El barón rampante

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Authors: Italo Calvino

 

Cuando tenía 12 años, Cósimo Piovasco, barón de Rondó, en un gesto de rebelión contra la tiranía familiar, se encaramó a una encina del jardín de la casa paterna. Ese mismo día, el 15 de junio de 1767, encontró a la hija de los marqueses de Ondariva y le anunció su propósito de no bajar nunca de los árboles. Desde entonces y hasta el final de su vida, Cósimo permanece fiel a una disciplina que él mismo se ha impuesto. La acción fantástica transcurre en las postrimerías del siglo XVIII y en los albores del XIX. Cósimo participa tanto en la revolución francesa como en las invasiones napoleónicas, pero sin abandonar nunca esa distancia necesaria que le permite estar dentro y fuera de las cosas al mismo tiempo.

Italo Calvino

El barón rampante

ePUB v1.1

Doña Jacinta
05.11.11

Corrección de erratas por Doña Jacinta

Título original:
Il barone rampante

Edición original: Giulio Einaudi Editore, 1957

Traducción: Francesc Miravitlles

ISBN: 84-02-04038-8

Prólogo

De las tres fábulas de Italo Calvino (San Remo, 1923) que componen el ciclo
Nuestros antepasados,
acaso
El barón rampante
sea la más redonda y perfecta. Y no sólo a causa de su extensión, que duplica con creces la de los otros dos relatos, sino por su complejidad, por su entidad de obra en sí, al margen de las otras dos. Tanto el Medardo de
El vizconde demediado
como el Agilulfo de
El caballero inexistente
son ideas, símbolos, esquemas, que su autor echa a andar mundo adelante como «enxemplos morales» de una humana condición escindida, falta de identidad; mientras que el Cósimo de
El barón rampante
es todo un personaje, de los pies a la cabeza, y a su alrededor va creciendo, con el progresar de las páginas del libro, todo un mundo fascinante, articulado y coherente.

El barón rampante,
la segunda cronológicamente de las novelas del ciclo (escrita en 1956-1957) surgió, confiesa el propio Calvino, como concreción de su verdadero tema narrativo: «Una persona se fija voluntariamente una difícil regla y la sigue hasta sus últimas consecuencias, ya que sin ella no sería él mismo ni para sí ni para los otros.»

Y eso es lo que hace Cósimo Piovasco de Rondó, a la temprana edad de doce años, cuando el 15 de junio de 1767, rebelándose contra la tiranía familiar, se encarama a una encina del parque de la casa paterna. El impulso, en principio irracional, queda formulado en palabras y esboza sus primeras reglas ese mismo día, cuando Cósimo se encuentra con la niña de los marqueses de Ondariva, vecinos no muy amistosos de los Rondó. Y una vez explicitada la resolución, la magia del verbo se suma a la inicial cabezonada y Cósimo engrosa las filas del «sostenella y no enmendalla», pues para eso es honrado y principal...

Pero este
sostenella
del baroncito de Rondó no es mero empeño terco, ni sólo testarudez obstinada. Una vez decidido a pasar su vida sobre los árboles, el protagonista de
El barón rampante
no se desentiende del mundo que tiene a sus pies. La novela no nos habla de una huida de las relaciones humanas, de la actividad, de la política. Cósimo, en sus árboles, es más
homo faber
que sus inútiles congéneres de la nobleza dieciochesca; se niega a caminar por tierra como los demás, pero no es un misántropo, sino un hombre consagrado de continuo al bienestar de los otros —tras haberse asegurado el propio, con los deliciosos inventos que llenan los primeros capítulos del libro—, inserto en el movimiento de su época, que aspira a participar en todos y cada uno de los aspectos de la vida: desde el progreso de las técnicas a la administración local, desde la política a la vida galante. Como dice Calvino en el prólogo a la edición de
I nostri antenati
(junio de 1960): «...El único camino para estar con los otros de verdad era estar separado de los otros, imponer tercamente a sí y a los otros esa incómoda singularidad y soledad en todas las horas y en todos los momentos de su vida, como es la vocación del poeta, del explorador, del revolucionario.»

Aunque la intervención central de la novela es pura fantasía, queda ligada, sin embargo, con refinada desenvoltura a los acontecimientos históricos que sacudieron los años finales del siglo XVIII y los albores del XIX. Cósimo, que pasa en los árboles más de medio siglo —cincuenta y tres años, para ser más exactos—, participa desde su mundo vegetal en las conmociones producto de la Revolución francesa, de las invasiones napoleónicas; se entrevista con el mismísimo Napoleón en una de las páginas más brillantemente irónicas del libro, y despide desde su superior atalaya al tolstoiano príncipe Andrei, el cual le aporta —con su conciencia de hacer una cosa horrible, la guerra, por unos ideales que no sabría explicarse a sí mismo— una confirmación de que allá arriba en los árboles el barón de Rondó está haciendo algo bueno, aunque tampoco sepa a veces explicarse a sí mismo sus ideales.

El «pasatiempo privado» que para Italo Calvino había constituido la escritura de
El vizconde demediado,
asciende a categoría narrativa en
El barón rampante.
¿Cómo nace el libro? «También en este caso —son palabras de Calvino— tenía hacía tiempo una idea en la cabeza: un muchacho que sube a un árbol; sube, ¿y qué le ocurre? Sube, y entra en otro mundo. No: sube y encuentra personajes extraordinarios. Esto es: sube, y de árbol en árbol viaja días y días, más aún, nunca vuelve a bajar, se niega a descender al suelo, pasa en los árboles toda su vida. (...) El hombre completo, que en
El vizconde demediado
yo no había aún propuesto claramente, aquí en
El barón rampante
se identificaba con quien realiza su plenitud sometiéndose a una ardua y reductiva disciplina voluntaria.»

En el curso de la composición, al autor le ocurre algo desacostumbrado: tomar en serio a su personaje, creer en él, identificarse con él. ¿Cuánto tiene Italo Calvino de Cósimo de Rondó, es decir, de quien toma sus distancias respecto a sus semejantes, sin que esa toma de distancia excluya el compromiso? En una entrevista de hace un par de años («Cuadernos para el Diálogo, núm. 210, 13 de mayo de 1977, pág. 78), Calvino afirmaba: «Debo tener bastante, sí, aunque yo no programé la novela para decir eso; fue después de escribirla cuando descubrí que el personaje se me parece bastante..., porque el barón es un personaje que participa en la vida de todo el mundo, pero guarda una distancia, porque ocurre que los poetas pueden ser también revolucionarios; es una distancia necesaria que permite ver mejor las cosas, estar fuera y dentro de ellas al mismo tiempo.»

Quizá la parábola del hombre trepador sea la respuesta que Calvino, salido de las filas del PCI por los años de la redacción del libro, en 1957, cuando los sucesos de Hungría, quiso dar a quienes le acusaban de hurtar el cuerpo a sus obligaciones de intelectual orgánico. En el fondo,
El barón rampante
es una afirmación de optimismo histórico, pues en la novela, según su autor, se trata sólo «de encontrar la relación justa entre la conciencia individual y el curso de la historia».

En
El barón rampante,
cuya peripecia no voy a desentrañar —cincuenta y tantos años en las copas de los árboles dan para mucho, incluyendo toda una educación sentimental—, el autor vuelve sobre el tema roussoniano de la libertad en la Naturaleza, de la bondad innata del hombre, de las excelencias del instinto; a ellas se contrapone la opresión de las instituciones creadas por la sociedad: la familia, la ley, la educación. Curiosamente la cultura, despreciada por Cósimo al principio, vuelve pronto por sus fueros. Diríase que Cósimo se siente más libre cuanto más culto sea, y se convierte por propia iniciativa en un enciclopedista, aunque arbóreo, eso sí. La cultura desempeña, pues, un papel fundamental en esa búsqueda de la plenitud que el baroncito emprende nada más trepar al primer árbol. Y, paradójicamente, el «hombre-pájaro de Ombrosa» discurseará ante quienes desde abajo le escuchan sobre las virtudes de la Razón Universal y preparará un «Proyecto de Constitución de un Estado ideal fundado en los árboles», donde describe la imaginaria República de Arbórea, habitada por hombres justos. La calidad de solitario de Cósimo de Rondó se ve confirmada por el epílogo que nunca escribió para su «Proyecto de Constitución», ya que la obra quedó inacabada; «El autor, tras fundar el Estado perfecto en lo alto de los árboles y convencer a toda la humanidad de que se estableciera en ellos y viviera feliz, bajaba a habitar en la tierra, que se había quedado desierta.»

Este empecinamiento del protagonista en su soledad acompañada lo ejemplifican a la perfección los dos capítulos —XVII y XVIII—, donde se narra la convivencia de Cósimo con los españoles que también habitan en los árboles en una comarca cercana a Ombrosa, Olivabassa. Para Calvino, este episodio estaba muy claro desde el principio: el contraste entre quienes se encuentran en los árboles por motivos contingentes y, desaparecidos estos motivos, descienden de ellos, y el «rampante» por vocación interna, que se queda en los árboles incluso cuando ya no hay ningún motivo externo para permanecer allí. El motivo es más hondo, claro: el ajustarse a la «difícil regla» de que hablábamos al principio de estas líneas.

La lectura de
El barón rampante,
bajo la primera impresión de facilidad, es un ejercicio difícil y rico: Calvino nos obliga a coger al vuelo sugerencias, alusiones, guiños al lector y la permanente ironía que brota de sus páginas. La peripecia se encuadra perpetuamente en un marco burlesco —son ejemplares, en este sentido, las páginas del capítulo XII en las que el terrible bandido Gian dei Brughi llora y se desespera porque sus compinches le han arrebatado el ejemplar de la
Clarisa,
de Richardson, que estaba leyendo—, pero el personaje central, saliéndose del marco de la peripecia, va configurando un retrato moral, con connotaciones culturales muy concretas: los ilustrados y jacobinos italianos de finales del siglo XVIII.

Al centrarme en Cósimo Piovasco de Rondó he dejado en la sombra a los otros personajes que se azacanan por estas páginas en torno al barón. Quizá la característica que tienen en común es la de ser todos ellos solitarios —incluso la misma Viola, el personaje femenino, enteramente pasional, caprichosa, incoherente, siempre en busca de la totalidad, del amor absoluto—: lo es Gian dei Brughi, lo es sobre todo el Caballero Abogado, que recuerda en muchos de sus aspectos al doctor Trelawney de
El vizconde demediado,
lo son los padres de Cósimo, entregado cada cual a sus inocentes y absorbentes manías... Pero, a diferencia de todos ellos, el barón organizará perfectamente su soledad en lo alto de las ramas, alcanzando en su mínimo reducto una totalidad antes desconocida: «En sus solitarias vueltas por los bosques, los encuentros humanos eran, aunque escasos, tales que se imprimían en el ánimo, encuentros con gente que entre nosotros no se ve.» Toda esa gente que la nobleza ombrosense
no veía,
constituye una especie de coro para las aventuras del barón, y en conjunto sus historias son un canto a la solidaridad de Cósimo con el resto de los seres de este bajo suelo... Remata la nómina de personajes el yo-narrador, el oscuro Biagio, hermano del protagonista y fiel transcriptor de su vida y milagros. Al igual que en las otras novelas del ciclo, Calvino recurre aquí a un elemento narrativo que mediante la primera persona —aproximadora y lírica— corrija la frialdad objetiva propia del narrar fabuloso; y la personalidad de este yo-narrador tiene una explicación concretísima que nos da el propio Calvino, en el prólogo ya citado: «Para
El barón rampante
tenía el problema de corregir mi impulso demasiado intenso a identificarme con el protagonista, y puse en práctica el bien conocido dispositivo Serenus Zeitblom; es decir, desde las primeras frases presenté como "yo" un personaje de carácter antitético al de Cósimo, un hermano sosegado y lleno de buen sentido.» Narrador que sólo al final, en las ultimísimas frases de la novela, parece interrogarse sobre su sensatez: «Este hilo de tinta..., que corre y corre y se devana y envuelve un último racimo insensato de palabras, ideas, sueños, y se acabó.»

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