Read El asesinato de la Hipotenusa Online
Authors: Emili Teixidor
—¿Y a pesar de eso dejaste la ventana abierta?
—Sí... claro... todos esperaban que lo hiciera..., no podía negarme...
—¿Vieron la carta los siete del grupo?
Salud cerró los ojos y se mordió los labios, como para recordar mejor.
—Creo... que no.
—Pero ¿sabían todos lo que el gemelo te había pedido hacer?
—Sí... todos. No hablábamos de otra cosa. Era emocionante, como un misterio.
—¿Boris también?
—Al principio, sí, pero luego se fue desinflando. Era como si las aventuras de su hermano no acabaran de gustarle o temiera comprometerle. Nosotros pensábamos que Boris se sentía culpable porque su hermano no ha tenido tan buena fortuna como él con la familia que lo ha adoptado; todo el mundo decía que son unos salvajes.
—¿Qué hiciste con la carta?
Salud me miró a mí.
—La rompió Andrés... Sí, él la hizo pedazos, antes de que pudiera verla alguien. Me convenció de que era mejor no dejar pruebas que luego pudieran comprometernos.
—Pero... ¿quién depositó la carta en tu pupitre?
Salud se encogió de hombros.
—Mamal, el hermano gemelo, digo yo.
—¿Y cómo entró en el colegio? ¿No es más difícil y expuesto entrar en el colegio de noche, sin ayuda, que en casa de la señorita de matemáticas?
—Las dos cosas son difíciles... si alguien no te ayuda desde dentro.
—¿No caísteis en la cuenta de este detalle ni se os ocurrió preguntaros cómo había llegado la carta a tu pupitre?
—No... Todo lo relacionado con el fabuloso hermano gemelo de Boris era tan emocionante, tan misterioso, que nos pareció normal el hecho de encontrar la carta en el pupitre. Podía habérmela enviado por correo, o habérsela dado a Boris para que la dejara en mi pupitre o me la entregara... ¿Tan importante es ese detalle?
—Es importante porque demuestra que estabais tan deslumbrados por la figura del hermano gemelo y por la esperanza de que él resolviera todos vuestros problemas, que no os dabais cuenta de lo que pasaba ante vuestros ojos. Malaquías no os dejaba ver más allá de vuestras narices.
—¿Eso quiere decir que no fue él quien dejó la carta?
—Claro que sí... ¿Y tampoco reconociste la caligrafía?
—Era una nota muy corta, un aviso...
—Pero la letra... ¿reconociste la letra?
—¿Quiere decir que no la había escrito él?
—¿Cómo podías saber tú que era su letra?
—No podía reconocerla, claro. Imaginé que sería la suya...
—¿No te pareció rara la caligrafía?
—Me pareció normal.
—¿Normal? ¿Qué significa eso?
—Que podía haberla escrito cualquier compañero...
—Exacto.
—¿O sea que...?
—El autor era un compañero de clase. El mismo que la depositó en el pupitre. El mismo que te aconsejó que, para no dejar pruebas, era mejor romperla, rasgarla en mil pedazos, que no quedara ni rastro de ella. Nuestro cronista, Andrés.
—¿Andrés?
—¿Andrés?
—Andrés, sí.
—Que hable, pues. Que diga todo lo que sabe.
—Andrés no dirá nada. Le hemos prohibido que abra la boca. Su único trabajo es escribir. Y su declaración se incluirá al final de la crónica que ha ido redactando sobre «el crimen de la Hipotenusa», el caso que nos ocupa. Su confesión, escrita, será el último testimonio de esta historia. ¡Y basta!
Con esas palabras, el inspector cortó las preguntas que Salud tenía preparadas y en la punta de la lengua, y las protestas de los demás compañeros —Carlota Verduguilla Torrente, Nico Deltoide Ferrer, María Roja y Rodolfo Violentino, o sea, todos menos Boris—, que habían entrado de nuevo en la sala-biblioteca del tribunal por orden del inspector. El policía alto de la puerta les había hecho pasar a todos juntos, al grupo casi completo, y habían entrado con la mirada baja y la cabeza gacha, como abatidos. Con andar cansino, se sentaron al lado de Salud, que los acogió con la sonrisa algo apagada, decepcionada del rumbo que seguían las cosas. Y cuando intentó abrir la boca, el inspector se le echó encima con un desaforado «¡y basta!».
—Un momento de atención, por favor —continuó el policía en un tono de voz más civilizado—. Vuestras declaraciones han sido muy interesantes y espero que útiles. Ya sé que habéis hablado de algunos de esos problemas con la doctora Kellerman... Nosotros también lo hemos hecho, y no solamente con ella, que es quien conoce el caso más de cerca, sino también con el profesor Goyo Juncosa, que nos acompaña, y con otros expertos. Por eso puedo aseguraros que la mejor solución es la que vamos a tomar dentro de un momento.
Hizo una pausa para llenarse el pecho de aire y pedir con la mirada la aprobación de los dos psicólogos que tenía a su lado.
—Dentro de un momento llamaremos a Boris. Parece que ha quedado claro que el culpable es su hermano gemelo, Malaquías. Todas las pruebas le acusan. Pero si recordáis alguna cosa más que pueda ayudarnos a ser más justos, decidla sin temor antes de que entre Boris.
Mis compañeros se miraron con ojos interrogantes. Todos tenían cara de no saber qué decir. Y todos evitaban mirarme a mí, que, atareado con los apuntes, no levantaba la cabeza de mi trabajo y sólo los espiaba de reojo.
—No... no hay nada más.
—Lo hemos dicho todo...
—Todo lo que se refería al hermano gemelo y a los exámenes...
—A Boris no le ocurrirá nada malo, ¿verdad? —preguntó la Pitufa con un punto de inquietud—. De hecho, él...
Y se detuvo. La observábamos con curiosidad, pero Salud no dijo nada más. Todos comprendimos que iba a decir: «De hecho... él no tiene ninguna culpa», pero sabíamos que eso no era completamente cierto y que por eso había callado Salud.
—Al contrario —dijo el profesor Juncosa, una voz que apenas conocíamos—: este acto representará para él una liberación. No os preocupéis, que no le ocurrirá nada malo. Precisamente nosotros, la doctora Kellerman y yo, estamos aquí para amortiguar el golpe. Casi no hemos intervenido en los interrogatorios porque nuestro verdadero trabajo empieza ahora.
—Como ya sabéis —continuó el inspector—, Boris ha escuchado vuestras declaraciones desde el despacho de al lado, donde se oye perfectamente todo lo que se habla aquí, en compañía de un agente y del abogado. Y en estos momentos ha salido porque acaba de llegar su padre adoptivo, que le acompañará cuando entre en esta sala, dentro de unos segundos. Ha oído todo lo que habéis declarado y no ha manifestado en ningún momento que no estuviera de acuerdo con vuestras palabras.
—Parece, pues, que ha llegado el momento del veredicto —anunció solemne la doctora Kellerman.
—¡Un momento! —levantó las manos el inspector—. Se me ocurre que quizá fuera mejor hablar con Boris a solas, sin la presencia de sus compañeros...
—Tarde o temprano, tendrá que enfrentarse con ellos... —protestó la psicóloga.
—Sí, pero más adelante. Después, cuando haya digerido toda la carga del hermano gemelo —insistió el inspector.
—No estaba previsto así —comentó el profesor Goyo Juncosa—, pero es que lo habíamos pensado en frío. Aquí, en caliente, yo también creo, como el inspector, que es mejor hablar con Boris y su padre sin nadie más y dejar para más adelante el encuentro con los compañeros...
—Eso significa dos terapias... —calculó la doctora Lechuza.
—Depende de cómo encaje la primera sesión —matizó el profesor.
—Podemos llamarle este mediodía... —propuso Salud Mir.
—O salir con él esta noche... —insinuó Nico Ferrer.
—Sí, pero sin olvidar que vosotros también debéis mostraros tan culpables como Boris, si no más —precisó la doctora Olivia Kellerman.
—Pero... ¿no nos redime de la culpa la penitencia que hemos hecho durante todos esos días para ayudar a Boris? —sonrió Salud.
—Hasta la señorita Cinta Olius nos perdonaría, si resucitara con más sentido del humor del que gastaba en vida —añadió Román Veira, utilizando también el poder de su sonrisa.
—Perdonaros, quizá —resumió el inspector—, pero aprobaros las matemáticas sin estudiar, lo dudo mucho. ¡Ni en el otro mundo las pasaréis sin estudiar fuerte, holgazanes!
Boris no soltó ni una lágrima ni hizo ninguna escena trágica, como nos temíamos. Mejor dicho, como habían previsto los dos sabios psicólogos. Sólo apretó con más fuerza la mano que su padre —un hombre agradable, de cabello blanco y cara sonrosada— le cogía, e inclinó levemente la cabeza hacia el brazo del caballero, como si por un momento hubiera pensado abrazarle o refugiarse en él.
El padre de Boris no escuchaba las palabras del inspector. Sólo miraba al chico y le pasaba la mano libre por la cabeza, en un gesto de afecto y protección.
—El análisis de las manchas de sangre halladas en el despacho de la profesora que me acaban de remitir del laboratorio en este instante —hablaba el inspector jugando con un sobre y unos papeles que le había entregado uno de los auxiliares al terminar la reunión general de acusados—, indica que no pertenecen a la señorita Olius, como temíamos.
Los ojos de Boris se iluminaron. El inspector no lo advirtió y, tras una corta pausa, continuó:
—Y tengo una noticia todavía más importante, que confirma el resultado del análisis de las manchas: la señorita Cinta Olius ha llamado a la comisaría del barrio hace poco rato, muy excitada porque dice... —el inspector se ayudó con la lectura de unos papeles—: dice que la noche pasada, poco después de acabada la reunión con los alumnos difíciles, oyó un ruido sospechoso en su despacho y acudió a ver qué era, casi muerta de miedo, pensando que algún ladrón había penetrado por la ventana. Atrapó a un chico andrajoso revolviendo los papeles y los cajones de su mesa y los ordenadores. La profesora creyó que buscaba dinero o joyas. Dice que el ladronzuelo, al verse descubierto, se asustó tanto como ella y, cuando intentaba huir por la ventana abierta, tropezó con una silla y cayó al suelo. Y ella, alarmada, sin darse cuenta de lo que hacía, agarró una pala de las herramientas del jardín que había junto a la puerta y empezó a darle golpes. La pala de hierro dio en la cabeza del chico y se la abrió. Al ver la sangre, la profesora se detuvo, más asustada que antes. Y el caco aprovechó el momento para saltar por la ventana como pudo y desaparecer con las manos en la cabeza, manchado de sangre.
Ni Boris ni su padre dijeron nada, inmóviles ante la tribuna.
—Esta mañana, a primera hora —continuó el inspector, guiándose por los papeles—, los vecinos han descubierto manchas de sangre en el jardín y en la acera, y al comprobar que en casa de la profesora no contestaba nadie, han avisado a la policía y nos hemos puesto en movimiento.
Boris abrió la boca, como si intentara decir algo, pero no dijo nada, y el gesto quedó como si le hubiera faltado aire para respirar.
—Pasado el primer momento de aturdimiento, la profesora reaccionó con sentimientos de culpa, pensando que el chico era un desgraciado y que la
herida grave que le había causado era un daño más fuerte que los papeles y libros que habría podido robarle, y salió a la calle a ver si lo encontraba. Ha pasado la noche buscándolo por rincones y portales, por parques y jardines, y por callejuelas y antros de todo tipo. Incluso ha recorrido los hospitales y dispensarios de urgencias de toda la ciudad preguntando si había ido a curarse. Hasta que esta mañana se le ha encendido la lucecita de las buenas ideas para advertirle que debía avisar a la policía y nos ha dicho que...
Entonces, Boris exclamó con voz alterada, interrumpiendo la explicación del inspector:
—¡El culpable soy yo!
—No, Boris —replicó el inspector—. No quieras proteger a tu hermano. Todas las pruebas le acusan. Él es el único culpable. Hay que esperar hasta que la profesora nos facilite la descripción del ladronzuelo, pero yo apostaría cualquier cosa a que el culpable total es Malaquías. El caso es...
En este momento, el padre de Boris dejó la mano del muchacho y le puso las suyas en los hombros para acogerlo en una especie de abrazo, como si intentara protegerlo de algún peligro.
—El caso es... que así como hasta ahora temíamos que a la profesora le hubiera ocurrido algo malo, incluso irreparable, en este momento nuestra preocupación se centra en Malaquías... ¿Dónde puede haberse metido con la cabeza partida, medio muerto como andaba? Imaginad que en su huida, con el afán de ocultarse, cae bajo las ruedas de un camión, o se refugia entre las ruinas de una casa destruida, o se dirige hacia el puerto y se cae al mar... ¡y no podemos dar con él nunca más!
Aquella mañana, Boris había llegado con retraso, como de costumbre. También yo me retrasaba muchas veces. Normalmente llegaba a clase a tiempo. Pero de vez en cuando me ponía a leer por la noche a escondidas alguna novela de las que me apasionaban y, como no podía dejar la lectura, me dormía a las tantas de la madrugada y por la mañana no había fuerza humana capaz de sacarme de la cama.
Es lo que me ocurrió la mañana en que Salud Mir encontró en el fondo de su pupitre la nota del hermano de Boris. O mejor dicho, la mañana anterior, porque el sobre con la nota escrita pidiéndole que dejara la ventana abierta lo deposité yo mismo la mañana siguiente a la que no llegué a tiempo para la primera clase.
Delante del edificio del colegio había un bar sucio y oscuro, una especie de tugurio infecto, una covachuela, en el que nos refugiábamos los compañeros para desayunar, telefonear, jugar a marcianitos, beber colas y litronas, o esperar la hora de la segunda clase, cuando llegábamos tarde a la primera. A pesar de sus defectos, y los tenía casi todos, el Bar Quita, que nosotros habíamos rebautizado como el Cubil de las Moscas, tenía dos virtudes importantísimas para los estudiantes: primera, era muy barato, y segunda, la propietaria, doña Moniquita, nos fiaba cuando estaba de buen humor.
Aquella mañana, al ver que llegaba con retraso, me dirigí directamente al Cubil de las Moscas a esperar la hora. Ya que no había podido dormir a gusto, por lo menos desayunaría como un señor.
Nada más entrar, me encontré con la gran sorpresa de ver ante una de las mesas a Boris escribiendo en un papel que parecía una carta. Se hallaba tan concentrado en el trabajo, que no se dio cuenta de mi entrada. En el local no había nadie más, sólo nosotros dos y doña Quita fregoteando detrás del mostrador.
Me acerqué a la mesa de Boris, admirado de haberlo atrapado escribiendo. Ésa era la gran sorpresa, no el hecho de encontrarlo en el Cubil por falta de puntualidad, pues Boris es de esas personas que no leen un libro ni escriben una nota si no es bajo amenaza de muerte. Y me entró una gran curiosidad por saber qué escribía y a quién.