El amor en los tiempos del cólera (41 page)

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Authors: Grabriel García Márquez

Florentino Ariza había recortado para entonces cuanto anuncio para calvos encontró en los periódicos de la cuenca del Caribe, en los cuales publicaban los dos retratos juntos del mismo hombre, primero pelado como un melón y luego más peludo que un león: antes y después de usar la medicina infalible. Al cabo de seis años había ensayado ciento setenta y dos, además de otros métodos complementarios que aparecían en la etiqueta de los frascos, y lo único que consiguió con uno de ellos fue una eccema del cráneo, urticante y fétida, llamada tifia boreal por los santones de la Martinica, porque irradiaba un resplandor fosforescente en la oscuridad. Recurrió por último a cuantas yerbas de indios pregonaban en el mercado público, y a cuantos específicos mágicos y pócimas orientales se vendían en el Portal de los Escribanos, pero cuando vino a darse cuenta de la estafa ya tenía una tonsura de santo. En el año cero, mientras la guerra civil de los Mil Días desangraba el país, pasó por la ciudad un italiano que fabricaba pelucas de cabello natural sobre medida. Costaban una fortuna, y el fabricante no se hacía responsable de nada al cabo de tres meses de uso, pero fueron pocos los calvos solventes que no cedieron a la tentación. Florentino Ariza fue uno de los primeros. Se probó una peluca tan parecida a su cabello original, que él mismo temía que se le erizara con los cambios de humor, pero no pudo asimilar la idea de llevar en la cabeza los cabellos de un muerto. Su único consuelo fue que la avidez de la calvicie no le dio tiempo de conocer el color de sus canas. Un día, uno de los borrachitos felices del muelle fluvial lo abrazó con más efusión que de costumbre cuando lo vio salir de la oficina, le quitó el sombrero ante las burlas de los estibadores, y le dio un beso sonoro en la crisma.

—¡Pelón divino! —gritó.

Esa noche, a los cuarenta y ocho años, se hizo cortar las escasas pelusas que le quedaban en los lados y en la nuca, y asumió a fondo su destino de calvo absoluto. A tal punto, que todas las mañanas antes del baño se cubría de espuma no sólo el mentón, sino también las partes del cráneo donde empezaran a retoñar los cañones, y se dejaba todo como nalgas de niño con una navaja barbera. Hasta entonces no se quitaba el sombrero ni siquiera dentro de la oficina, pues la calvicie le causaba una sensación de desnudez que le parecía indecente. Pero cuando la asimiló a fondo le atribuyó virtudes varoniles de las cuales había oído hablar, y que él menospreciaba como puras fantasías de calvos. Más tarde se acogió a la nueva costumbre de cruzarse el cráneo con los cabellos largos de la crencha derecha, y nunca más la abandonó. Pero aun así siguió usando el sombrero, siempre del mismo estilo fúnebre, aun después de que se impuso la moda del sombrero de tartarita, que era el nombre local del canotié.

La pérdida de los dientes, en cambio, no había sido por una calamidad natural, sino por la chapucería de un dentista errante que decidió cortar por lo sano una infección ordinaria. El terror a las fresas de pedal le había impedido a Florentino Ariza visitar al dentista a pesar de sus continuos dolores de muelas, hasta que fue incapaz de soportarlos. Su madre se asustó al oír toda la noche los quejidos inconsolables en el cuarto contiguo, porque le pareció que eran los mismos de otros tiempos ya casi esfumados en las nieblas de su memoria, pero cuando le hizo abrir la boca para ver dónde era que le dolía el amor, descubrió que estaba postrado de postemillas.

El tío León XII le mandó al doctor Francis Adonay, un gigante negro de polainas y pantalones de montar que andaba en los buques fluviales con un gabinete dental completo dentro de unas alforjas de capataz, y parecía más bien un agente viajero del terror en los pueblos del río. Con una sola mirada dentro de la boca, determinó que a Florentino Ariza había que sacarle hasta los dientes y muelas que le quedaban sanos, para ponerlo de una vez a salvo de nuevos percances. Al contrario de la calvicie, aquella cura de burro no le causó ninguna preocupación, salvo el temor natural de la masacre sin anestesia. Tampoco le disgustó la idea de la dentadura postiza, primero porque una de las nostalgias de su infancia era el recuerdo de un mago de feria que se sacaba las dos mandíbulas y las dejaba hablando solas en una mesa, y segundo porque le ponía término a los dolores de muelas que lo habían atormentado desde niño, casi tanto y con tanta crueldad como los dolores de amor. No le pareció un zarpazo artero de la vejez, como había de parecerle la calvicie, porque estaba convencido de que a pesar del aliento acre del caucho vulcanizado, su apariencia sería más limpia con una sonrisa ortopédica. De modo que se sometió sin resistencia a las tenazas al rojo vivo del doctor Adonay, y sobrellevó la convalecencia con un estoicismo de un burro de carga.

El tío León XII se ocupó de los detalles de la operación como si hubiera sido en carne propia. Tenía un interés singular en las dentaduras postizas, contraído en una de sus primeras navegaciones por el río de La Magdalena, y por culpa de su afición maniática por el bel canto. Una noche de luna llena, a la altura del puerto de Gamarra, apostó con un agrimensor alemán que era capaz de despertar a las criaturas de la selva cantando una romanza napolitana desde la baranda del capitán. Por poco no ganó. En las tinieblas del río se sentían los aleteos de las garzas en los pantanos, el coletazo de los caimanes, el pavor de los sábalos tratando de saltar a tierra firme, pero en la nota culminante, cuando se temió que al cantor se le rompieran las arterias por la potencia del canto, la dentadura postiza se le salió de la boca con el aliento final, y se hundió en el agua.

El buque tuvo que demorarse tres días en el puerto de Tenerife, mientras le hacían otra dentadura de emergencia. Quedó perfecta. Pero en la navegación de regreso~ tratando de explicarle al capitán cómo había perdido la dentadura anterior, el tío León XII aspiró a pleno pulmón el aire ardiente de la selva, dio la nota más alta de que fue capaz, la sostuvo hasta el último aliento tratando de espantar a los caimanes asoleados que contemplaban sin parpadbar el paso del buque, y también la dentadura nueva se hundió en la corriente. Desde entonces tuvo copias de dientes en todas partes, en distintos lugares de la casa, en la gaveta del escritorio, y una en cada uno de los tres buques de la empresa. Además, cuando comía fuera de casa solía llevar otra de repuesto en el bolsillo dentro de una cajita de pastillas para la tos, porque una se le había quebrado tratando de comerse un chicharrón en un almuerzo campestre. Temiendo que el sobrino fuera víctima de sobresaltos similares, el tío León XII le ordenó al doctor Adonay que le hiciera de una vez dos dentaduras: una de materiales baratos, para uso diario en la oficina, y otra para los domingos y días feriados, con una chispa de oro en la muela de la sonrisa, que le imprimiera un toque adicional de verdad. Por fin, un domingo de ramos alborotado por campanas de fiesta, Florentino Ariza volvió a la calle con una identidad nueva, cuya sonrisa sin errores le dejó la impresión de que alguien distinto de él había ocupado su lugar en el mundo.

Esto fue por la época en que murió su madre y Florentino Ariza quedó solo en la casa. Era un rincón adecuado para su modo de amar, porque la calle era discreta a pesar de que las tantas ventanas de su nombre hicieran pensar en demasiados ojos detrás de los visillos. Pero todo eso había sido hecho para que Fermina Daza fuera feliz, y sólo ella lo sería, de modo que Florentino Ariza prefirió perder muchas oportunidades durante sus años más fructíferos, antes que mancillar su casa con otros amores. Por fortuna, cada peldaño que escalaba en la C.F.C. implicaba nuevos privilegios, sobre todo privilegios secretos, y uno de los más útiles para él fue la posibilidad de usar las oficinas durante la noche, o en domingos y días feriados, con la complacencia de los celadores. Una vez, siendo primer vicepresidente, estaba haciendo un amor de emergencia con una de las muchachas del servicio dominical, él sentado en una silla de escritorio y ella acaballada sobre él, cuando de pronto se abrió la puerta. El tío León XII asomó la cabeza, como si se hubiera equivocado de oficina, y se quedó mirando por encima de los lentes al sobrino aterrorizado. “¡Carajo! —dijo el tío sin el menor asombro—. ¡La misma vaina que tu papá!”. Y antes de cerrar otra vez la puerta, con la vista perdida en el vacío, dijo:

—Y usted, señorita, siga sin pena. Le juro por mi honor que no le he visto la cara.

No se volvió a hablar de eso, pero en la oficina de Florentino Ariza fue imposible trabajar la semana siguiente. Los electricistas entraron el lunes en tropne a instalar un ventilador de aspas en el cielo raso. Los cerrajeros llegaron sin anunciarse, y armaron un escándalo de guerra poniendo un cerrojo en la puerta para que pudiera cerrarse por dentro. Los carpinteros tomaron medidas sin decir para qué, los tapiceros llevaron muestras de cretonas para ver si concordaban con el color de las paredes, y la semana siguiente tuvieron que meter por la ventana, pues no cabía por las puertas, un enorme sofá matrimonial con estampados de flores dionisíacas. Trabajaban en las horas menos pensadas, con una impertinencia que no parecía casual, y para todo el que protestaba tenían la misma respuesta: “Orden de la dirección general”. Florentino Ariza no supo nunca si semejante intromisión fue una amabilidad del tío, velando por sus amores descarriados, o si era una manera muy suya de hacerle ver su conducta abusiva. No se le ocurrió la verdad, y era que el tío León XII lo estimulaba, por que también a él le había llegado la voz de que el sobrino tenía costumbres distintas a las de la mayoría de los hombres, y esto lo había atormentado como un obstáculo para hacerlo su sucesor.

Al contrario de su hermano, León XII Loayza había tenido un matrimonio estable que duró sesenta años, y siempre se preció de no haber trabajado en domingo. Había tenido cuatro hijos y una hija, y a todos los quiso preparar para herederos de su imperio, pero la vida le deparó una de esas casualidades que eran de uso corriente en las novelas de su tiempo, pero que nadie creía en la vida real: los cuatro hijos habían muerto, uno detrás del otro, a medida que escalaban posiciones de mando, y la hija carecía por completo de vocación fluvial, y prefirió morir contemplando los barcos del Hudson desde una ventana a cincuenta metros de altura. Tanto fue así, que no faltó quien diera por cierta la conseja de que Florentino Ariza, con su aspecto siniestro y su paraguas de vampiro, había hecho algo para que sucedieran tantas casualidades juntas.

Cuando el tío se retiró contra su voluntad, por prescripción médica, Florentino Ariza empezó a sacrificar de buen grado algunos amores dominicales. Se iba a acompañarlo en su refugio campestre, a bordo de uno de los primeros automóviles que se vieron en la ciudad, cuya manivela de arranque tenía tal fuerza de retroceso que le había descuajado el brazo al primer conductor. Hablaban muchas horas, el viejo en la hamaca con su nombre bordado en hilos de seda, lejos de todo y de espaldas al mar, en una antigua hacienda de esclavos desde cuyas terrazas de astromelias se veían por la tarde las crestas nevadas de la sierra. Siempre había sido difícil que Florentino Ariza y su tío pudieran hablar de algo distinto de la navegación fluvial, y siguió siéndolo en aquellas tardes demoradas, en las cuales la muerte fue siempre un invitado invisible. Una de las preocupaciones recurrentes del tío León XII era que la navegación fluvial no pasara a manos de los empresarios del interior vinculados a los consorcios europeos. “Este ha sido siempre un negocio de matacongos —decía—. Si lo cogen los cachacos se lo vuelven a regalar a los alemanes”. Su preocupación era consecuente con una convicción política que le gustaba repetir aun cuando no viniera al caso:

—Voy a cumplir cien años, y he visto cambiar todo, hasta la posición de los astros en el universo, pero todavía no he visto cambiar nada en este país —decía—. Aquí se hacen nuevas constituciones, nuevas leyes, nuevas guerras cada tres meses, pero seguimos en la Colonia.

A sus hermanos masones que atribuían todos los males al fracaso del federalismo, les replicaba siempre: “La guerra de los Mil Días se perdió veintitrés años antes, en la guerra del 76”. Florentino Ariza, cuya indiferencia política rayaba los límites de lo absoluto, oía estas peroratas cada vez más frecuentes como quien oía el rumor del mar. En cambio, era un contradictor severo en cuanto a la política de la empresa. Contra el criterio del tío, pensaba que el retraso de la navegación fluvial, que siempre parecía al borde del desastre, sólo podía remediarse con la renuncia espontánea al monopolio de los buques de vapor, concedido por el Congreso Nacional a la Compañía Fluvial del Caribe por noventa y nueve años y un día. El tío protestaba: “Estas ideas te las mete en la cabeza mi tocaya Leona con sus novelerías de anarquista”. Pero era cierto sólo a medias. Florentino Ariza fundaba sus razones en la experiencia del comodoro alemán Juan B. Elbers, que había estropeado su noble ingenio con la desmesura de su ambición personal. El tío pensaba, en cambio, que el fracaso de Elbers no se debió a sus privilegios, sino a los compromisos irreales que contrajo al mismo tiempo, y que habían sido casi como echarse encima la responsablidad de la geografía nacional: se hizo cargo de mantener la navegabilidad del río, las instalaciones portuarias, las vías terrestres de acceso, los medios de transporte. Además, decía, la oposición virulenta del presidente Simón Bolívar no fue un obstáculo para echarse a reír.

La mayoría de los socios tomaban aquellas disputas como los pleitos matrimoniales, en los que ambas partes tienen la razón. La tozudez del viejo les parecía natural, no porque la vejez lo hubiera vuelto menos visionario de lo que fue siempre, como solía decirse con demasiada facilidad, sino porque la renuncia al monopolio debía parecerle como botar en la basura los trofeos de una batalla histórica que él y sus hermanos habían librado solos en los tiempos heroicos, contra adversarios poderosos del mundo entero. Así que nadie lo contrarió cuando amarró sus derechos de tal modo, que nadie podría tocarlos antes de su extinción legal. Pero de pronto, cuando ya Florentino Ariza había rendido sus armas en las tardes de meditación de la hacienda, el tío León XII dio su consentimiento para la renuncia del privilegio centenario, con la única condición honorable de que no se hiciera antes de su muerte.

Fue su acto final. No volvió a hablar de negocios, ni permitió siquiera que se le hicieran consultas, ni perdió un solo rizo de su espléndida cabeza imperial, ni un átomo de su lucidez, pero hizo lo posible porque no lo viera nadie que pudiera compadecerlo. Los días se le iban contemplando las nieves perpetuas desde la terraza, meciéndose muy despacio en un mecedor vienés, junto a una mesita donde las criadas le mantenían siempre caliente una olla de café negro y un vaso de agua de bicarbonato con dos dentaduras postizas, que ya no se ponía sino para recibir visitas. Veía a muy pocos amigos, y sólo hablaba de un pasado tan remoto que era muy anterior a la navegación fluvial. Sin embargo, le quedó un tema nuevo: el deseo de que Florentino Ariza se casara. Se lo expresó varias veces, y siempre en la misma forma.

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