El amor en los tiempos del cólera (29 page)

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Authors: Grabriel García Márquez

Cuando salió de la entrevista ya el tío León XII había empezado a llamarla como la llamaría siempre: tocaya Leona. Había decidido eliminar de una plumada la sección conflictiva y repartir los problemas para que fueran resueltos por los mismos que los creaban, de acuerdo con la sugerencia de Leona Cassiani, y había inventado para ella un puesto sin nombre y sin funciones específicas, que en la práctica era el de asistente personal suya. Esa tarde, después del entierro sin honores de la sección general, el tío León XII le preguntó a Florentino Ariza de dónde había sacado a Leona Cassiani, y él le contestó la verdad.

—Pues vuelve al tranvía y tráeme a todas las que encuentres como esa —le dijo el tío—. Con dos o tres más así sacamos a flote tu galeón.

Florentino Ariza lo entendió como una broma típica del tío León XII, pero al día siguiente se encontró sin el coche que le habían asignado seis meses antes, y que ahora le quitaban para que siguiera buscando talentos ocultos en los tranvías. A Leona Cassiani, por su parte, se le acabaron muy pronto los escrúpulos iniciales, y se sacó de adentro todo lo que tuvo guardado con tanta astucia los primeros tres años. En tres más había abarcado el control de todo, y en los cuatro siguientes llegó a las puertas de la secretaría general, pero se negó a entrar porque estaba a sólo un escalón por debajo de Florentino Ariza. Hasta entonces había estado a órdenes suyas, y quería seguir estándolo, aunque la realidad era distinta: el mismo Florentino Ariza no se daba cuenta de que era él quien estaba bajo las órdenes de ella. Así era: él no había hecho más que cumplir lo que ella sugería en la Dirección General para ayudarlo a subir contra las trampas de sus enemigos ocultos.

Leona Cassiani tenía un talento diabólico para manejar los secretos, y siempre sabía estar donde debía en el momento justo. Era dinámica, silenciosa, de una dulzura sabia. Pero cuando era indispensable, con el dolor de su alma, le soltaba las riendas a un carácter de hierro macizo. Sin embargo, nunca lo usó para ella. Su único objetivo fue barrer la escalera a cualquier precio, con sangre si no había otro modo, para que Florentino Ariza subiera hasta donde él se lo había propuesto sin calcular muy bien su propia fuerza. Ella lo hubiera hecho de todos modos, desde luego, por una indomable vocación de poder, pero la verdad fue que lo hizo a conciencia por pura gratitud. Era tal su determinación, que el mismo Florentino Ariza se perdió en sus manejos, y en un momento sin fortuna trató de cerrarle el paso a ella creyendo que ella trataba de cerrárselo a él. Leona Cassiani lo puso en su puesto.

—No se equivoque —le dijo—. Yo me aparto de todo esto cuando usted quiera, pero piénselo bien.

Florentino Ariza, que en efecto no lo había pensado, lo pensó entonces tan bien como pudo, y le entregó sus armas. Lo cierto es que en medio de aquella guerra sórdida dentro de una empresa en crisis perpetua, en medio de sus desastres de halconero sin sosiego y la ilusión cada vez más incierta de Fermina Daza, el impasible Florentino Ariza no había tenido un instante de paz interior frente al espectáculo fascinante de aquella negra brava embadurnada de mierda y de amor en la fiebre de la pelea. Tanto, que muchas veces se dolió en secreto de que ella no hubiera sido en realidad lo que él creía que era la tarde en que la conoció, para haberse limpiado el trasero con sus principios y haber hecho el amor con ella aunque fuera pagado con pepas de oro vivo. Pues Leona Cassiani seguía siendo igual que aquella tarde en el tranvía, con sus mismos vestidos de cimarrona alborotada, sus turbantes locos, sus arracadas y pulseras de hueso, su mazo de collares y sus anillos de piedras falsas en todos los dedos: una leona de la calle. Lo muy poco que los años le habían añadido por fuera era para su bien. Navegaba en una madurez espléndida, sus encantos de mujer eran más inquietantes, y su ardoroso cuerpo de africana se iba haciendo más denso con la madurez. Florentino Ariza no se le había vuelto a insinuar en diez años, pagando así la dura penitencia de su error original, y ella lo había ayudado en todo, salvo en eso.

Una noche en que se quedó trabajando hasta muy tarde, como lo hizo con frecuencia después de la muerte de su madre, Florentino Ariza iba de salida cuando vio que había luz en la oficina de Leona Cassiani. Abrió la puerta sin tocar, y allí estaba: sola en el escritorio, absorta, seria, con unas gafas nuevas que le hacían un semblante académico. Florentino Ariza se dio cuenta con un pavor dichoso de que estaban los dos solos en la casa, estaban los muelles desiertos, la ciudad dormida, la noche eterna en la mar tenebrosa, el bramido triste de un barco que tardaría más de una hora en llegar. Florentino Ariza se apoyó en el paraguas con las dos manos, tal como lo había hecho en el callejón de El Candilejo para cerrarle el paso, solo que ahora lo hizo para que no se le notara la desarticulación de las rodillas.

—Dime una cosa, leona de mi alma —dijo—: ¿cuándo es que vamos a salir de esto?

Ella se quitó los lentes sin sorpresa, con un dominio absoluto, y lo encandiló con su risa solar. Nunca lo había tuteado.

—Ay, Florentino Ariza —le dijo—, llevo diez años sentada aquí esperando que me lo preguntes.

Ya era tarde: la ocasión iba con ella en el tranvía de mulas, había estado siempre con ella en la misma silla en que estaba sentada, pero ahora se había ido para siempre. La verdad era que después de tantas perrerías soterradas que había hecho por él, después de tanta sordidez soportada para él, ella se le había adelantado en la vida y estaba mucho más allá de los veinte años de edad que él le llevaba de ventaja: había envejecido para él. Lo quería tanto, que en vez de engañarlo prefirió seguir amándolo aunque tuviera que hacérselo saber de un modo brutal.

—No —le dijo—. Me sentiría como acostándome con el hijo que nunca tuve.

Florentino Ariza se quedó con la espina de que no hubiera sido suya la última réplica. Pensaba que cuando una mujer dice que no, se queda esperando que le insistan antes de tomar la decisión final, pero con ella era distinto: no podía jugar con el riesgo de equivocarse por segunda vez. Se retiró de buen talante, y hasta con una cierta gracia que no le era fácil. Desde esa noche, cualquier sombra que pudo haber entre ellos se disipó sin amarguras, y Florentino Ariza entendió por fin que se puede ser amigo de una mujer sin acostarse con ella.

Leona Cassiani fue el único ser humano a quien Florentino Ariza estuvo tentado de revelarle el secreto de Fermina Daza. Las pocas personas que lo sabían empezaban a olvidarlo por motivos de fuerza mayor. Tres de ellas se lo habían llevado a la tumba sin ninguna duda: su madre, que desde mucho antes de morir ya lo tenía borrado en la memoria; Gala Placidia, muerta de buena vejez al servicio de la que fue casi una hija, y la inolvidable Escolástica Daza, la que le había llevado dentro de un misal la primera carta de amor que recibió en la vida, y que no podía seguir viva después de tantos años. Lorenzo Daza, de quien entonces no sabía si estaba vivo o muerto, podía habérselo revelado a la hermana Franca de la Luz tratando de evitar la expulsión, pero era poco probable que lo hubieran divulgado. Quedaban por contar once telegrafistas de la provincia lejana de Hildebranda Sánchez, que manejaron telegramas con sus nombres completos y direcciones exactas, y luego Hildebranda Sánchez y su corte de primas indómitas.

Lo que ignoraba Florentino Ariza era que el doctor Juvenal Urbino debía ser incluido en la cuenta. Hildebranda Sánchez le había revelado el secreto en alguna de sus tantas visitas de los primeros años. Pero lo hizo de un modo tan casual y en un momento tan inoportuno, que al doctor Urbino no le entró por un oído y le salió por el otro, como ella pensó, sino que no le entró por ninguno. Hildebranda, en efecto, había mencionado a Florentino Ariza como uno de los poetas escondidos que según ella tenían posibilidades de ganar los Juegos Florales. Al doctor Urbino le costó trabajo recordar quién era, y ella le dijo sin que fuera indispensable pero sin un ápice de malicia que fue el único novio que Fermina Daza había tenido antes de casarse. Se lo dijo convencida de que había sido algo tan inocente y efímero, que más bien resultaba conmovedor. El doctor Urbino le replicó sin mirarla: “No sabía que ese tipo fuera poeta”. Y lo borró de la memoria al instante, entre otras cosas porque su profesión lo tenía acostumbrado a un manejo ético del olvido.

Florentino Ariza observó que los depositarios del secreto, a excepción de su madre, pertenecían al mundo de Fermina Daza. En el suyo estaba sólo él, solo con el peso abrumador de una carga que muchas veces había necesitado compartir, pero nadie hasta entonces le había merecido tanta confianza. Leona Cassiani era la única posible, y sólo le hacían falta el modo y la ocasión. Estaba pensándolo, justo la tarde de bochorno estival en que el doctor Juvenal Urbino subió las escaleras empinadas de la C.F.C., con una pausa en cada peldaño para sobrevivir al calor de las tres, y apareció acezante en la oficina de Florentino Ariza empapado en sudor hasta los pantalones, y dijo con el último aliento: “Creo que se nos viene encima un ciclón”. Florentino Ariza lo había visto allí muchas veces, en busca del tío León XII, pero nunca como entonces había tenido la impresión tan nítida de que aquella aparición indeseable tenía algo que ver con su vida.

Era la época en que también el doctor Juvenal Urbino había superado los escollos de la profesión, y andaba casi de puerta en puerta como un pordiosero con el sombrero en la mano, buscando contribuciones para sus promociones artísticas. Uno de sus contribuyentes más asiduos y pródigos lo fue siempre el tío León XII, quien en aquel momento justo había empezado a hacer su siesta diaria de diez minutos, sentado en la poltrona de resortes del escritorio. Florentino Ariza le pidió al doctor Juvenal Urbino el favor de esperar en su oficina, que era contigua a la del tío León XII, y en cierto modo le servía de antesala.

Se habían visto en diversas ocasiones, pero nunca habían estado así, frente a frente, y Florentino Ariza padeció una vez más la náusea de sentirse inferior. Fueron diez minutos eternos, en los cuales se levantó tres veces con la esperanza de que el tío hubiera despertado antes de tiempo, y se tomó un termo entero de café negro. El doctor Urbino no aceptó ni una taza. Dijo: “El café es veneno”. Y siguió encadenando un tema con otro sin preocuparse siquiera por ser escuchado. Florentino Ariza no podía soportar su distinción natural, la fluidez y precisión de sus palabras, su hálito recóndito de alcanfor, su encanto personal, la manera tan fácil y elegante como lograba que hasta las frases más frívolas, sólo porque él las decía, parecieran esenciales. De pronto, el médico cambió de tema de un modo abrupto.

—¿Le gusta la música?

Lo tomó por sorpresa. En realidad, Florentino Ariza asistía a cuanto concierto o representación de ópera se daban en la ciudad, pero no se sentía capaz de sostener una conversación crítica o bien informada. Tenía la sangre dulce para la música de moda, sobre todo los valses sentimentales, cuya afinidad con los que él mismo hacía de adolescente, o con sus versos secretos, no era posible negar. Le bastaba con oírlos una vez de pasada, para que luego no hubiera poder de Dios que le sacara de la cabeza el hilo de la melodía durante noches enteras. Pero esa no sería una respuesta seria para una pregunta tan seria de un especialista.

—Me gusta Gardel —dijo.

El doctor Urbino lo entendió. “Ya veo —dijo—. Está de moda.” Y se escabulló por el recuento de sus nuevos y numerosos proyectos, que había de realizar como siempre sin subsidio oficial. Le hizo notar la inferioridad descorazonadora de los espectáculos que era posible traer ahora y los espléndidos del siglo anterior. Así era: tenía un año de estar vendiendo abonos para traer el trío Cortot–Casals–Thibaud al Teatro de la Comedia, y no había nadie en el gobierno que supiera quiénes eran, mientras aquel mismo mes estaban agotadas las localidades para la compañía de dramas policiales Ramón Caralt, para la Compañía de Operetas y Zarzuelas de don Manolo de la Presa, para Los Santanelas, inefables transformistas mímico–fantásticos que se cambiaban de ropa en pleno escenario en el instante de un relámpago fosforescente, para Danyse D'Altaine, que se anunciaba como antigua bailarina del Folies Bergére, y hasta para el abominable Ursus, un energúmeno vasco que peleaba cuerpo a cuerpo con un toro de lidia. No era para quejarse, sin embargo, si los mismos europeos estaban dando una vez más el mal ejemplo de una guerra bárbara, cuando nosotros empezábamos a vivir en paz después de nueve guerras civiles en medio siglo, que bien contadas podían ser una sola: siempre la misma. Lo que más le llamó la atención a Florentino Ariza de aquel discurso cautivador, fue la posibilidad de revivir los Juegos Florales, la más resonante y perdurable de las iniciativas que el doctor Juvenal Urbino había concebido en el pasado. Tuvo que morderse la lengua para no contarle que él había sido un participante asiduo de aquel concurso anual que llegó a interesar a poetas de grandes nombres, no sólo en el resto del país sino también en otros del Caribe.

Apenas empezada la conversación, el vapor caliente del aire se enfrió de pronto, y una tormenta de vientos cruzados sacudió puertas y ventanas con fuertes estampidos, y la oficina crujió hasta los cimientos como un velero al garete. El doctor Juvenal Urbino no pareció advertirlo. Hizo alguna referencia casual a los ciclones lunáticos de junio, y de pronto, sin que viniera a cuento, habló de su esposa. No sólo la tenía como su colaboradora más entusiasta, sino como el alma misma de sus iniciativas. Dijo: “Yo no sería nadie sin ella”. Florentino Ariza lo escuchó impasible, aprobándolo todo con un movimiento leve de la cabeza, sin atreverse a decir nada por miedo de que lo traicionara la voz. Sin embargo, dos o tres frases más le bastaron para comprender que al doctor Juvenal Urbino, en medio de tantos compromisos absorbentes, todavía le sobraba tiempo para adorar a su esposa casi tanto como él, y esa verdad lo aturdió. Pero no pudo reaccionar como hubiera querido, porque el corazón le hizo entonces una de esas trastadas de putas que sólo se le ocurren al corazón: le reveló que él y aquel hombre que había tenido siempre como el enemigo personal, eran víctimas de un mismo destino y compartían el azar de una pasión común: dos animales de yunta uncidos al mismo yugo. Por primera vez en los veintisiete años interminables que llevaba esperando, Florentino Ariza no pudo resistir la punzada de dolor de que aquel hombre admirable tuviera que morirse para que él fuera feliz.

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