El antropólogo inocente (9 page)

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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

Como un signo más de favor especial, el jefe me había asignado dos sillas plegables iguales a la que había visto en mi primera visita que resultaron ser las únicas de toda la aldea. Cada vez que una persona de categoría venía a ver al jefe se las volvían a llevar a su choza, de modo que nos turnábamos para utilizarlas, como una chaqueta de gala que había compartido con otros tres compañeros de universidad.

Un lecho de tierra batida, el más incómodo que he visto en toda mi vida, completaba mi mobiliario. A un altísimo precio, me había comprado un colchón fino relleno de algodón que el jefe me envidiaba sobremanera. Las camas eran lo único que despertaba su ambición. En una ocasión me confió que deseaba morir en un lecho de hierro que pudiera dejarle a su hijo. «Las termitas no podrían comérselo —rió—. Se volverán locas.»

Durante las primeras tres semanas llovió con furia implacable. El aire estaba saturado, el moho crecía en todas las superficies desprotegidas y llegué a temer por los objetivos de mi cámara fotográfica. Invertí el tiempo en tratar de aprender los rudimentos de la lengua. Los africanos suelen ser bilingües o incluso trilingües en cierta medida, pero la mayoría no han aprendido nunca un idioma fuera del contexto social. La idea de registrar un verbo en todas sus formas, tiempos y modos, de reflexionar sobre el sistema en conjunto les es totalmente ajena. Aprenden las lenguas de pequeños y pasan sin esfuerzo de una a otra.

Los dowayos no tuvieron nunca conciencia de las dificultades que su idioma planteaba a un etnógrafo europeo. Se trata de una lengua tonal, es decir que el tono en que se pronuncia una palabra altera su significado. Muchas lenguas africanas tienen dos tonos; los dowayos emplean cuatro. Distinguir un tono alto de uno bajo no entrañaba dificultad alguna, pero entre estos dos parecía que todo era posible. Y el asunto se complicaba todavía más por el hecho de que los dowayos combinan tonos para formar entonaciones específicas y un tono puede muy bien verse afectado por los de las palabras contiguas. A esto hay que añadir los problemas dialectales. En algunas zonas juntan varios tonos, además de emplear un vocabulario y una sintaxis distinta. Puesto que lo importante es el tono relativo, al principio me resultaba difícil acostumbrarme a hablar primero con una mujer de voz aguda y luego con un hombre cuyos tonos altos están al mismo nivel que los bajos de la mujer. Pero lo que más me deprimía era una cosa que se repetía una vez tras otra. Cuando me encontraba con un dowayo, lo saludaba. En esto no había problema, pues había hecho que mi ayudante me adiestrara hasta la saciedad en el pequeño diálogo que hay que intercambiar con cada persona que uno saluda: «¿Está el cielo despejado para ti?» «El cielo está despejado para mí. ¿Está despejado para ti?» Los ingleses tendemos a dar poca importancia a estos rituales y a considerarlos una pérdida de tiempo, pero los dowayos no tienen nuestras prisas y se ofenden fácilmente si no les prestas la debida atención. Hecho esto, solía proceder a formular alguna pregunta intrascendente del tipo «¿Cómo está tu campo?» o «¿Vienes de lejos?». Pero entonces sus rostros se descomponían invariablemente en una mueca de perplejidad. Mi ayudante intervenía de inmediato para decirme —al oído— exactamente lo que acababa de decir yo. El rostro de mi interlocutor se iluminaba entonces. «Aaaah. Ya comprendo (pausa). Pero ¿cómo no habla nuestro idioma llevando ya dos semanas entre nosotros?»

Los dowayos tienen por su lengua tan poca consideración (sus propios jefes se niegan a usar este tosco instrumento, apenas superior a las voces de los animales) que no comprenden cómo es posible que le resulte difícil de aprender a alguien. De esto se deriva su baja calidad como informantes. La tentación de emplear la lengua del comercio, el fulani, era enorme. Yo había aprendido un poco en Londres, donde tienes a tu disposición todo tipo de instrumentos pedagógicos, diccionarios y manuales. No obstante, existe la arraigada convicción de que la información «no es válida» si no es expresada en la lengua materna de cada uno, y era cierto que había descubierto numerosas distorsiones en los datos recogidos en fulani, lengua que categoriza el espectro de las ocupaciones impuras —«herrero, enterrador, barbero, circuncisor, curandero»— de un modo muy distinto del dowayo. Según la información que tenía yo, todos estos oficios los realizaba una misma persona, mientras que los «sacerdotes» eran una casta aparte. En realidad, en dowayo el herrero es el que está más separado y las demás tareas se distribuyen según criterios distintos. También hay que tener en cuenta que los dowayos normalmente no hablan fulani entre ellos. Bien es verdad que en mi aldea había un hombre que se negaba a hablar otra cosa incluso con sus amigos, pero era blanco de los chistes que tanto les gustan a los dowayos. Mientras trabajaba en el campo con otros dowayos, no dejaba de quejarse a voz en grito. ¿Por qué un noble fulani como él se veía obligado a trabajar con paganos salvajes? Presa de una creciente histeria, enumeraba detalladamente los múltiples defectos de aquella raza de perros, hasta que llegaba un punto en que los que lo oían empezaban a desternillarse de risa. También se consideraba divertidísimo que yo insistiera en hablarle en mi pobre fulani, y a veces formábamos una especie de dúo cómico.

El uso generalizado de la lengua de comercio habría como portado numerosas desventajas. Desde luego, habría podido hacer las entrevistas en dicha lengua pero no mantener conversaciones reales. Los dowayos hablan una variedad viciada de fulani de la que se han suprimido todas las formas irregulares y el significado de las palabras se ha modificado para acomodarlo a los conceptos dowayos. Por lo demás, sólo conociendo su lengua es posible captar los apartes reservados para otros oídos.

En una ocasión me interné en las montañas hasta los últimos confines del país Dowayo. Muchos niños no habían visto nunca a un blanco y se pusieron a gritar aterrorizados hasta que sus mayores les explicaron que se trataba del jefe blanco de Kongle. Todos nos reímos benévolamente de su miedo y fumamos juntos. Yo no suelo fumar, pero me pareció útil hacerlo para que compartir el tabaco se convirtiera en una especie de vínculo social con la gente. Cuando me marchaba una niña se echó a llorar y pude oír su gimoteo: «Quería que se quitara la piel.» Me propuse confirmar más tarde si había comprendido bien, pues normalmente estas expresiones son resultado de un tono mal interpretado o de la ignorancia de un homónimo. No obstante, cuando se lo pregunté a mi ayudante éste se mostró muy turbado. Recurrí al proceso de estímulo que había ideado precisamente para estas situaciones y le presté toda mi atención; los dowayos suelen ser objeto de burla por parte de otras tribus vecinas a causa de su «salvajismo» y se cierran en banda ante el mínimo indicio de que no se les esté tomando en serio. A regañadientes confesó que los dowayos creían que todos los blancos que vivían durante largos períodos en el país Dowayo eran espíritus reencarnadas de hechiceros. Debajo de la piel blanca de que nos habíamos revestido éramos negros. Alguien había visto que al acostarme por las noches me quitaba la piel blanca y la colgaba. Cuando Iba a la misión con los otros hombres blancos, al hacerse de noche corríamos las cortinas, echábamos la llave a la puerta y nos quitábamos la piel blanca. Naturalmente,
él
no lo creía, declaró con cierto desdén, mientras me miraba de arriba abajo como si temiera que fuera a recuperar el color negro allí mismo. La creencia servía para explicar la obsesión de los occidentales por la intimidad.

También explicaba lo molestos que se mostraban a veces los dowayos ante mis fracasos lingüísticos después de llevar meses entre ellos; los consideraban penosos intentos de ocultar mi pertenencia a su raza. De todos era sabido que comprendía lo que quería comprender. ¿Por qué me empeñaba en fingir que desconocía la lengua? Hubo de transcurrir un año entero hasta que oyera a los dowayos referirse a mí como «nuestro» hombre blanco, lo cual me produjo un gran orgullo. Estoy convencido de que mis intentos por dominar la lengua, aun siendo deficientes y estando infravalorados, contribuyeron grandemente a que me «aceptaran».

Pero todo esto puedo decirlo mirando retrospectivamente. Aquellas tres primeras semanas lo único que sabía era que me había propuesto aprender una lengua imposible, que no había dowayos en la aldea, que llovía a cántaros y que me encontraba débil y terriblemente solo.

Como la mayoría de los antropólogos en esta situación, busqué refugio en la recogida de datos. La prevalencia de los datos factuales en las monografías antropológicas deriva, estoy seguro, no del valor o interés intrínseco de tales datos, sino de la actitud que tiene como lema «En caso de duda, recoge datos». En cierto modo, se trata de un enfoque comprensible. El estudioso no puede saber de antemano, qué resultará importante y qué no. Una vez ha registrado los datos en su cuaderno, experimenta una fuerte resistencia a no incluirlos en su monografía; recuerda los kilómetros recorridos bajo el sol o las horas invertidas en obtenerlos. Por otra parte, la selección presupone una visión coherente de lo que se pretende hacer y la meta de la mayor parte de los autores de monografías antropológicas se limita a «escribir una monografía etnográfica» y nada más.

Así pues, cada día salía a recorrer los campos armado con mi tabaco y mis cuadernos, calculaba las cosechas y contaba las cabras en un arranque de actividad superflua que al menos servía para que los dowayos se acostumbraran a mi extraño e inexplicable comportamiento. De este modo comencé a conocerlos por su nombre.

De la pluma de personas que deberían conocer la realidad han salido muchas tonterías sobre la «aceptación» del antropólogo. A veces se sugiere que un pueblo extraño puede considerar al visitante de distinta raza y cultura muy similar a sus propios miembros en todos los aspectos. Ello, por desgracia, es poco probable. Seguramente lo más que uno puede esperar es ser tenido por un Idiota Inofensivo que aporta ciertos beneficios a la aldea: es una fuente de ingresos y crea empleo. Al cabo de unos tres meses mis relaciones experimentaron un giro importante coincidiendo con el deseo del jefe de recuperar la choza. Discutimos el asunto pormenorizadamente y coincidí con él en que lo mejor para mí sería hacerme construir una choza propia, que me costó la magnífica suma de catorce libras esterlinas y me permitió dar empleo al hijo del circuncisor, quien respondió de mi buena fe ante su padre, el hermano del jefe, que me habló de la caza, y al sobrino del curandero local, que me puso en contacto con su tío. Naturalmente, mi coche servía de ambulancia y taxi de la comunidad. Las mujeres siempre podían pedirme sal o cebollas prestadas. Los perros del pueblo sabían que yo era un blandengue y se congregaban delante de mi choza, para desespero de mi ayudante; los alfareros y herreros no habían trabajado tanto en su vida; mi presencia otorgaba categoría al jefe, que se aseguraba de que estuviera enterado de todos los festivales para que lo llevara en coche. Además, servía de banco para los que no tenían dinero pero sí grandes aspiraciones, se esperaba de mí que actuara como enviado comercial de aquellos que necesitaban piezas de recambio para su bicicleta o su lámpara, y a mí acudían los enfermos en busca de medicamentos.

También era cierto que mi presencia tenía ciertos inconvenientes: atraía extraños a la aldea, cosa que era mala; fatigaba a mis anfitriones con preguntas absurdas y luego me negaba a comprender sus respuestas; y existía el peligro de que contara las cosas que había visto y oído. Además era una fuente constante de embarazo social. En una ocasión, por ejemplo, le pregunte a un hombre si debla abstenerse de realizar el acto sexual antes de salir de caza. Aquello era en si mismo correcto pero su hermana estaba lo suficientemente cerca para oírlo y ambos salieron disparados en direcciones opuestas emitiendo estridentes quejidos. Unos segundos antes yo estaba sentado en la choza hablando con tres hombres. En un abrir y cerrar de ojos me quedé solo con mi ayudante, que gemía y se llevaba las manos a la cabeza. La tremenda falta de decoro que había cometido fue tema de horrorizadas murmuraciones durante varias semanas.

Mi vacilante dominio de la lengua constituía otro peligro grave. La obscenidad nunca anda lejos en dowayo. Una variación de tono convierte la partícula interrogativa, que se añade a una frase para transformarla en pregunta, en la palabra más malsonante del idioma, algo parecido a «coño». Así pues, solía yo desconcertar y divertir a los dowayos saludándolos de este modo: «¿Está el cielo despejado para ti, coño?» Pero mis problemas no se circunscribían a las vaginas interrogativas; también las comidas y la copulación me planteaban dificultades semejantes. Un día me llamaron a la choza del jefe para presentarme a un brujo con poderes para propiciar la lluvia. Se trataba de un valiosísimo contacto y yo llevaba varias semanas pidiéndole con insistencia al jefe que arreglara un encuentro. Conversamos educadamente tanteándonos uno a otro. Se suponía que yo no sabía que era un brujo de la lluvia; el entrevistado era yo, y creo que le impresionó mucho mi respetuosa actitud. Convinimos en que le haría una visita. Yo tenía prisa por marcharme porque había comprado un poco de carne por primera vez en un mes y la había dejado al cuidado de mi ayudante. Me levanté y le estreché la mano cortésmente. «Discúlpeme —dije—, tengo que guisar un poco de carne.» Al menos es lo que pretendía decir, pero debido a un error de tono declaré ante una perpleja audiencia: «Discúlpeme, tengo que copular con el herrero».

Los habitantes de mi poblado se volvieron rápidamente expertos en traducir lo que había dicho a lo que quería decir. Es difícil discernir hasta dónde se incrementó mi dominio de la lengua y hasta dónde les enseñé a entender mi chapurreo particular.

No obstante, seguía convencido de que para los dowayos yo no era sino una simple curiosidad. Es falso que el aburrimiento sea una queja exclusivamente endémica de la civilización. La vida rural de África es tediosa a más no poder, no sólo para un occidental acostumbrado a una gran variedad de estímulos cambiantes, sino para los propios lugareños. Todo pequeño suceso o escándalo es comentado con deleite una y otra vez, cada novedad perseguida, cualquier alteración de la rutina saludada como un alivio de la monotonía. A mí me apreciaban porque los distraía. Nadie podía estar seguro de lo que haría a continuación. Quizá me iría a la ciudad y traería alguna nueva maravilla o alguna anécdota. Quizá vendría alguien a visitarme. Quizá me iría a Poli y encontraría cerveza. Quizá saldría con alguna nueva tontería. Era una fuente constante de conversación.

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