El bastión del espino (23 page)

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Authors: Elaine Cunningham

—Escúchame bien —le urgió él—, porque esa puerta no va a resistir mucho. Este anillo es una reliquia de familia de gran poder. No puede caer en manos de los zhentarim. Debes protegerlo a toda costa.

—Pero...

—No hay tiempo para explicaciones. —La cogió por los hombros y la empujó con firmeza hacia la pared. Luego, alargó una mano por encima de ella y presionó con fuerza una de las piedras del muro. De inmediato, se abrió una abertura redonda en el muro aparentemente sólido, un agujero negro a la altura del suelo. Le hizo un gesto hacia la abertura—. Debes irte.

Bronwyn se escabulló entre sus brazos y se acercó al par de espadas cruzadas que había expuestas en la pared. Soltó una de ellas y la blandió de cara a la puerta, quejumbrosa y encorvada.

—Acabo de encontraros —murmuró con un rechinar de dientes—. No pienso irme.

La sonrisa del paladín mostraba a la vez tristeza y orgullo.

—En verdad eres hija mía. —Por un instante, sus miradas se quedaron prendidas y le pareció a Bronwyn que por primera vez la estaba viendo a ella, sólo a ella, no a un reflejo de su madre muerta hacía tiempo o un mero legado a su herencia de Samular—.

Bronwyn, hija mía —repitió, con un deje de admiración en la voz—. Por ser quien eres, harás lo que sea tu obligación. Como yo.

Sin más, le quitó la espada que tenía en las manos y la cogió por la parte trasera de su casaca. Luego, la hizo girar y, cogiéndola con la otra mano del cinturón, la levantó del suelo. De esa guisa, como si fuera él un forzudo semiorco y ella un vulgar cliente de una taberna, le hizo la despedida típica de los borrachos en el distrito del Muelle. Ella cayó de bruces sobre el suelo de piedra, patinó sobre el estómago y desapareció de cabeza por el túnel.

Detrás de la abertura se iniciaba una pronunciada y lisa rampa. Se deslizó de cabeza, sintiendo cómo el viento le silbaba en los oídos a medida que ganaba velocidad.

A pesar del ruido, alcanzó a oír el ruido sordo producido por el muro de piedra al cerrarse, el estallido en pedazos de la puerta de madera y una voz profunda y resonante que invocaba un canto a Tyr cuando el paladín inició su batalla final.

Dag cruzó el umbral de la puerta y, al llegar al patio de armas, descendió de su caballo. Al mirar a su alrededor, vio que parte de la batalla ya había finalizado. La mayoría de los sirvientes de la fortaleza habían sido sacrificados. Sus cuerpos yacían mutilados en grandes pilas, como si fueran pollos decapitados a punto para ser desplumados. Los soldados habían rodeado a los supervivientes y los habían forzado a ponerse de rodillas formando una única fila. Una pareja de sacerdotes caminaba por delante de la hilera mientras iban lanzando los hechizos necesarios para discernir el carácter y la lealtad de cada persona.

Era una precaución poco habitual; por regla general se consideraba que los sirvientes de un castillo eran parte del botín, se los consideraba personas simples dispuestas a salvar su propio pellejo y sus vidas sirviendo a todo aquel que controlase la fortaleza. Dag era consciente de que aquellos sacerdotes consideraban las pruebas una auténtica molestia y una pérdida de tiempo, pero él opinaba de distinto modo. La influencia de un paladín era insidiosa. Bajo sus órdenes, todo aquel que demostrase ser demasiado fuerte o cuya alianza con las fuerzas del bien se mostrara demasiado sólida, tenía que ser sacrificado.

En opinión de Dag, era una precaución de gran importancia.

Sus ojos se detuvieron en Yemid, que estaba ahora de pie y perseguía a un sirviente en retirada. Dag cogió al capitán por el brazo.

—¿Dónde está la mujer?

Yemid soltó un suspiro de frustración.

—Desaparecida, milord. Los hombres han registrado la fortaleza desde las torres hasta las mazmorras.

Dag arrugó la frente, sumamente enojado. No había considerado la posibilidad de que su hermana pudiese poseer magia. Le habían dicho que era una mercader, no una hechicera, aunque él sabía tan bien como todo el mundo que los hechizos mágicos podían comprarse, suponiendo que uno tuviese dinero para pagarlos. Aun así, la mayoría de los hechizos que él conocía tenían un poder y un alcance limitado.

—Envía una patrulla y que registren las cercanías. ¡Encontradla!

Yemid salió disparado y transmitió a voz en grito las órdenes. Una docena de hombres montaron a caballo y se dirigieron al galope hacia la puerta.

—¿Y el señor del alcázar? —insistió Dag, resuelto a no sentirse más defraudado—. ¿Dónde está?

El capitán titubeó y luego señaló la línea de cuerpos zhénticos que yacían allí, preparados para la incineración, la resurrección o la animación después de muertos, según el deseo de Dag.

—Esto es parte de su obra. Pillaron al viejo en una cámara de la torre pero, aun así, les costó reducirlo.

—¿Reducirlo?

El frío mortal que destilaban sus palabras hizo que desapareciera el color del

rostro del corpulento soldado.

—Os juro, lord Zoreth, que el hombre estaba todavía vivo cuando lo dejé. Pero le habían herido y parecía una herida seria. —Apartó la maza de púas que solía usar para la lucha cuerpo a cuerpo y volvió la espalda al encolerizado clérigo—. Os llevaré hasta él.

Dag siguió al soldado hasta la parte de atrás de la fortaleza y subieron el tramo de escalera de caracol que conducía a la habitación de la torre. Un par de guardias custodiaba la destrozada puerta y prohibía el paso con las lanzas puestas en forma de cruz. Dag notó que también estaban heridos, tenían las túnicas deshilachadas y se veían marcas brillantes en sus cotas de malla en los puntos en los que la afilada espada se había hundido o había golpeado. Aquellos hombres formaban parte de la elite de Fuerte Tenebroso, eran guerreros escogidos a dedo por el propio Perespectro, y ni siquiera ellos habían salido ilesos de la espada de Hronulf.

Una fugaz y tirante sonrisa asomó a los labios de Dag Zoreth. Era extraño que los recuerdos de la niñez conservaran el mismo brillo al cabo del tiempo, pero era evidente que la percepción que él tenía de las habilidades de su padre en combate había sido una excepción.

—¿Vive el señor del alcázar? —preguntó.

—Ajá —gruñó uno de los guardias—, de acuerdo con vuestras órdenes.

Dag hizo un gesto de satisfacción.

—Apartaos.

Los guardias titubearon e intercambiaron una mirada que mezclaba indecisión y malos presagios.

—No cumpliría mi deber si no os advirtiese —aventuró el hombre que ya había hablado—. Varios buenos soldados murieron subestimando a ese anciano.

—Ya veo. —Los ojos de Dag se entrecerraron en tono amenazador—. Por fortuna para mí, no soy un buen soldado, sino un sacerdote de Cyric. ¿Me comprende, soldado?

La amenaza era poderosa. Los dos hombres hicieron un gesto marcial a modo de saludo y se apartaron. Dag pasó junto a ellos y se introdujo en la estancia, con su oscura cabeza erguida y la capa púrpura flotando a su alrededor como una nube de tormenta. Se sentía revigorizado más que asustado por la perspectiva de enfrentarse al alto y poderoso paladín que incluso en los últimos años de su vida era capaz de despachar a una veintena de los mejores hombres de Fuerte Tenebroso. Tal vez tendría que alzar por última vez la vista, físicamente hablando, para hablar con Hronulf de Tyr, pero esta vez lo haría, por primera vez en su vida, desde una posición de poder. Existía cierta ironía en ello que le agradaba.

Sin embargo, Dag se vio privado de su pequeño triunfo. El padre que desde tan lejos había venido a conquistar ya no era un guerrero al que se pudiese odiar y temer, sino un hombre viejo y moribundo.

Hronulf de Tyr estaba sentado muy tieso en una silla. Frente a él sostenía su espada, con la punta apoyada en el suelo, una mano en la empuñadura y un gesto que evocaba la postura de un monarca dirigiéndose a sus súbditos. La otra mano la tenía cerrada en un puño y se cubría con ella una herida justo debajo de las costillas.

Dag Zoreth se volvió lentamente hacia su guía.

—Es como has dicho. Está gravemente herido, en contra de mis órdenes expresas.

El capitán hizo un gesto de asentimiento y tragó saliva. El convencimiento de que su muerte estaba escrita se reflejaba claramente en sus ojos.

Pero Dag sacudió la cabeza.

—No suelo matar a los portadores de malas noticias, ni como entretenimiento ni para demostrar que soy un hombre al que hay que temer. Los buenos mensajeros son difíciles de encontrar, y los buenos capitanes todavía más. Me has servido bien, Yemid, y te recompensaré de manera adecuada. Pero si me fallas en el encargo que estoy a punto de encomendarte, probarás el sabor de mi ira.

—¡Por supuesto, lord Zoreth!

—Ve y encuentra al hombre que hizo esta herida y hazle lo mismo. Primero, derríbalo y luego clávale la espada en un punto que te garantice que muera lentamente, para que con sus gritos pida a los cuervos que tengan la compasión de finalizar la tarea.

Una vez más volvió Yemid a tragar saliva..., bilis, a juzgar por el tono verdoso que acababa de adquirir su tez.

—Todo se hará como vos decís. —Saludó y salió a toda prisa de la habitación, con una celeridad que más tenía de alivio por haber salvado la cabeza que celo por cumplir el encargo que le acababan de hacer.

Dag despidió a los guardias y cerró lo que quedaba de puerta. Una vez a solas con su cautivo, cruzó los brazos y lo contempló con frialdad.

—Soy sacerdote —explicó en un tono de controlada frialdad que no dejaba entrever la rabia o el regocijo que sentía—. Puedo curaros. Puedo hacer que os desaparezca de inmediato el dolor. Puedo incluso ofreceros protección de los soldados que han invadido vuestra fortaleza, o una muerte rápida luchando, si lo preferís.

Hronulf alzó los ojos para contemplar el pálido y enjuto rostro de Dag.

—No tenéis nada que yo pueda desear.

—Eso no es exactamente cierto. —Dag hizo un gesto rápido y complejo con ambas manos y lanzó un hechizo que había preparado. Una ilusión se alzó en el aire entre ellos, y en ella se veía la imagen reluciente de un anillo de oro profusamente adornado—. A menos que haya sido mal informado, deseáis esto con mucha intensidad.

Y es mío.

Los ojos del paladín centellearon.

—¡No tenéis derecho a él!

—Una vez más, os equivocáis. Tengo todo el derecho a poseerlo. —Dag alzó la barbilla—. Soy vuestro hijo segundo, al que llamasteis Brandon en honor al padre de mi madre. Cogí el anillo de manos de mi hermano Byorn, después de que cayera en un combate que nunca habría tenido que librar.

—¡Mentís!

—¿Acaso no puede un paladín discernir la verdad? Probadme y sabréis si hay falsedad en mis palabras.

Hronulf clavó una mirada escrutadora en el sacerdote. Sus ojos se quedaron atónitos a medida que la verdad se desvelaba en su cerebro, pero su rostro se endureció.

Su mirada se detuvo, escrutadora, en la vestimenta negra y púrpura de Dag, luego se fijó en el símbolo que llevaba grabado en el medallón.

—No tengo ningún hijo seguidor de Cyric. Mi hijo Byorn murió como un héroe, luchando contra los zhentarim.

Aunque había esperado oírlas, aquellas palabras impactaron en el corazón de Dag con dolorosa fuerza.

—¿Estáis seguro? ¿Se os ha ocurrido nunca pensar cómo pudo llegar a oídos de los zhentarim la situación secreta de vuestra aldea familiar? O, en la misma línea, ¿cómo es posible que una banda zhentilar se las haya arreglado para desvelar los secretos de esta fortaleza? ¡Mirad, y conoceréis la respuesta!

Dag extrajo la diminuta esfera negra de su escondite y la sostuvo frente a los ojos de su padre. Una lengua de fuego púrpura relampagueó para lanzar una luz impía sobre el rostro del amigo más antiguo y querido de Hronulf.

—¿Cómo puedo serviros, lord Zoreth? —inquirió la imagen de sir Gareth Cormaeril.

Un cúmulo de sensaciones que oscilaban entre la conmoción, la incredulidad y la triste aceptación de lo evidente pasó por los ojos gris plateado de Hronulf. Alzó la vista para contemplar el rostro frío y vengativo de Dag.

—Gareth era un buen hombre. Corromper a un paladín es una maldad atroz y una mancha negra en el alma de todo aquel que participa en su ruina. No vais a encontrar a nadie más aquí que quiera tener tratos con vos, cyriciano.

Con gran esfuerzo, Dag consiguió mantener el rostro impasible.

—He venido a reclamar mi herencia y a conocer a mi hermana. ¿Dónde está?

—Esto es una fortaleza de los Caballeros de Samular. Ninguna mujer reside aquí.

—Por fin decís algo parecido a la verdad —repuso Dag con frialdad—, pero vamos a dejarnos de juegos. Vimos entrar a una joven en esta fortaleza y no la hemos visto salir.

—Ni la veréis. Está fuera de vuestro alcance.

Dag se limitó a encogerse de hombros.

—Por ahora tal vez sí, pero llegará el día, y muy cercano, en el que los tres anillos de Samular se reunirán en las manos de tres de sus herederos. Decidme lo que eso significa. ¿Qué poder se puede desencadenar?

—Eso no tiene importancia. Vos no lleváis el anillo. No podéis.

—Quizá no, pero mi hija sí puede, y hará lo que yo le diga. Pronto mi hermana hará también lo mismo. Siempre que sea yo quien controle el poder, no importa quién porte el anillo. —El sacerdote separó los brazos y, alargando una mano, dio un paso adelante—. Es hora de que me des en legado mi herencia. El segundo anillo, por favor.

Una oleada de dolor relució en los ojos del paladín cuando sintió que su hijo se aproximaba porque la maldad de Cyric quemaba a los hombres como Hronulf con tanta precisión y dolor como el fuego de un dragón. Dag Zoreth observó la reacción, pero no se sorprendió porque la esperaba. Aun así, apartó de un puntapié la espada real de manos de Hronulf y sostuvo los dedos del paladín entre sus manos.

—No hay ningún anillo. La otra mano, pues —pidió. Con gesto desafiador, Hronulf alzó el puño que tenía ensangrentado y abrió la palma de la mano para que el sacerdote comprobara que no lucía ningún anillo en sus dedos.

El rostro de Dag se oscureció a medida que la cólera se apoderaba de él.

—En una ocasión, cuando no contaba más que siete inviernos, oculté uno de los anillos en un lugar seguro en el hueco de un roble para que no lo cogieran mis captores.

¿Acaso hicisteis vos algo parecido?

—No tengo el anillo —afirmó Hronulf.

—Ya veremos.

Dag no dudaba de que el paladín decía la verdad. Sabía que lo más razonable era encontrar el modo de curar al hombre e interrogarlo, pero Dag no actuaba según su propio raciocinio. La rabia, el pesar y la locura de una vida de terrible aislamiento, un torrente de emociones demasiado numerosas y complejas para catalogar o comprender, lo habían llevado más allá de sus límites. Con un brusco movimiento, hundió su propia mano profundamente en la herida del paladín.

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