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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

El Año del Diluvio (12 page)

Es malo dedicar demasiado tiempo a lamentarse, se dice a sí misma. Lamentándose y dando demasiadas vueltas a las cosas no se consigue nada.

Durante el calor del día, se echa una siestecita. Tratar de permanecer despierta durante el baño de vapor de mediodía es una pérdida de tiempo.

Duerme en una mesa de masaje, en uno de los cubículos donde las clientes del balneario recibían sus tratamientos orgánico-botánicos. Hay sábanas rosas y almohadas rosas, y también mantas rosas —colores suaves de peluche, colores de niñas mimadas—, aunque no necesita las mantas con este clima.

Le está costando levantarse. Ha de combatir el letargo. El deseo imperioso de dormir. De dormir y dormir. Dormir para siempre. No puede vivir sólo en el presente, como un arbusto. Sin embargo, el pasado es una puerta cerrada, y no atisba ningún futuro. Quizá seguirá de día en día, de año en año hasta que simplemente se mustie, hasta que se doble sobre sí misma y se seque como una araña vieja.

O podría tomar un atajo. Siempre le queda la adormidera en su frasco rojo, siempre hay hongos letales, la amanita, los Ángeles de ¿Cuánto tiempo pasará antes de que los ingiera y deje que se la lleven volando en sus alas blancas, blanquísimas?

Para animarse, abre el tarro de miel. Es el último que queda de una miel que recogieron —ella y Pilar— en el Jardín del Edén del Tejado, hace mucho tiempo. La ha estado guardando todos estos años como si de un hechizo protector se tratara. La miel no se descompone, decía Pilar, siempre que la mantengas seca: por eso los antiguos la llamaban el néctar de la inmortalidad.

Se traga una cucharada fragante, luego otra. Fue muy laborioso recoger esa miel: el ahumado de las colmenas, la minuciosa retirada de los panales, la extracción. Requería delicadeza y tacto. Había que hablar a las abejas y convencerlas, por no mencionar gasearlas temporalmente, y a veces picaban, pero en su recuerdo el conjunto de la experiencia es de dicha absoluta. Sabe que se está engañando, pero prefiere engañarse. Siente la necesidad imperiosa de creer que semejante gozo puro todavía es posible.

19

Gradualmente, Toby dejó de pensar que debería abandonar a los Jardineros. No tenía una fe completa en su credo, pero ya no era incrédula. Una temporada se solapaba con la siguiente —lluviosa, tormentosa, caliente y seca, más fría y seca, lluviosa y cálida— y luego un año con otro. Aunque no era una auténtica Jardinera, tampoco era una habitante de plebilla. Ni una cosa ni la otra.

Ya se aventuraba a salir a la calle, aunque no se alejaba demasiado del Jardín, y se camuflaba bien y llevaba un cono nasal y un sombrero de ala ancha para el sol. Todavía tenía pesadillas con Blanco: las serpientes en los brazos, las mujeres sin cabeza encadenadas a su espalda, las manos despellejadas con las venas azules marcadas que iban a por su cuello. «Dime que me quieres. Dilo, zorra.» Durante los peores tiempos con él, durante el máximo terror, el máximo dolor, se concentraba en aquellas manos desencajándose de las muñecas. Las manos, otras partes de él. Sangre gris, brotando. Se lo había imaginado arrojado en un caldero de basuróleo, vivo. Ésos habían sido pensamientos violentos, y desde que se había unido a los Jardineros había intentado sinceramente borrarlos de su cerebro. Pero eran recurrentes. Los que dormían en cubículos cercanos le decían que en ocasiones en sueños hacía lo que ellos denominaban «señales de aflicción».

Adán Uno era consciente de estas señales. Toby había comprendido con el tiempo que sería un error subestimarlo. Aunque su barba había adquirido un color blanco inocente y sus ojos azules eran redondos y cándidos como los de un bebé, aunque parecía muy confiado y vulnerable, Toby sentía que nunca encontraría a nadie con una determinación tan fuerte. No blandía esa determinación como un arma, simplemente flotaba en ella y se dejaba llevar por ella. Sería duro de atacar: como enfrentarse a la marea.

—Ahora está en Painball, querida —le dijo un bonito Día de San Mendel—. Puede que nunca lo suelten. Quizá volverá a los elementos allí.

El corazón de Toby palpitaba con fuerza.

—¿Qué hizo?

—Mató a una mujer —dijo Adán Uno—. De las que no puedes matar. Una mujer de una de las corporaciones que estaba buscando excitación en las plebillas. Ojalá no lo hicieran. Esta vez Corpsegur se ha visto obligado a actuar.

Toby había oído hablar de Painball. Era un centro para criminales condenados, tanto políticos como comunes: les daban a elegir entre ser ejecutados con un pulverizador o cumplir condena en el Painball Arena, que no era ningún estadio sino un bosque cerrado. Tenías comida suficiente para dos semanas más la pistola de Painball. Ésta disparaba pintura como una pistola normal de
paintball,
pero un impacto en los ojos te cegaría y si entraba en contacto con la piel empezabas a corroerte, y entonces serías un objetivo fácil para los cortagargantas del otro equipo. Porque cualquiera que entrara era asignado a uno de los dos equipos: el Rojo o el Dorado.

Las mujeres criminales casi nunca elegían Painball; preferían el pulverizador. Lo mismo hacían la mayoría de los políticos. Sabían que no tendrían oportunidad allí y preferían acabar de una vez. Toby podía entenderlo.

Durante mucho tiempo mantuvieron el secreto del Painball Arena, como las luchas de gallos y , pero comentaban que ya podía verse en pantalla. En el bosque de Painball había cámaras ocultas en árboles e incrustadas en rocas, aunque con frecuencia no había mucho que ver salvo una pierna, un brazo o una sombra desdibujada, porque, como es lógico, los
painballers
se escondían. Sin embargo, de cuando en cuando se producía un disparo justo en pantalla. El que sobrevivía un mes, era bueno; más que eso, era muy bueno. Algunos se quedaban enganchados a la adrenalina y no querían salir cuando se les acababa el tiempo. Incluso los profesionales de Corpsegur tenían miedo de los
painballers
de larga duración.

Algunos equipos colgaban sus presas de un árbol, otros mutilaban los cuerpos. Les cortaban la cabeza, les arrancaban el corazón y los riñones. Lo hacían para intimidar al otro equipo. Se comían una parte si se estaba agotando la comida, o sólo para mostrar lo pérfidos que eran. Al cabo de un rato, pensaba Toby, no sólo cruzarías la línea, sino que olvidarías que había líneas. Harías lo que hiciera falta.

Tuvo una visión fugaz de Blanco, decapitado, colgando cabeza abajo. ¿Qué sintió al verlo? ¿Placer? ¿Pena? No sabría decirlo.

Pidió hacer una vigilia, y la pasó de rodillas, tratando de fundirse mentalmente con una planta de guisantes. Las parras, las flores, las hojas, las vainas. ¡Tan verde y balsámico! Casi funcionó.

Un día, la vieja Pilar cara de nuez —Eva Seis— le preguntó a Toby si quería aprender a cuidar de las abejas. Abejas y hongos eran las especialidades de Pilar. A Toby le caía bien Pilar, quien parecía amable y poseía una serenidad envidiable, de manera que aceptó.

—Bien —dijo Pilar—. Siempre puedes contarles tus problemas a las abejas.

De manera que Adán Uno no era la única persona que había registrado las preocupaciones de Toby. Pilar se la llevó a visitar las colmenas y la presentó a las abejas por su nombre.

—Han de saber que eres una amiga —dijo—. Pueden olerte. Tú muévete despacio —la advirtió cuando las abejas envolvieron el brazo desnudo de Toby como una piel dorada—. Te conocerán la próxima vez. Ah, si te pican no les des un manotazo. Sólo arráncate el aguijón. Pero no te picarán si no están asustadas, porque picar las mata.

Pilar tenía todo un caudal de charla apícola. Una abeja en la casa significa la visita de un desconocido, y si matas la abeja, la visita no será buena. Si el apicultor muere, hay que decírselo a las abejas o se irán volando. La miel cura una herida abierta. Un enjambre de abejas en mayo augura un día frío. Un enjambre de abejas en junio indica luna nueva. Un enjambre de abejas en julio no vale ni una mosca aplastada. Todas las abejas de una colmena son una abeja: por eso mueren por la colmena.

—Como los Jardineros —dijo Pilar.

Toby no supo si estaba bromeando o no.

Al principio las abejas estaban agitadas por la presencia de Toby, pero al cabo de un rato la aceptaron. Le permitieron extraer la miel por sí misma y sólo la picaron dos veces.

—Las abejas se equivocaron —le dijo Pilar—. Has de pedir permiso a la reina y explicarles que no quieres hacerles daño.

Pilar decía que había que hablarles en voz alta, porque las abejas no podían leerte la mente con precisión, no más que una persona. Así que Toby habló, aunque se sentía un poco estúpida. ¿Qué pensaría alguien que pasara por la acera si la veían hablando a un enjambre de abejas?

Según Pilar, las abejas de todo el mundo llevaban décadas con problemas. Era por los pesticidas, o el clima cálido o por una enfermedad, quizá por todo ello, nadie lo sabía a ciencia cierta. No obstante, las abejas del Jardín en el Tejado estaban bien. De hecho, estaban flamantes.

—Saben que las queremos —dijo Pilar.

Toby lo ponía en entredicho. Dudaba de muchas cosas. Pero se guardaba las dudas para su coleto, porque «duda» no era una palabra que los Jardineros usaran mucho.

Al cabo de un rato, Pilar llevó a Toby a las bodegas húmedas que estaban debajo del Buenavista Condos y le mostró dónde se cultivaban las setas. Abejas y hongos iban de la mano, decía Pilar: las abejas estaban a buenas con el mundo invisible, porque eran las mensajeras de los muertos. Pilar dejó caer esa idea delirante como si se tratara de algo que todo el mundo sabía, y Toby simuló no hacer caso. Los hongos eran las rosas en el jardín de ese mundo invisible, porque la verdadera planta del hongo está bajo tierra. La parte visible, lo que la mayoría de la gente llamaba champiñón, era sólo una aparición fugaz. Una flor en forma de nube.

Había champiñones para comer, hongos para usos medicinales y hongos para tener visiones. Estos últimos sólo se usaban en los retiros y en las semanas de aislamiento, aunque a veces podían ser buenos para ciertas afecciones médicas, e incluso para aliviar a personas en estado de barbecho, cuando el alma se estaba refertilizando. Pilar explicó que todo el mundo entraba en barbecho en ocasiones. Pero era peligroso quedarse demasiado tiempo en ese estado.

—Es como bajar por la escalera —dijo— y no volver a subir nunca. Pero los hongos pueden ayudarte con eso.

Había tres clases de hongos, según Pilar: no venenosos; usar con precaución y consejo, y alerta. Había que memorizarlos todos. Pedos de lobo, cualquier especie: no venenosos.
Psilocibes:
emplear con precaución y consejo. Todas las amanitas y en especial
phalloides,
el Ángel de : alerta.

—¿No son muy peligrosos? —preguntó Toby.

Pilar asintió.

—Ah, sí, muy peligrosos.

—Entonces ¿por qué los cultivas?

—Dios no habría hecho venenosos los hongos a no ser que pretendiera usarlos en ocasiones —explicó Pilar.

Pilar era tan educada y amable que Toby no podía creer lo que acababa de oír.

—¡No envenenarías a nadie! —dijo.

Pilar la miró con seriedad.

—Nunca se sabe, querida, cuándo podrías necesitarlos.

Ahora Toby pasaba todas las horas libres con Pilar, cuidando las colmenas del Jardín del Edén en el Tejado, los cultivos de trigo sarraceno y la lavanda que se dejaba crecer para las abejas en tejados adyacentes, extrayendo la miel y conservándola en tarros. Estampaban las etiquetas con la abejita que usaba Pilar en lugar de letras, y reservaban unos tarros para añadir a la comida en conserva en el Ararat que Pilar había construido detrás de un ladrillo móvil en la bodega del Buenavista. O se ocupaban de las plantas de adormidera y recogían el jugo espeso de sus vainas de semillas o se entretenían trabajando con los lechos de hongos en la bodega del Buenavista, o cocían elixires y remedios y la emulsión cutánea líquida de miel y rosa que vendían en el Árbol de de Intercambio de Productos Naturales.

Así pasó el tiempo. Toby dejó de contarlo. En cualquier caso, el tiempo no es una cosa que pasa, explicaba Pilar, sino un mar en el que flotas.

Por la noche, Toby se respiraba a sí misma. Su nuevo yo. Su piel olía como a miel y sal. Y a tierra.

20

No dejaba de incorporarse gente nueva a los Jardineros. Algunos eran conversos genuinos, pero otros no se quedaban mucho. Rondaban por allí un tiempo, ataviados con ropa suelta y poco insinuante, igual que todos los demás, trabajando en las tareas más nimias y, en el caso de las mujeres, llorando de cuando en cuando. Luego desaparecían. Eran como fantasmas a los que Adán Uno movía en las sombras. Igual que había movido a Toby.

Se trataba de conjeturas: Toby no había tardado en darse cuenta de que a los Jardineros no les hacían gracia las preguntas personales. De dónde vienes, qué hacías antes: las maneras de los Jardineros implicaban que todo eso era irrelevante. Sólo contaba el ahora. Cuenta de los demás lo que te gustaría que los demás contaran de ti. En una palabra: nada.

Había muchas cosas que despertaban la curiosidad de Toby. Por ejemplo: ¿Nuala se había acostado con alguien alguna vez? Y de lo contrario, ¿era ése el motivo por el que flirteaba tanto? ¿Dónde había aprendido sus habilidades Marushka
?
¿Qué había hecho exactamente Adán Uno antes de los Jardineros?

¿Había existido una Eva Uno, o incluso una señora de Adán Uno, o algún niño Adán Uno? Si se acercaba demasiado a este territorio, Toby se topaba con una sonrisa y un cambio de tema, y la pista de que más valía evitar el pecado original de desear demasiado conocimiento o tal vez demasiado poder. Porque ambos estaban relacionados, ¿no estaba de acuerdo la querida Toby?

Y allí estaba Zeb. Adán Siete. Toby no creía que Zeb fuera un auténtico Jardinero, al menos no más que ella. Había visto un montón de hombres con esa figura durante los días en SecretBurgers, y apostaba a que tramaba algo; tenía esa actitud alerta. Ahora bien, ¿qué estaba haciendo un hombre así en el Edén en el Tejado?

Zeb iba y venía; en ocasiones se esfumaba durante días, y cuando volvía a aparecer podía ir vestido con ropas de plebilla: atuendo de polipiel de motero solar, mono de encargado de mantenimiento, todo de negro como un matón. Al principio, Toby temía que fuera un colega de Blanco que hubiera venido a espiarla, pero no, no lo era. El Loco Adán, lo llamaban los chicos, aunque parecía más que cuerdo. Casi demasiado cuerdo para ir con semejante pandilla de excéntricos encantadores pero delirantes. ¿Y cuál era el vínculo entre él y Lucerne? Lucerne era la viva imagen de una mujer consentida de alguno de los complejos y cada vez que se rompía una uña hacía un mohín. Era una pareja inverosímil para un hombre como Zeb: un escupebalas, lo habrían llamado en la infancia de Toby, cuando las balas eran algo común.

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