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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (102 page)

Difícil para mí. Ella estaba allí conociendo de antemano la tortura que sufriría en el Castel Sant'Angelo, con esas Nemes rodeando su cuerpo desnudo como aves carroñeras, con la imagen de las llamas...

Me tocó la mejilla.

—Raul, querido, estoy aquí. Ésta soy yo. Durante un año, once meses, una semana y seis horas estaré contigo. Y nunca mencionaré de nuevo esa cifra. Tenemos un tiempo infinito. Estaremos siempre juntos. Y nuestro hijo también estará contigo.

Nuestro hijo. Ni un mesías nacido de la necesidad ni una boda con un Observador. Nuestro hijo. Nuestro hijo humano, falible, un hijo que lloraría al caerse.

—¿Raul? —dijo Aenea, tocándome la mejilla con sus manos encallecidas por el trabajo.

—Hola, pequeña —dije. Y la estreché en mis brazos.

35

Martin Silenus murió al atardecer del día siguiente, varias horas después que Aenea y yo nos casáramos. El padre De Soya celebró la ceremonia, así como después celebraría la ceremonia fúnebre poco antes del ocaso. El sacerdote dijo que se alegraba de haber traído sus vestiduras y su misal.

Sepultamos al viejo poeta en un herboso acantilado a orillas del río, donde la vista de la pradera y los bosques parecía más encantadora. Por lo que sabíamos, la casa de su madre debía de haber estado en las cercanías. A. Bettik, Aenea y yo habíamos cavado una fosa profunda porque había animales salvajes en las inmediaciones —la noche anterior habíamos oído el aullido de los lobos— y luego llevamos piedras para cubrir la tierra. En la sencilla lápida, Aenea puso las fechas de muerte y nacimiento del viejo poeta —faltaban cuatro meses para que sumaran mil años completos—, talló su nombre y debajo añadió sólo NUESTRO POETA.

El Alcaudón se había quedado en el acantilado adonde había llegado con Aenea, y no se movió durante nuestra boda, ni durante la bella tarde en que falleció el viejo poeta, ni durante la ceremonia fúnebre vespertina en que sepultamos a Martin Silenus a veinte metros de ese centinela erizado de espinas. Pero mientras nos alejábamos, el Alcaudón caminó despacio hasta la tumba, la cabeza gacha, los cuatro brazos a los costados, el último fulgor del cielo reflejado en el caparazón liso y los ojos rojos. No se movió de nuevo.

El padre De Soya y Ket Rosteen nos pidieron que pasáramos otra noche en una habitación de la torre, pero Aenea y yo teníamos otros planes. Habíamos sacado equipo de camping de la nave del cónsul —balsa inflable, rifle de caza, comida congelada por si no nos iba bien con la caza— y logramos guardarlo todo en dos grandes mochilas. Ahora estábamos en el linde de la ciudad y mirábamos ese mundo crepuscular de hierba y bosque y cielo profundo. La lápida del viejo poeta era claramente visible en el ocaso.

—Pronto oscurecerá —nos advirtió el padre De Soya.

—Tenemos un farol —dijo Aenea.

—Hay animales salvajes por aquí —dijo el sacerdote—. Ese aullido que oímos anoche... Dios sabe qué depredadores acaban de despertarse.

—Esto es la Tierra —dije—. El rifle me permitirá defenderme de cualquier cosa que sea menor que un oso pardo.

—¿Y si hay osos pardos? —insistió el jesuita—. Además os perderéis. No hay caminos ni ciudades. Ni puentes. ¿Cómo cruzaréis los ríos...?

—Federico —dijo Aenea, apoyando la mano en el brazo del sacerdote—, es nuestra noche de bodas.

—Oh —dijo el sacerdote. La abrazó, me estrechó la mano, retrocedió.

—¿Puedo hacer una sugerencia, M. Aenea, M. Endymion? —preguntó A. Bettik.

Lo miré, calzándome el cuchillo en el cinturón.

—¿Vas a contarnos lo que vosotros, los habitantes del otro lado del Vacío Que Vincula, habéis planeado para la Tierra en los años venideros? ¿O para saludar personalmente a la especie humana?

El androide pareció incómodo.

—No —dijo—. La sugerencia era algo más parecido a un modesto regalo de bodas.

Nos entregó a ambos la caja de cuero.

La reconocí de inmediato. También Aenea. Nos pusimos de rodillas para sacar la alfombra voladora y desenrollarla en la hierba. Se activó al instante, revoloteando a un metro del suelo. Apilamos nuestras mochilas atrás, pusimos el rifle en su sitio y aún quedaba espacio para ambos, si yo me sentaba con las piernas cruzadas y Aenea se sentaba sobre mis brazos y piernas, su espalda contra mi pecho.

—Esto nos permitirá cruzar los ríos y eludir a las fieras —dijo Aenea—. Y esta noche no iremos lejos para encontrar un lugar donde acampar. Sólo cruzaremos el río, para que nadie oiga.

—¿Que nadie oiga? —dijo el jesuita—. ¿Pero para qué quedarse tan cerca si no podemos oír? ¿Y si pidierais ayuda y...? Oh. —Se ruborizó.

Aenea lo abrazó. Estrechó la mano de Ket Rosteen.

—Dentro de dos semanas —dijo—, agradeceré que permitas que Rachel y los demás desciendan si desean echar un vistazo. Los encontraremos en la tumba del tío Martin al mediodía. Podrán quedarse hasta el ocaso. Dentro de dos años, cualquiera que pueda libreyectarse aquí por su cuenta podrá explorar a gusto. Pero sólo podrán quedarse un mes. Y no se permitirán estructuras permanentes. Ningún edificio. Ni ciudades. Ni carreteras. Ni cercas. Dos años... —Me sonrió—. Los leones y tigres y osos y yo hemos trazado algunos planes interesantes para el futuro de este mundo. Pero durante esos dos años es nuestro. De Raul y mío. Por favor, Verdadera Voz del Árbol, cuelga un gran letrero de PROHIBIDO PASAR cuando subas a tu nave.

—Eso haremos —dijo el templario. Regresó a la torre para preparar a sus ergs para el despegue.

Nos acomodamos en la alfombra. Rodeé a Aenea con los brazos. No tenía intenciones de dejarla ir durante mucho tiempo. Un año, once meses, una semana y seis horas puede ser una eternidad si uno lo permite. Un día puede serlo. Una hora.

El padre De Soya nos dio su bendición.

—¿Hay algo que pueda hacer por vosotros en los próximos meses? —preguntó—. ¿Queréis que os haga enviar provisiones a Vieja Tierra?

Sacudí la cabeza.

—No, padre, gracias. Con nuestro equipo de camping, nuestro kit médico, la balsa inflable y este rifle nos las apañaremos. No en vano fui guía de caza en Hyperion.

—Hay una cosa —dijo Aenea, y le vi esa mueca que siempre anunciaba alguna picardía.

—Cualquier cosa —dijo De Soya.

—Si puedes regresar dentro de un año —dijo Aenea—, tal vez necesitemos una buena comadrona. Eso te dará tiempo para asesorarte sobre el tema.

El padre De Soya palideció, quiso hablar, se arrepintió, asintió.

Aenea rió y le tocó la mano.

—Sólo bromeaba —dijo Aenea—. La Dorje Phamo y Dem Loa ya han convenido en libreyectarse aquí si las necesitamos. —Me miró—. Y las necesitaremos.

De Soya suspiró, apoyó su fuerte mano en la cabeza de Aenea en una bendición final y echó a andar hacia la ciudad hasta fundirse con las sombras.

—¿Qué sucederá con su iglesia? —le pregunté a Aenea.

Ella sacudió la cabeza.

—Sea lo que fuere, tiene la posibilidad de un nuevo comienzo, de redescubrir su alma. —Me sonrió—. Y también nosotros.

Mi corazón palpitaba de nerviosismo, pero aun así hablé.

—¿Varón o niña? Nunca pregunté.

—¿Qué? —dijo Aenea, confundida.

—La razón por la cual necesitarás a la Marrana del Rayo y a Dem Loa dentro de un año. ¿Será varón o niña?

—Ah —dijo Aenea, comprendiendo. Miró hacia otro lado, se apoyó en mí, acomodó su cabeza bajo mi cuello. Pude sentir las palabras en los huesos cuando habló—. No lo sé, Raul, realmente no lo sé. Ésta es una parte de mi vida que siempre evité mirar. Todo lo que suceda a continuación será nuevo. Por atisbos del futuro, sé que tendremos un niño sano y que despedirme de ese bebé y de ti será lo más difícil que haga... mucho más que dejarme capturar en la Basílica de San Pedro y enfrentarme a los inquisidores de Pax. Pero gracias a esos atisbos también sé que cuando me reúna contigo en T'ien Shan, en mi futuro y en tu pasado, sufriendo por que no podré contarte nada de esto, me consolará saber que en este futuro nuestro hijo está bien y que tú lo criarás. Y sé que nunca permitirás que el niño olvide quién era yo ni cuánto os amé a ambos.

Recobró el aliento.

—Pero no sé si será varón o niña, ni cómo lo llamaremos. He preferido no fisgonear en este tiempo, nuestro tiempo, sino sólo vivirlo contigo día a día. Ante este futuro, estoy tan ciega como tú.

Le apoyé los brazos en el pecho y la estreché contra mí.

Oímos un carraspeo y vimos que A. Bettik todavía estaba de pie junto a la alfombra voladora.

—Viejo amigo —dijo Aenea, estrechándole la mano—. ¿Qué dices?

El androide sacudió la cabeza, luego dijo:

—¿Alguna vez leíste el soneto de tu padre dedicado a Homero, M. Aenea?

Mi querida niña reflexionó.

—Creo que sí, pero no lo recuerdo.

—Tal vez una parte se relacione con la pregunta de M. Endymion acerca del futuro de la iglesia del padre De Soya —dijo el hombre azul—. Y también con otras cosas. ¿Me permites?

—Por favor —dijo Aenea. Sentí los fuertes músculos de su espalda contra mí. Su mano me apretaba el muslo, dándome a entender que estaba tan ansiosa como yo de largarse y encontrar un sitio donde acampar. Esperé que A. Bettik fuera breve. El androide recitó:

Sí, hay luz en las costas tenebrosas,

y un prístino verdor en los abismos,

un mañana floreciente a medianoche,

visión triple en la ceguera más aguda...

—Gracias —dijo Aenea—. Gracias, querido amigo.

Se liberó de mí para besar al androide por última vez.

—Oye —dije, imitando la queja de un niño excluido.

Me besó más tiempo. Mucho más tiempo. Más hondamente.

Nos despedimos por última vez y toqué las hebras de vuelo. La antigua alfombra se elevó cincuenta metros, sobrevoló nuevamente la ciudad, la torre y la nave del cónsul, y nos llevó hacia el oeste. Confiando en la Estrella del Norte como guía, hablando sobre la posibilidad de acampar en un terreno alto a algunos kilómetros, pasamos sobre la tumba del viejo poeta, donde el Alcaudón aún montaba guardia en silencio. Planeamos sobre el río, en cuyas ondas y remolinos titilaban los últimos rayos del ocaso, y cobramos altura mirando los exuberantes prados y seductores bosques de nuestro nuevo campo de juegos, nuestro antiguo mundo. Nuestro nuevo mundo. Nuestro mundo primero, futuro y más bello.

FIN

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