El Bastón Rúnico (3 page)

Read El Bastón Rúnico Online

Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Allí, un enorme fuego crepitaba ya en el hogar y junto a él, en un cómodo sillón acolchado, estaba su hija. Yisselda, y su viejo amigo, Bowgentle. Ambos se levantaron al entrar él y Yisselda se elevó sobre las puntas de los pies para besarle en la mejilla, mientras Bowgentle permanecía en pie a su lado, sonriente.

—Tenéis el aspecto de alguien a quien le vendría muy bien una comida caliente y ponerse algo más cálido que la armadura —dijo Bowgentle al tiempo que tiraba de un cordón de llamada—. Yo mismo me ocuparé de eso.

El conde Brass asintió con un gesto de agradecimiento y se acercó al fuego, quitándose el casco y dejándolo con un seco sonido metálico sobre la amplia repisa de la chimenea. Yisselda ya se había arrodillado a sus pies y le desataba las grebas de las piernas. Era una hermosa joven de diecinueve años, con una suave piel de color rosado y un pelo entre castaño y rubio. Llevaba puesto un amplio vestido de un vivo color naranja que le hacía parecer como un duende llameante mientras se movía con rapidez para entregar las grebas al sirviente, que había acudido con ropas limpias para que su padre se cambiara.

Otro sirviente ayudó al conde Brass a quitarse el peto, el espaldar y el resto de la armadura, y éste no tardó en ponerse unos pantalones suaves y amplios, una camisa de lana blanca y una toga de lino.

Los sirvientes llevaron junto al fuego una pequeña mesa llena con platos de ensalada, patatas, carne asada y una deliciosa salsa espesa, así como una jarra de vino calentado con especias. El conde Brass tomó asiento con un suspiro y empezó a comer.

Bowgentle permaneció junto a la chimenea, observándole, mientras Yisselda se enroscaba en el sillón situado enfrente y esperaba a que él hubiera calmado una buena parte de su apetito.

—Bien, milord —dijo la joven con una sonrisa—, ¿cómo os ha ido el día? ¿Está seguro todo nuestro territorio?

—Así parece —asintió el conde Brass con una burlona seriedad—, aunque no he podido inspeccionar ninguna de las torres septentrionales, a excepción de una sola.

Empezó a llover con tal fuerza que decidí regresar a casa.

Les contó el encuentro que había tenido con el baragón. Yisselda escuchó con los ojos muy abiertos, mientras Bowgentle adoptaba una expresión seria, con su rostro amable y ascético algo inclinado y los labios apretados. El famoso filósofo–poeta no siempre aprobaba las proezas de su amigo, y parecía creer que el conde Brass atraía tales aventuras hacia sí mismo.

—Recordaréis que esta misma mañana os aconsejé que viajarais con Von Villach y alguno de los demás —dijo Bowgentle cuando el conde hubo terminado su narración.

Von Villach era el lugarteniente del conde, un viejo y leal soldado que le había acompañado en la mayor parte de sus hazañas anteriores. —¿Von Villach? —preguntó el conde riéndose al ver la cara preocupada de su amigo—. Se está volviendo viejo y lento, y no sería nada amable por mi parte hacerle salir con este tiempo.

—Tiene uno o dos años menos que vos, conde… —dijo Bowgentle con cierta hosquedad.

—Posiblemente, pero ¿podría derrotar él solo a un baragón?

—No es ésa la cuestión —replicó Bowgentle con firmeza—. Si hubierais viajado con él y os hubierais hecho acompañar por un grupo de hombres armados, no tendríais que haberos enfrentado vos solo con un baragón.

—Tengo que mantenerme en forma —dijo el conde Brass despreciando aquella discusión con un movimiento de la mano—. En caso contrario me convertiría en un viejo tan chocho como el propio Von Villach.

—Tenéis una responsabilidad para con el pueblo de aquí, padre —observó Yisselda con tranquilidad—. Si os mataran… —¡Nadie me matará! —le interrumpió el conde sonriendo burlonamente, como si la muerte fuera algo que sólo sufrían los demás.

A la luz del fuego de la chimenea, su cabeza parecía la máscara de guerra de alguna antigua tribu bárbara, casi cincelada en metal y, de algún modo, daba la impresión de ser imperecedera.

Yisselda se encogió de hombros. Poseía la mayor parte de las cualidades del carácter de su padre, incluyendo el convencimiento de que no servía de nada discutir con alguien tan terco como el conde Brass. En cierta ocasión, Bowgentle había escrito acerca de ella, en un poema privado: «Es como la seda, tan fuerte y al mismo tiempo tan suave». Ahora, al mirarlos a ambos, observó con sereno afecto cómo la expresión del uno se reflejaba en la otra.

—Hoy me he enterado de que la Granbretan se apoderó hace apenas seis meses de la provincia de Colonia —dijo Bowgentle, cambiando de tema—. Sus conquistas se extienden como una plaga.

—Una plaga bastante saludable —replicó el conde Brass arrellanándose en la silla—.

Por lo menos, establecen el orden.

—Quizá el orden político —argumentó Bowgentle con mayor vehemencia—, pero en modo alguno el orden espiritual o moral. Su crueldad no tiene precedentes. Están locos.

Sus almas están corrompidas por la afición hacia todo lo malvado y por el odio contra todo lo que sea noble.

—Esa perversidad ya ha existido antes —observó el conde Brass acariciándose el bigote —. El hechicero búlgaro que me precedió aquí, por ejemplo, era tan malvado como ellos.

—El búlgaro sólo era un individuo, como el marqués de Pesht, Roldar Nikolayeff, y los de su clan. Pero se trataba de excepciones y en casi todos los casos los pueblos que gobernaban se rebelaron contra ellos y los destruyeron a su debido tiempo. Pero el Imperio Oscuro es una nación formada por individuos de esa ralea, y consideran como naturales todas las acciones malvadas que cometen. El deporte favorito que practicaron en Colonia consistió en crucificar a todas las niñas de la ciudad, convertir a los niños en eunucos y obligar a todos los adultos que quisieron salvar sus vidas a representar actos obscenos en las mismas calles. Eso no es ninguna crueldad natural, conde, y en modo alguno fue lo peor que hicieron. Su entretenimiento preferido consiste en degradar todo rasgo de humanidad.

—Esas historias han sido exageradas, amigo mío. Deberías darte cuenta de ello. Yo, por ejemplo, también he sido acusado de…

—Por lo que he podido oír —le interrumpió Bowgentle —, los rumores no son una exageración de la verdad, sino más bien una simplificación. Y si sus actividades públicas son tan terribles, ¿cómo serán sus placeres privados?

—No puedo soportar el pensar… —dijo Yisselda.

—Exactamente —intervino Bowgentle de nuevo, volviéndose hacia ella—. Y son muy pocos los que se atreven a repetir aquello de lo que han sido testigos. El orden que imponen es superficial, mientras que el caos que generan destruye las almas de los hombres.

El conde Brass encogió sus anchos hombros.

—Hagan lo que hagan, no es más que una cuestión temporal. Pero la unificación que imponen a todo el mundo es algo permanente… Recordad mis palabras.

—El precio a pagar por ello es demasiado elevado, conde Brass —dijo Bowgentle cruzando los brazos sobre el pecho cubierto con una toga negra—. ¡Ningún precio es demasiado alto! ¿Qué quieres? ¿Que los principados de Europa se dividan en segmentos cada vez más pequeños, y que la guerra se convierta en un factor constante en la vida del hombre común? Actualmente, muy pocos hombres conocen lo que significa la paz mental, desde la cuna hasta la tumba. Las cosas cambian una y otra vez. ¡Al menos, Granbretan ofrece consistencia! —¿Y terror? No puedo estar de acuerdo con vos, amigo mío.

El conde Brass se sirvió una copa de vino, bebió su contenido y bostezó un poco.

—Te tomas estos acontecimientos inmediatos demasiado en serio, Bowgentle. Si tuvieras mi experiencia, te darías cuenta de que tales iniquidades no tardan en pasar, ya sea por simple aburrimiento de quienes las practican, o bien porque, de algún modo, son destruidos por los demás. Dentro de cien años Granbretan será una nación que se encontrará dentro de los límites de la rectitud y la moral.

El conde Brass miró a su hija, haciéndole un guiño y sonriéndole, pero ella no le devolvió la sonrisa, y pareció estar de acuerdo con Bowgentle.

—Su crueldad es demasiado profunda como para que se cure con el transcurso de cien años —dijo éste —. Eso es algo que se puede deducir observando simplemente su apariencia. Esas bestiales máscaras enjoyadas que jamás se quitan, esas grotescas ropas que se ponen incluso cuando hace el calor más espantoso, las posturas que adoptan, su forma de moverse… Todo eso los muestran como lo que realmente son: locos por herencia, y su progenie heredará su misma locura—. Bowgentle pasó la mano por una de las columnas de la chimenea—. Nuestra pasividad es como una especie de admisión de sus propios actos. Deberíamos…

—Deberíamos irnos a la cama a dormir, amigo mío —le interrumpió el conde Brass levantándose—. Mañana tenemos que aparecer en la plaza de toros para el inicio de las fiestas.

Hizo un gesto de saludo hacia Bowgentle, besó ligeramente a su hija en la frente y abandonó el salón.

3. El barón Meliadus

En esta época del año, una vez terminados los trabajos del verano, el pueblo de la Camarga iniciaba su gran fiesta. Las casas aparecían cubiertas de flores, las gentes se ponían ropas de seda y lino ricamente bordadas, y los guardias desfilaban con su mayor marcialidad. Por las tardes, las fiestas de toros se celebraban en el antiguo anfiteatro de piedra situado en las afueras de la ciudad.

Los asientos del anfiteatro eran de granito, dispuestos en gradas. Cerca de la pared escalonada del propio ruedo, en la parte que daba al sur, había una zona cubierta compuesta por columnas talladas sobre las que se extendía un techo de pizarra roja, del que colgaban cortinajes de colores marrón oscuro y escarlata. En su interior estaba sentado el conde Brass, su hija Yisselda, Bowgentle y el viejo Von Villach.

Desde allí, el conde Brass y sus acompañantes podían observar casi todo el anfiteatro a medida que éste empezaba a llenarse, así como escuchar las excitadas conversaciones y los bufidos y golpes de los toros detrás de las barricadas.

En el extremo más alejado del anfiteatro había un grupo de seis guardias con cascos emplumados y capas azul celeste que hizo sonar las fanfarrias. A sus trompetas de bronce les contestó como un eco el ruido de los toros y el griterío de la multitud. El conde Brass avanzó un paso.

El griterío se hizo más fuerte cuando él apareció, sonriéndole a la multitud y elevando una mano a modo de saludo. Una vez que se aquietaron los gritos, empezó a pronunciar el tradicional discurso con el que se inauguraba la fiesta.

—Antiguo pueblo de la Camarga, preservado por el destino del infortunio del Milenio Trágico; vosotros, a quienes se os concedió la vida, celebráis hoy la vida. Vosotros, cuyos antepasados se salvaron gracias al feroz mistral que limpió los cielos de los venenos que produjeron la muerte y la malformación a otros, agradecéis ahora con esta fiesta la llegada del viento de la vida.

Los gritos estallaron de nuevo y las fanfarrias sonaron por segunda vez. Después, doce enormes toros entraron en el ruedo. Los animales patearon la arena, con las colas levantadas, los cuernos relucientes, las aletas de la nariz dilatadas y los ojos enrojecidos y brillantes. Eran toros seleccionados de la Camarga, entrenados durante todo el año para la fiesta de hoy, cuando se enfrentarían a hombres desarmados que tratarían de recoger las diversas banderolas que se les había atado alrededor de sus cuellos y cuernos.

Aparecieron a continuación unos guardias a caballo que saludaron a la multitud y volvieron a conducir los toros hacia el recinto cerrado situado bajo el anfiteatro.

Una vez que los guardias hubieron encerrado a los toros, no sin ciertas dificultades, salió a la arena el maestro de ceremonias, vestido con una capa multicolor, un sombrero de ala ancha de un brillante color azul y portando un megáfono dorado con el que anunciaría los nombres de los primeros contendientes.

La voz del hombre, amplificada por el megáfono y por los muros del anfiteatro, casi pareció el gran rugido de un toro encolerizado. Anunció primero el nombre del toro —Cornerouge de Aigues–Mortes, propiedad de Pons Yachar, el famoso criador de toros—, y a continuación el nombre del principal torero, Mahtan Just de Arles. El maestro de ceremonias caracoleó con su caballo y desapareció. Casi inmediatamente, Cornerouge surgió desde debajo del anfiteatro, con sus enormes cuernos cortando el aire y las cintas escarlata que los decoraban ondeando bajo la fuerte brisa.

Cornerouge era un toro enorme, de poco más de un metro y medio de alzada. Hacía oscilar la cola con fuerza de un lado a otro, como un león; sus enrojecidos ojos contemplaron desafiantes a la enfervorizada multitud que saludaba su presencia. Se arrojaron flores a la arena, que cayeron sobre su amplio lomo blanco. El animal se volvió con rapidez, pateando la arena y pisoteando las flores.

Entonces apareció una figura de corta estatura, pero fuerte, que se movió con ligereza y sin ostentación. Iba vestida con una capa negra que mostraba tiras de seda escarlata, un ajustado jubón negro, pantalones decorados con oro y botas de cuero negro que le llegaban hasta las rodillas, adornadas con plata. Su rostro era atezado, joven y mostraba una expresión de alerta. Se quitó el sombrero de ala ancha, haciendo una inclinación de saludo ante la multitud, y se volvió para enfrentarse a Cornerouge. Aunque apenas tenía veinte años Mahtan Just ya se había destacado en tres festivales anteriores. Ahora, las mujeres le arrojaron flores que él recibió con galanura, enviándoles besos mientras avanzaba hacia el animal. Se quitó la capa con un movimiento lleno de gracia y extendió el manto rojo ante Cornerouge, que avanzó unos pocos pasos, bufó de nuevo y bajó los cuernos.

El toro se lanzó a la carga.

Mahtan Just dio un ligero salto hacia un lado, y extendió una mano para arrancar de un tirón una cinta de uno de los cuernos de Cornerouge.

La multitud lanzó gritos y vítores de alegría. El toro se volvió con rapidez y se lanzó de nuevo a la carga. Just volvió a saltar hacia un lado en el último instante y recogió otra cinta. Sostuvo ambos trofeos entre sus blancos dientes y sonrió burlonamente, mirando primero al toro y después a la multitud.

Las dos primeras cintas, que habían estado atadas en la parte superior de los cuernos del toro, resultaron comparativamente fáciles de conseguir y Just, que lo sabía perfectamente, las había obtenido casi con naturalidad. Ahora, sin embargo, tenía que coger las cintas inferiores, algo que resultaba bastante más peligroso.

Other books

The Butcher by Jennifer Hillier
Claiming Red by C. M. Steele
Judicial Whispers by Caro Fraser
Never Look Away by Barclay, Linwood
Rotten Gods by Greg Barron
Franklin's Valentines by Paulette Bourgeois, Brenda Clark
The Belting Inheritance by Julian Symons
Kisses After Dark by Marie Force