El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1

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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

 

La cazavampiros Elena Deveraux sabe que es la mejor en lo suyo. Lo que no sabe es si será suficientemente buena para llevar a cabo esta misión. La ha contratado el arcángel Rafael, un ser tan bello como peligroso, una criatura que aterraría a cualquier mortal. Elena también sabe que el fracaso no entra en sus esquemas, ni siquiera cuando la misión es imposible.

Porque esta vez no tiene que rastrear y capturar a un vampiro.

Esta vez tiene que atrapar a un arcángel rebelde.

Elena se verá inmersa en una matanza como ha visto pocas, que la pondrá al borde de la vida... y de la pasión. Incluso saliendo viva de esta, sucumbir a las caricias de Rafael puede significar la muerte.

Porque cuando los arcángeles juegan,

los mortales sufren.

«Simplemente genial. Poderosa, aterradora y apasionadamente genial.»

PATRICIA BRIGGS

Nalini Singh

El Ángel caído

El Gremio de los Cazadores 1

ePUB v1.0

Mística
29.01.2012

Título original:
Angels' Blood

Traducción: Concepción Rodríguez Glez.

Para la verdadera Ashwini,
quien sin duda no está tan loca
(salvo cuando yo la provoco).
No puede haber mejores amigas... ni mejores hermanas

1

C
uando Elena contaba que era una cazavampiros, la primera reacción de la gente era, invariablemente, quedarse boquiabierta. Luego preguntaban: «¿Vas por ahí clavándoles estacas afiladas en sus malvados y corruptos corazones?».

Vale, tal vez esas no fueran las palabras textuales, pero el significado era el mismo. Y eso hacía que deseara encontrar al primer imbécil que se había inventado ese cuento, allá por el siglo XV, para exterminarlo a él. Aunque lo más probable era que los vampiros ya se hubieran encargado de ese asunto... después de que los primeros acabaran en lo que por aquel entonces fuera algo así como una sala de urgencias.

Elena no les clavaba estacas a los vampiros. Los rastreaba, los metía en una bolsa y se los devolvía a sus amos: los ángeles. Algunas personas la consideraban una cazarrecompensas, pero, de acuerdo con su tarjeta del Gremio, tenía «Licencia para Cazar Vampiros y Otros Varios», lo que la convertía en una cazadora de vampiros con los beneficios correspondientes, incluida una prima por peligrosidad. Esa prima era muy cuantiosa. Debía serlo para compensar el hecho de que algunas veces los cazadores acababan con la yugular desgarrada.

Aun así, Elena decidió que necesitaba un aumento de sueldo cuando el músculo de su pantorrilla empezó a protestar. Llevaba dos horas metida en el estrecho rincón de un callejón del Bronx; era una mujer demasiado alta, de pelo rubio casi blanco y ojos de un gris plateado. Lo del pelo era un incordio. Según Ransom, un amigo suyo (aunque no siempre), era como llevar un cartel que anunciaba su presencia. Puesto que los tintes no le duraban más que un par de minutos, Elena poseía una estupenda colección de gorritos de lana.

Sentía la tentación de taparse la nariz con el que llevaba puesto en ese momento, pero tenía el presentimiento de que eso solo intensificaría el hedor del «ambiente» de aquel húmedo y oscuro rincón de Nueva York. Lo que la llevó a pensar en las ventajas de los tapones nasales...

Algo se agitó detrás de ella.

Se dio la vuelta... y se encontró cara a cara con un gato al acecho cuyos ojos emitían un resplandor plateado en la oscuridad. Tras cerciorarse de que el animal era lo que parecía, volvió a concentrarse en la acera mientras se preguntaba si sus ojos tendrían un aspecto tan raro como los de aquel gato. Era una suerte que hubiera heredado la piel dorada de su abuela marroquí, ya que de lo contrario habría parecido un fantasma.

—¿Dónde demonios estás? —murmuró mientras estiraba la mano para frotarse la pantorrilla. Aquel vampiro le había proporcionado una persecución animada... gracias a lo estúpido que era. El tipo no tenía ni idea de lo que hacía, por lo que resultaba un poco difícil anticiparse a sus movimientos.

Ransom le había preguntado una vez si le causaba remordimientos acorralar a vampiros indefensos y arrastrar sus penosos culos de vuelta a una vida de potencial esclavitud. Su amigo se reía como un histérico en el momento de hacer aquella pregunta. No, no tenía remordimientos. Como no los tenía Ransom. Los vampiros elegían aquella esclavitud (que tenía una duración de cien años) en el instante en que le pedían a un ángel que los Convirtiera en seres casi inmortales. Si hubieran seguido siendo humanos, si se hubiesen ido a la tumba en paz, no estarían atados por un contrato firmado con sangre. Y aunque los ángeles se aprovechaban de su posición, un contrato era un contrato.

Un destello de luz en la calle.

¡Bingo!

Allí estaba el objetivo, con un puro en la boca y hablando por el móvil. Se jactaba de que ya había sido Convertido, y de que ningún ángel remilgado iba a decirle lo que debía hacer. A pesar de la distancia que los separaba, Elena pudo oler el sudor que se acumulaba bajo sus axilas. Su condición vampírica no había evolucionado lo suficiente para derretir la grasa que lo envolvía como una segunda piel... ¿De verdad aquel tipo creía que podía librarse del contrato con un ángel?

Menudo imbécil.

Elena salió de su escondite, se quitó el gorrito de lana y lo guardó en el bolsillo de atrás de los pantalones. El cabello cayó con suavidad sobre sus hombros, extraño y brillante. No suponía un riesgo. Aquella noche no. Tal vez fuera famosa entre los lugareños, pero aquel vampiro tenía un marcado acento australiano. Había llegado hacía poco de Sidney... y su amo lo quería de regreso allí de inmediato.

—¿Tienes fuego?

El vampiro dio un respingo y dejó caer el teléfono al suelo. Elena reprimió el impulso de poner los ojos en blanco. El tipo ni siquiera estaba transformado por completo: los colmillos que había enseñado al abrir la boca por la sorpresa apenas eran dientes de leche. No era de extrañar que su amo estuviese cabreado. Aquel idiota debía de haber huido después de tan solo un año de servicio.

—Lo siento —dijo ella con una sonrisa mientras el vampiro recogía el teléfono y la recorría con la mirada. Elena sabía lo que él veía: una mujer sola, con el cabello rubio platino típico de las tontitas, ataviada con pantalones de cuero negro y una camiseta de manga larga ceñida del mismo color, sin armas a la vista.

Puesto que era joven y estúpido, la imagen lo tranquilizó.

—No pasa nada, encanto. —Se metió la mano en el bolsillo para sacar el mechero.

Fue entonces cuando Elena se inclinó hacia delante y se llevó la mano a la espalda, bajo la camiseta.

—Mmm... El señor Ebose está muy decepcionado contigo.

Sacó el collarín y se lo colocó antes de que él pudiera procesar el significado de aquella reprimenda pronunciada con voz ronca. Se le pusieron los ojos rojos, pero en lugar de gritar, se quedó calladito donde estaba. El collarín de los cazadores conseguía congelar a aquellos tipos de algún modo. El vampiro tenía el miedo pintado en la cara.

Habría sentido lástima por él de no haber sabido que había desgarrado cuatro gargantas humanas mientras escapaba. Aquello era inaceptable. Los ángeles protegían a sus sirvientes, pero incluso ellos tenían sus límites: el señor Ebose le había dado autorización para utilizar cualquier método y la fuerza que fuera necesaria para atrapar a aquel renegado.

En aquel momento, Elena dejó que el vampiro se diera cuenta de aquello, que supiera que estaba dispuesta a hacerle daño. Su rostro perdió el poco color que había conseguido conservar. Ella esbozó una sonrisa.

—Sígueme.

El vampiro trotó tras ella como una mascota obediente. Cómo le gustaban los collarines... A su mejor amiga, Sara, le encantaba disparar a sus víctimas con flechas cuyas puntas contenían el mismo chip de control que hacía que los collarines fueran tan efectivos. En el instante en que tocaban la piel, el chip emitía una especie de campo electromagnético que provocaba un cortocircuito temporal en los procesos neuronales del vampiro, lo que convertía al objetivo en un sujeto fácil de sugestionar. Elena no sabía cómo funcionaba a nivel científico, pero conocía las limitaciones y las ventajas de su método de captura favorito.

Sí, debía acercarse más a sus presas que Sara, pero no tenía tantas probabilidades de fallar y darle a un transeúnte inocente. Algo que a Sara le había pasado una vez. Le había costado medio año de sueldo resolver el pleito. Los labios de Elena se curvaron en una sonrisa al recordar lo mucho que le había cabreado a su amiga fallar aquel disparo. Abrió la puerta del acompañante del coche que había aparcado cerca.

—Entra.

Al vampiro bebé le costó un verdadero esfuerzo meter su obeso cuerpo dentro del coche.

Tras cerciorarse de que se había abrochado el cinturón, Elena llamó al jefe de seguridad del señor Ebose.

—Lo tengo.

La voz al otro lado de la línea le dio instrucciones de dejar el paquete en una pista de aterrizaje privada.

Sin sorprenderse lo más mínimo por el lugar escogido, colgó el teléfono y empezó a conducir. En silencio. Habría sido una estupidez intentar entablar una conversación, ya que el vampiro había perdido su capacidad de hablar en cuanto le puso el collarín. La mudez era uno de los efectos colaterales del control neural creado por el instrumento. Antes de que se inventaran los aparatos con chip, la profesión de cazador de vampiros era bastante suicida, ya que incluso los vampiros novatos podían hacer trizas a un humano. Por supuesto, según las últimas investigaciones, los cazadores de vampiros no eran del todo humanos, pero aun así lo parecían bastante.

Cuando llegó al aeropuerto, atravesó la zona de seguridad y se dirigió a la pista de asfalto. El equipo encargado de escoltar al vampiro de vuelta a Sidney la esperaba junto a un lustroso jet privado. Elena les llevó el tipo que había capturado, pero ellos le indicaron con un gesto de la cabeza que lo metiera dentro. Debía depositar el paquete personalmente, ya que ellos no tenían licencia para manejarlo en aquel punto del viaje. Como era de esperar, el señor Ebose contaba con buenos abogados. No pensaba correr ningún riesgo que pudiera acarrearle acusaciones de la Sociedad Protectora de Vampiros.

Aunque en realidad la SPV jamás había conseguido llevar adelante ninguna de sus acusaciones de crueldad contra los vampiros. Lo único que los ángeles tenían que hacer era mostrar fotos de humanos con la garganta destrozada para que el jurado no solo estuviera dispuesto a absolverlos, sino también a darles una medalla.

Elena subió la escalerilla con el vampiro y lo guió hasta el enorme cajón de madera que había al fondo de la cabina de pasajeros.

—Adentro.

El tipo se metió en el cajón y después se volvió hacia ella. El terror que manaba de su cuerpo ya le había empapado la camisa de sudor.

—Lo siento, colega. Mataste a tres mujeres y a un anciano. Eso inclina la balanza de la compasión hacia el lado contrario. —Cerró la tapa con fuerza y le puso el candado. Llevaría puesto el collarín hasta Sidney, donde, de acuerdo con el protocolo establecido para los aparatos con chip, el artefacto sería devuelto directamente al Gremio—. Ya está listo, chicos.

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