremeció entre el placer de ganar nuevos alientos incluso mientras la vida lo abandonaba.

—Nadie se lo espera nunca —susurró Vasher—. El aliento vale una fortuna. Introducirlo en alguien y luego matarlo, es perder más riquezas de las que la mayoría de los hombres conocerán jamás. Nunca se lo esperan.

Denth se estremeció, sangrando, y perdió el control. Su pelo de pronto se volvió rojo oscuro, luego rubio, luego de un rojo furioso.

Finalmente, blanco de terror. Dejó de moverse, la vida se le escapaba, los alientos nuevos y viejos desvaneciéndose.

—Querías saber cómo maté a Arsteel —dijo Vasher, escupiendo sangre a un lado—. Ahora ya lo sabes.

* * *

Dedos Azules cogió un cuchillo.

—Lo menos que puedo hacer —decidió— es matarte yo mismo, en vez de que lo hagan los sinvida. Prometo que seré rápido. Haremos que parezca un ritual pagano, y te ahorraremos la necesidad de morir de forma dolorosa.

Se volvió hacia los sinvida que la retenían.

—Atadla al altar.

Siri se debatió contra las criaturas que la sujetaban, pero fue inútil.

Eran enormemente fuertes y ella tenía las manos atadas.

—¡Dedos Azules! —exclamó mirándolo a los ojos—. No moriré atada a una piedra como una doncella indefensa de un cuento. Si me quieres muerta, ten la decencia de dejarme morir de pie.

Dedos Azules vaciló, pero la autoridad de aquella voz pareció hacerle sentirse avergonzado. Alzó una mano, deteniendo a los sinvida que la arrastraban al altar.

—Muy bien —dijo—. Sujetadla con fuerza.

—¿Te das cuenta de la maravillosa oportunidad que desperdicias al matarme? —preguntó ella mientras él se aproximaba—. La esposa del rey-dios sería un rehén excelente. Eres tonto si me matas, y…

Él la ignoró esta vez. Empuñó el cuchillo y lo colocó contra su pecho, buscando el lugar donde clavarlo. Siri empezó a sentirse aturdida. Iba a morir. Iba a morir de verdad.

Y la guerra estallaría.

—Por favor —susurró.

Dedos Azules la miró, vaciló, luego apretó los dientes y echó atrás la daga.

El edificio empezó a temblar.

Dedos Azules miró alarmado a un lado, donde varios escribas sacudían la cabeza, confundidos.

—¿Un terremoto?—preguntó uno de ellos.

El suelo empezó a volverse blanco. El color se movió como una ola de luz al cruzar la tierra cuando el sol se eleva sobre las montañas. Las paredes, el techo, el suelo… toda la piedra negra se desvaneció. Los sacerdotes se apartaron, asustados. Uno de ellos saltó a una alfombra para no tocar las extrañas piedras blancas.

Dedos Azules miró a Siri, confuso. El suelo continuó temblando, pero él alzó la daga de todas formas, sujetándola con aquellos dedos que siempre estaban manchados de tinta. Y, extrañamente, ella vio que el blanco de sus ojos se difuminaba y liberaba un arco iris de colores.

Toda la sala estalló de color, las piedras blancas zumbaron y se rompieron, como luz a través de un prisma. Las puertas explotaron. Una masa retorcida de telas de colores la atravesó, como los incontables tentáculos de un leviatán marino enfurecido. Giraban y se enroscaban, y Siri reconoció tapices, alfombras y sedas de los adornos del palacio.

Las telas despertadas acorralaron a los sinvida, enroscándose alrededor de ellos, lanzándolos al aire. Los sacerdotes gritaron al verse atrapados y una larga y fina tela violeta chasqueó y se enroscó en el brazo de Dedos Azules.

Todo onduló, restallando, y Siri pudo ver por fin a una figura que caminaba en el centro. Un hombre de proporciones épicas. Negros los cabellos, pálido el rostro, joven de apariencia pero de gran edad. Dedos Azules pugnó por clavar su cuchillo en el pecho de Siri, pero el rey-dios alzó una mano.

—¡Te detendrás! —dijo Susebron con voz clara.

Dedos Azules se detuvo, mirando asombrado al rey-dios. La daga resbaló de sus dedos y una alfombra despertada se retorció a su alrededor, apartándolo de Siri.

Ella se quedó allí de pie, anonadada, mientras las telas de Susebron lo elevaban y lo acercaban a ella, y un par de pequeños pañuelos de seda se estiraron, envolviéndose en las cuerdas que sujetaban sus manos y soltándolas con facilidad.

Liberada, ella se agarró a él y dejó que la cogiera en sus brazos, llorando.

Capítulo 58

La puerta del armario se abrió, dejando entrar la luz de un farol. Vivenna, atada y amordazada, vio la silueta de Vasher. Arrastraba consigo a Sangre Nocturna, cubierta, como de costumbre, con su vaina plateada.

Con aspecto exhausto, él se arrodilló y le quitó la mordaza.

—Ya era hora —rezongó ella.

Él sonrió débilmente.

—Ya no me queda aliento. Fue muy difícil localizarte.

—¿Dónde ha ido todo? —preguntó ella mientras le soltaba las ligaduras de las manos.

—Sangre Nocturna devoró la mayor parte.

«No lo creo —dijo Sangre Nocturna alegremente—. Yo… en realidad no puedo recordar lo que sucedió. ¡Pero aniquilamos mucha maldad!»

—¿La desenvainaste? —preguntó Vivenna mientras Vasher le desataba los pies.

Él asintió.

Ella se frotó las manos.

—¿Y Denth?

—Muerto. Ni rastro de Tonk Fah ni de la mujer, Joyas. Creo que cogieron su dinero y huyeron.

—Entonces se ha acabado.

Vasher asintió, se sentó y apoyó la cabeza contra la pared.

—Y perdimos.

Ella frunció el ceño, e hizo una mueca por el dolor que le provocaba su hombro herido.

—¿Qué quieres decir?

—Denth estaba a sueldo de los escribas de Pahn Kahl del palacio. Querían iniciar una guerra entre Idris y Hallandren con el objeto de debilitar a ambos reinos y permitir que Pahn Kahl obtuviera su independencia.

—¿Y? Denth está muerto.

—Y también los escribas que tenían las frases de mando de los ejércitos sinvida —dijo Vasher—. Y ya han enviado a las tropas. Los sinvida salieron de la ciudad hace más de una hora, en dirección a Idris.

Vivenna guardó silencio.

—Toda esta lucha, todo el asunto con Denth, era secundario —añadió Vasher, haciendo chocar su cabeza contra la pared—. Nos distrajo. No pude llegar a los sinvida a tiempo. La guerra ha comenzado. No hay forma de detenerla.

* * *

Susebron condujo a Siri hasta las profundidades del palacio. Ella caminaba junto a él, envuelta en su abrazo, con un centenar de cuerdas de tela girando alrededor.

Incluso después de haber despertado tantas cosas, él tenía suficiente aliento para hacer que cada color ante el que pasaban brillara. Naturalmente, eso no funcionaba con muchas de las piedras que encontraban. Aunque grandes trozos del edificio seguían siendo negros, al menos la mitad se había vuelto blanco.

No sólo el gris del despertar normal. Se habían vuelto blanco hueso. Y, al ser blancos, ahora reaccionaban a su increíble biocroma, dispersándose en colores. «Como en un círculo, de algún modo —pensó ella—. Colorido, luego blanco, luego vuelta al color.»

La condujo a una cámara concreta, y ella vio lo que él le había contado ya. Escribas aplastados por las alfombras que había despertado, barrotes arrancados de sus molduras, paredes derribadas. Un lazo salió disparado de Susebron, y le dio la vuelta a un cadáver para que ella no tuviera que ver su herida. Siri no prestaba mucha atención. En medio de los escombros había un par de cadáveres más. Uno era Encendedora, boca abajo, ensangrentada. El otro era Sondeluz, su cuerpo vacío de color. Como si fuera un sinvida.

Tenía los ojos cerrados y parecía dormir, como en paz. Había un hombre sentado junto a él, el sumo sacerdote de Sondeluz, sosteniendo su cabeza en el regazo.

El sacerdote los miró. Sonrió, aunque ella vio lágrimas en sus ojos.

—No comprendo —dijo ella, mirando a Susebron.

—Sondeluz dio su vida para salvarme —respondió el rey-dios—. De algún modo, supo que me habían quitado la lengua.

—Los Retornados pueden curar a una sola persona —dijo el sacerdote, mirando a su dios—. Es su deber decidir a quién y cuándo. Algunos dicen que vuelven para eso. Para dar vida a una persona que la necesita.

—Nunca llegué a conocerlo —dijo Susebron.

—Era muy buena persona —apuntó Siri.

—Me doy cuenta. Aunque nunca hablé con él, fue lo suficientemente noble para morir a fin de qué yo pudiera vivir.

El sacerdote sonrió.

—Lo sorprendente es que Sondeluz lo hizo dos veces.

«Me dijo que no podría depender de él al final —pensó Siri, sonriendo levemente, aunque apenada al mismo tiempo—. Supongo que mintió en eso. Muy propio de él.»

—Vamos —dijo Susebron—. Tenemos que reunir a lo que quede de mis sacerdotes. Hay que encontrar un modo de impedir que nuestros ejércitos destruyan a tu pueblo.

* * *

—Tiene que haber un modo, Vasher —dijo Vivenna. Se arrodilló junto a él.

Él trató de dominar su furia, su ira consigo mismo. Había venido a la ciudad para impedir una guerra. Una vez más, llegaba demasiado tarde.

—Cuarenta mil sinvidas —dijo, dando un puñetazo contra el suelo—. No puedo detener a tantos. Ni siquiera con Sangre Nocturna y los alientos de todos los habitantes de la ciudad. Aunque pudiera contener su avance, tarde o temprano uno de ellos me mataría con un golpe de suerte.

—Tiene que haber un modo —insistió Vivenna.

—Yo pensaba lo mismo antes —dijo él, llevándose las manos a la cabeza—. Quise detenerla. Pero cuando me di cuenta de lo que pasaba, había llegado ya demasiado lejos. Había tomado viva propia.

—¿De qué estás hablando?

—La Multiguerra —susurró Vasher.

Silencio.

—¿Quién eres?

Él cerró los ojos.

«Lo llamaban Talaxin», dijo Sangre Nocturna.

—Talaxin —repitió Vivenna, divertida—. Sangre Nocturna, ése es uno de los Cinco Sabios. Él… —Se calló—. Vivió hace más de trescientos años —dijo por fin.

—La biocroma puede mantener vivo a un hombre mucho tiempo —suspiró Vasher, abriendo los ojos. Ella no discutió.

«También lo llamaban otras cosas», informó la espada.

—Si de verdad eres uno de ellos, entonces sabrás cómo detener a los sinvida.

—Claro —dijo Vasher amargamente—. Con otros sinvida.

—¿De esa forma?

—La más fácil. Aparte de eso, podemos perseguirlos y apresarlos uno a uno, luego domarlos y sustituir sus frases de orden. Pero aunque tuvieras la Octava Elevación que permite romper las órdenes de manera instintiva, cambiar a tantos requeriría semanas. —Sacudió la cabeza—. Podríamos tener un ejército en lucha para entonces, pero ellos son nuestro ejército. Las fuerzas de Hallandren no son lo bastante grandes para combatir a los sinvida solas, y no podrían llegar a Idris con la suficiente velocidad. Los sinvida lo harán con días de diferencia. Los sinvida no duermen, no comen, y pueden marchar sin cansarse.

—Se les acabará el ícor-alcohol —dijo Vivenna.

—No es como la comida, Vivenna. Es como la sangre. Necesitan un nuevo suministro si se cortan y la pierden o si se corrompe. Unos pocos probablemente dejarán de funcionar sin mantenimiento, pero sólo un número pequeño.

Ella guardó silencio.

—Bien, entonces despertemos a un ejército propio para que luchen contra ellos —dijo por fin.

Él sonrió débilmente. Se sentía mareado. Se había vendado las heridas, las peores al menos, pero no podría luchar más de momento. Vivenna no ofrecía mucho mejor aspecto, con aquella mancha ensangrentada en el hombro.

—¿Despertar a un ejército propio? —dijo Vasher—. Primero, ¿de dónde sacaríamos el aliento? Usé todo el tuyo. Aunque encontráramos mis ropas, que aún tienen un poco, sólo serán un par de cientos. Hace falta uno por sinvida. Nos superarían enormemente en número.

—El rey-dios —dijo ella.

—No puedo usar su aliento. Le quitaron la lengua cuando era niño.

—¿Y no puedes recuperarlo de ninguna forma?

Vasher se encogió de hombros.

—La Décima Elevación permite dar órdenes mentales, sin hablar, pero hacen falta meses de entrenamiento para aprender a hacerlo… aunque tengas a alguien que te enseñe. Creo que sus sacerdotes deben saber cómo, para poder transferir la riqueza de aliento de un rey a otro, pero dudo que lo hayan entrenado todavía. Uno de sus deberes es impedir que use sus alientos.

—Sigue siendo nuestra mejor opción.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo usarás su poder? ¿Creando sinvidas? ¿Te olvidas que necesitamos encontrar cuarenta mil cadáveres?

Ella suspiró y se apoyó en la pared.

«¿Vasher? —terció Sangre Nocturna en su mente—. ¿No dejaste un ejército aquí la última vez?»

Él no respondió. Vivenna, sin embargo, abrió los ojos. Al parecer Sangre Nocturna había decidido incluirla en sus pensamientos ahora.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Nada —replicó Vasher.

«No, no lo es —dijo Sangre Nocturna—. Lo recuerdo. Hablaste con ese sacerdote, le dijiste que cuidara de tus alientos, por si volvías a necesitarlos. Y le diste tu ejército. Dijiste que era un regalo para la ciudad. ¿No te acuerdas? Si fue ayer mismo.»

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