El Avispero (29 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

—¡Mierda! —masculló Axel cuando alcanzó las puertas acristaladas que daban paso al aparcamiento, mientras Brazil lo abandonaba ya a bordo de su viejo BMW.

Panesa, el editor, tenía una cena de gala aquella noche y se dirigía a casa a una hora insólitamente temprana. Cuando estaba a punto de poner en marcha su Volvo plateado, con su récord de seguridad incomparable y su doble airbag, fue testigo de la desvergonzada conducta de Axel.

—¡Eh! —lo llamó, sacudiendo la cabeza mientras desocupaba el espacio de aparcamiento reservado para él en el centro de la mejor zona, a menos de veinte pasos de las puertas de cristal de la entrada. Bajó la ventanilla y detuvo en seco a Axel.

—Ven aquí —le dijo.

Axel dedicó a su jefe una sonrisa a lo Matt Dillon, taimada y sexy, y se acercó. ¿Quién podía resistirse?

—¿Qué sucede? —preguntó con un movimiento que mostraba todo el vigor de su musculatura.

—Déjalo en paz, Axel —le dijo Panesa.

—¿Qué quieres decir? —Axel se tocó el pecho en un gesto de pura y dolida inocencia.

—Sabes perfectamente de qué hablo.

Panesa aceleró el motor, se puso el cinturón de seguridad, cerró las puertas, comprobó los retrovisores y agarró el micrófono de su radioemisor con frecuencia privada para comunicar a la asistenta que iba de camino.

Cuanto más tiempo llevaba Panesa en el negocio de los periódicos, más paranoico se volvía. Igual que Brazil, Panesa había empezado como reportero policial, y a los veintitrés años ya conocía a fondo todo lo repugnante, asqueroso, cruel y doloroso que una persona podía infligirle a otra. Había escrito artículos sobre niños asesinados, sobre atracos, sobre maridos con guantes negros y capuchas que apuñalaban a esposas separadas y a amigas antes de rajarles la garganta y huir a Chicago. Panesa había interrogado a mujeres que sazonaban amorosamente la comida hogareña con arsénico, y se había ocupado de accidentes de tráfico, caídas de aviones, descarrilamientos de trenes, saltos de paracaidismo libre que salían mal, zambullidas con escafandra que resultaban peor, borrachos practicantes de puenting que olvidaban atarse la cuerda, de accidentes y de ahogamientos. Por no hablar de otros espantos que no terminaban en la muerte. Su matrimonio, por ejemplo.

Panesa corrió frenéticamente entre el tráfico del centro como un jugador de los Green Bay Packers, cortando a otros vehículos, vete a la mierda, imbécil, ya puedes tocar la bocina todo lo que quieras, apártate de mi camino. Iba a llegar tarde otra vez. No fallaba nunca. Aquella noche, la cita era con Judy Hammer, que al parecer estaba casada con un patán. Hammer evitaba lucir a su esposo en público siempre que podía, y Panesa comprendía que lo hiciera si el rumor era cierto. Aquella noche se celebraba el banquete anual de los premios del NationBank al Servicio Público, y tanto Panesa como Hammer recibirían galardones, al igual que la fiscal de distrito, Gorelick, que había salido mucho en las noticias últimamente con críticas agrias a la Asamblea General de Carolina del Norte por no soltar el dinero necesario para contratar a diecisiete ayudantes en la fiscalía del distrito, cuando lo que realmente necesitaba la región de Charlotte-Mecklenburg era un par de forenses más. El banquete se celebraba en el Carillon, con sus maravillosas pinturas y móviles. Panesa iba al volante.

Aunque el coche particular de Hammer era un Mercedes, no era nuevo y sólo tenía un airbag, en el lado del conductor. Panesa no viajaría en nada que careciese de una protección similar en el lado del copiloto, y así había quedado claro desde el principio. Hammer también se dirigía a su casa temprano, a la salida del despacho. Seth estaba ocupado en el jardín, quitando malas hierbas y abonando. Había hecho galletas y llegó hasta Hammer el olor a mantequilla y azúcar horneados. Observó las huellas delatoras de la harina en la mesa. Cuando se asomó a la ventana para verlo, Seth la saludó agitando un manojo de cebollas silvestres. Parecía de buen humor.

Se dirigió al dormitorio a toda prisa. Se asustó al ver la imagen que le devolvía el espejo. Se lavó la cara, echó una dosis de gel moldeador sin alcohol en la mano y se impregnó los cabellos. Después, empezó de nuevo con el maquillaje. Las cenas de gala siempre eran un problema. Los hombres tenían un esmoquin o lo alquilaban. Pero ¿y las mujeres? Hasta que había entrado en casa, que olía como una pastelería, no había pensado ni por un momento en qué ponerse. Sacó una falda negra de satén, una chaqueta dorada y negra de talle corto, con cuentas, y una blusa negra de seda con finos flecos.

Lo cierto era que Hammer había ganado casi dos kilos desde la última vez que había llevado aquel conjunto, en un acto de recogida de fondos de Jaycee's en Pineville, hacía un año más o menos, si no la engañaba la memoria.

Consiguió abotonarse la falda pero no quedó muy satisfecha. Tenía un poco más de tripa de lo habitual y no le gustaba llamar la atención a lo que normalmente mantenía reservado. Tiró malhumorada de la chaqueta para ajustársela y se preguntó si se habría encogido con la limpieza en seco, en cuyo caso no sería culpa suya. Cambiar unos aros por los sencillos pendientes de tuerca con diamantes siempre resultaba complicado cuando tenía prisa y estaba algo nerviosa.

—¡Maldita sea! —exclamó, y cerró el desagüe del lavabo justo a tiempo de evitar que una de las tuercas de oro se colara por él.

Panesa no necesitaba a nadie que le hiciera las compras, no tenía preocupaciones de peso y podía vestir lo que quisiera cuando le apeteciera. Era oficial de la cadena de periódicos Knight-Ridder y prefería el Giorgio Armani etiqueta negra que no encontraba en Charlotte.

Al parecer, los fans de los Hornets tenían otras prioridades que envolver a sus esposas en vestidos extranjeros de dos mil dólares, y las compras seguían siendo una dificultad en la Ciudad de la Reina. Panesa quedaba deslumbrante con un esmoquin de solapas satinadas y pantalones con rayas finas. Era de seda negra y lo complementaba con un reloj de oro de acabado mate y unos zapatos negros de lagarto.

—Dime —murmuró Panesa cuando Hammer subió a su Volvo—, ¿cuál es tu secreto?

—¿Secreto? —Hammer no tenía idea de a qué se refería. Se puso el cinturón de seguridad.

—Estás deslumbrante.

—Exageras —dijo Hammer.

Panesa salió del camino particular de la casa haciendo marcha atrás, mirando por los retrovisores, y se fijó en el hombre gordo atareado con los geranios. El gordo los vio marcharse y Panesa hizo como que no se daba cuenta, ocupado en el mando del aire acondicionado.

—¿Compras por aquí cerca? —le preguntó Panesa.

—Pues sí, no me queda más remedio.

Hammer suspiró. ¿De dónde iba a sacar tiempo?

—Deja que adivine… ¿Montaldo's?

—Nunca —respondió Hammer—. ¿Has observado cómo te tratan en sitios así? Quieren venderme algo porque puedo permitírmelo, y entonces me tratan como un inferior. Si tan inferior soy, me pregunto por qué son ellos los que venden medias y ropa interior.

—Eso es absolutamente cierto —asintió Panesa, quien jamás había comprado en una tienda que no tuviera ropa para hombre—. Y lo mismo puedo decir de algunos restaurantes que no quiero volver a pisar.

—Morton's —supuso Hammer, aunque ella no había comido nunca allí.

—Si estás en su lista de clientes distinguidos, no. Te dan una tarjetita y siempre tienes mesa y buen servicio.

Panesa cambió de carril.

—Los funcionarios de policía deben andarse con cuidado en asuntos así —recordó Hammer al editor, cuyo periódico habría sido el primero en publicar un artículo respecto a la categoría de «cliente distinguida» de Hammer o de cualquier otro posible trato de favor que pudiera tener como resultado una mejor protección policial de un establecimiento que de otros.

—Lo cierto es que últimamente no como mucha carne roja —añadió Panesa.

Pasaban ante el hotel Traveler's situado encima del Presto Grill, que Hammer y West habían hecho bastante famoso en los últimos tiempos. Panesa sonrió al recordar el artículo de Brazil sobre Batman y Robin. El hotel era un tugurio infecto, pensó Hammer, asomada a su ventanilla. Oportunamente, estaba frente por frente de la oficina municipal de empleo de Trade Street y contigua a la lavandería Dirty Laundry Cleaner & Laundry. En el vestíbulo del Traveler's no se permitía comer ni beber. Y habían tenido allí a un asesino con un hacha, hacía varios años. ¿O había sido en el motel Uptown? Hammer no se acordaba bien.

—¿Cómo te mantienes en forma? —Panesa continuó con sus comentarios superficiales.

—Camino todo lo que puedo. No como grasas —respondió Hammer, y rebuscó el lápiz de labios en el bolso.

—No es justo. Conozco mujeres que caminan en la cinta sin fin durante una hora cada día y tienen unas piernas que no se parecen en nada a las tuyas. Quiero saber dónde está la diferencia, exactamente.

—Seth se come todo lo que hay en casa —soltó Hammer—. Come tanto que me hace perder el apetito. ¿Sabes cómo se siente una cuando llega a casa a las ocho de la tarde después de un día de perros y ve a su marido aparcado delante del televisor viendo un culebrón y apurando el tercer cuenco de enchilada Hormel con carne de vaca y fréjoles?

Así que los rumores eran ciertos. De pronto Panesa sintió lástima de Hammer. Cuando el editor del
Charlotte Observer
se encaminara a su casa, donde no habría nadie salvo la asistenta, ésta le prepararía unas pechugas de pollo y unas ensaladas de espinacas. Qué horrible perspectiva para Hammer. Panesa miró a su colega de satén y pedrería, y se arriesgó a alargar la mano y dar unas palmaditas en la de Hammer.

—Eso suena horrible —dijo con tono comprensivo.

—Realmente, necesito perder unos kilos —confesó Hammer—. Pero tengo tendencia a criar michelines, más que a engordar de piernas. —Panesa buscó un aparcamiento cerca del Carillon, donde Morton's of Chicago, el asador, hacía un buen negocio sin necesidad de tenerlo.

—Cuidado con la puerta —dijo el editor—. Lo siento, he quedado un poco cerca del parquímetro. Supongo que no tengo que poner nada.

—A partir de las seis, no —respondió Hammer, que lo sabía muy bien.

La mujer pensó en lo agradable que sería tener un amigo como Panesa. Él pensó en lo agradable que sería salir con Hammer a navegar, o a practicar con motos de nieve, o hacer el almuerzo o las compras de Navidad juntos, o simplemente hablar delante del fuego. Otra de las ideas era emborracharse, cuando en condiciones normales sería un gran problema para el editor de un periódico reconocido en todo el país o para la jefa de un departamento de policía formidable. Hammer había bebido más de la cuenta con Seth de vez en cuando, pero no tenía sentido. Él se ponía a comer y ella se dormía. Panesa había llegado a beber solo, lo cual era peor, sobre todo cuando se olvidaba de dejar que el perro volviera a entrar.

Emborracharse era una forma enrarecida de desaparecer de en medio, y todo era cuestión del momento y el lugar oportunos. No era nunca algo que Hammer comentase con nadie. Tampoco Panesa. Ninguno de los dos acudía a terapia en aquellos momentos. Por esa razón fue casi un milagro que los dos, después de tres copas de vino, estuvieran en condiciones de seguir la conversación mientras alguien pontificaba respecto a incentivos económicos y desarrollo y reubicaciones de empresas, y de la inexistente tasa de criminalidad de Charlotte. Panesa y Hammer apenas tocaron el salmón al hinojo. Se dedicaron al Wild Turkey. Ninguno de los dos guardó un recuerdo claro del momento en que recibían sus premios, pero todos los presentes consideraron a Hammer y a Panesa personajes animados, chispeantes, divertidos y buenos oradores.

De vuelta a casa, Panesa tuvo la atrevida idea de aparcar el coche cerca de Latta Park, en Dilworth, y entonar canciones y charlar con los faros apagados. Hammer no estaba de humor para irse a casa. Panesa sabía que si volvía a la suya, enseguida sería hora de levantarse y volver al trabajo.

Su tarea ya no le resultaba tan interesante como antes, pero aún tenía que reconocerlo y aceptarlo. Sus hijos estaban ocupados en sus vidas, llenas de actividad. Panesa salía con una abogada a la que gustaba ver cintas de la emisora de televisión que retransmitía los juicios, y comentar lo que ella habría hecho de otra manera. Panesa deseaba librarse de ella.

—Creo que deberíamos marcharnos —apuntó Hammer cuando ya llevaban casi una hora sentados dentro del Volvo, a oscuras, charlando.

—Tienes razón —respondió Panesa, que tenía un trofeo en el asiento trasero y un vacío en el corazón—. Judy, tengo que decirte una cosa.

—Dime —asintió Hammer.

—¿Tienes un par de amigos con los que simplemente te lo pasas bien?

—No.

—Yo tampoco —confesó Panesa—. ¿No te parece bastante increíble?

Hammer tardó un momento en analizar el asunto.

—No —decidió por último—. Nunca he tenido un par de amigos. Ni en la escuela elemental, cuando era la mejor de todos jugando a
kickball.
Ni en el instituto, cuando era buena en matemáticas y presidenta del alumnado. Ni en la facultad. Y tampoco en la academia de policía, ahora que caigo.

—Yo era bueno en inglés —evocó Panesa—. Y a jugar a «matar» con la pelota. Fui presidente del Club de la Biblia durante un curso, pero no me lo eches en cara. Otro año en el equipo de baloncesto de la facultad, pero fue horrible: me eliminaron por faltas personales en el único partido en que entré a jugar, cuando íbamos perdiendo por cuarenta puntos.

—¿Dónde quieres ir a parar, Richard? —le interrumpió Hammer, cuyo carácter la llevaba a caminar deprisa y a no andarse con rodeos.

Panesa guardó silencio un instante.

—Creo que la gente como nosotros necesita amigos —le dijo por fin.

West también necesitaba amigos pero nunca lo reconocería ante Brazil, que estaba dispuesto a resolver todos los delitos de la ciudad aquella misma noche. West estaba fumando y Brazil comiendo una barra de Snickers cuando la emisora policial les hizo saber que se necesitaba de todas las unidades en la zona de Dundeen y Redbud para la búsqueda de un cadáver en un campo. Varias linternas cortaron la oscuridad y los acompañó el sonido de sus pies al moverse entre zarzas y hierbas mientras Brazil y ella escrutaban la oscuridad. Brazil estaba obsesionado y había conseguido adelantarse a West, barriendo el terreno con la linterna. Ella lo agarró por la parte de atrás de la camisa y tiró de él para obligarlo a retrasarse, como si fuera un cachorro malo.

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