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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (34 page)

D'Averc se había instalado una hamaca en medio del barco, tosiendo teatralmente de vez en cuando y comentando el aburrimiento que sentía. Oladahn se sentaba a menudo en la torre de vigía, escudriñando el mar, mientras Hawkmoon paseaba por la cubierta, empezando a preguntarse si su plan tendría algún sentido más allá de su propia necesidad de saber qué había sido de Yisselda. Incluso empezaba a dudar de que el anillo hubiera sido de ella, y llegó a pensar que quizá, a lo largo de los años, se habían fabricado varios anillos como aquel en Camarga.

Entonces, una buena mañana, una vela apareció en el horizonte, procedente del noroeste. Oladahn fue el primero en divisarla y llamó a Hawkmoon para que subiera a la cubierta. Hawkmoon acudió apresuradamente y escudriñó el horizonte. Podría tratarse del barco que estaban esperando.

—Id abajo —gritó—. Que todo el mundo vaya abajo.

Oladahn descendió del puesto de vigía y D'Averc, repentinamente activo, dejó su hamaca y se dirigió hacia la escalerilla que conducía al interior del buque. Se encontraron en la oscuridad de la bodega central y esperaron.

Pareció transcurrir una hora antes de que escucharan el ruido característico de la madera chocando contra la madera, y supieron así que el otro barco se había situado al costado. No obstante, podía tratarse de una nave inocente que sólo sintiera curiosidad por un barco aparentemente vacío y a la deriva.

Unos momentos después. Hawkmoon escuchó los pasos de una persona con botas que caminaba por la cubierta; los pasos recorrieron lentamente toda la cubierta y después regresaron. Se produjo entonces un silencio, mientras el hombre entraba en un camarote o subía al puente.

La tensión aumentó cuando se escuchó de nuevo el sonido de los pasos, que esta vez se dirigían directamente a la bodega central.

Hawkmoon vislumbró una silueta por encima, inclinada para atisbar hacia la oscuridad donde ellos se encontraban. La figura se detuvo un instante y después empezó a bajar la escalera. Mientras lo hacía, Hawkmoon avanzó hacia adelante.

En cuanto el recién llegado hubo alcanzado el suelo, Hawkmoon saltó sobre él, agarrando al hombre por el cuello, que rodeó con su brazo. Era un verdadero gigante, de casi dos metros de altura, con una enorme y poblada barba negra y el pelo plateado, que portaba un peto de bronce sobre su camisa de seda negra. Gruñó, lleno de sorpresa, y saltó hacia un lado, arrastrando consigo a Hawkmoon. Aquel gigante era increíblemente fuerte. Sus enormes dedos se dirigieron hacia el brazo de Hawkmoon y empezaron a soltar el abrazo de éste.

—Rápido…, ayudadme a sujetarle —gritó Hawkmoon.

Sus amigos surgieron de la oscuridad y se abalanzaron a su vez sobre el gigante, derribándole.

D'Averc desenvainó su espada. Con su máscara de oso y los grabados metálicos de Granbretan, tenía un aspecto terrible, a pesar de que colocó delicadamente la punta de su espada contra el cuello del gigante. —¿Cuál es vuestro nombre? —preguntó D'Averc haciendo resonar la voz en el interior del casco.

—Capitán Shagarov. ¿Dónde está mi tripulación? —El gigante de barba negra les miró con ojos refulgentes, sin sentirse avergonzado por haber sido capturado, y repitió—: ¿Dónde está mi tripulación? —¿Os referís a los locos que enviasteis a matar? —preguntó Oladahn—. Se han ahogado todos excepto uno, y ése nos ha contado vuestras malvadas artimañas. —¡Idiotas! —maldijo Shagarov—. Sólo sois tres hombres. Creéis que me habéis atrapado y no os dais cuenta de que tengo a un montón de guerreros en mi propio buque.

—Como os habréis dado cuenta, ya nos hemos encargado de una tripulación —le dijo D'Averc con un tono burlón—. Ahora también podemos encargarnos de otra.

Por un instante, el temor brilló en los ojos de Shagarov. Pero después su expresión se endureció.

—No os creo. Quienes iban en este barco sólo vivían para matar. ¿Cómo pudisteis…?

—El caso es que lo hicimos —le interrumpió D'Averc. Volvió hacia Hawkmoon su enorme cabeza cubierta por el casco y preguntó —: ¿Subimos al puente y ponemos en marcha el resto de nuestro plan?

—Un momento —contestó Hawkmoon inclinándose hacia Shagarov—. Quiero interrogarle antes. Shagarov…, ¿capturaron vuestros hombres a una mujer?

—Tenían órdenes de no matar a ninguna mujer, sino de traérmela a mí. —¿Porqué?

—No lo sé… Yo sólo tenía órdenes de enviarle mujeres…, y eso es lo que hacía. —Shagarov se echó a reír—. No me tendréis durante mucho tiempo en vuestras manos, ¿sabéis? En menos de una hora los tres estaréis muertos. Los hombres entrarán en sospechas. —¿Por qué no habéis traído a bordo a ninguno de ellos? Quizá porque no están tan locos… ¿Acaso porque les puede dar náuseas lo que encuentren?

—Acudirán en cuanto grite —replicó Shagarov encogiéndose de hombros.

—Posiblemente —admitió D'Averc—. Levantaos, por favor.

—En cuanto a esas mujeres —siguió diciendo Hawkmoon—. ¿A dónde las enviabais… y a quién?

—Tierra adentro, desde luego, a mi jefe… el dios Loco. —¿De modo que servís al dios Loco? ¿No engañáis a la gente haciéndoles creer que estos actos de piratería son cometidos por sus seguidores?

—Bueno… yo sólo le sirvo, aunque no soy miembro de su culto. Sus agentes me pagan muy bien por piratear en los mares y enviarle el botín. —¿Por qué lo hacéis de este modo?

—El culto no cuenta con marineros —espetó Shagarov—. De modo que uno de ellos imaginó este plan para conseguir dinero, aunque no sé para qué lo utilizan. Después, se puso en contacto conmigo. —El hombre se puso en pie, con su cabeza sobresaliendo por encima de las de todos ellos—. Vayamos arriba. Me va a divertir mucho ver lo que hacéis.

D'Averc hizo un gesto de asentimiento hacia los otros dos, que volvieron a meterse entre las sombras y sacaron antorchas apagadas, una para cada uno de ellos. D'Averc indicó a Shagarov que siguiera a Oladahn escalera arriba.

Subieron lentamente a cubierta hasta que salieron a la luz del sol y contemplaron un enorme y elegante velero de tres palos anclado junto a su barco.

Los hombres del otro barco comprendieron inmediatamente lo que había sucedido e hicieron intención de avanzar hacia ellos, pero Hawkmoon apretó su espada contra las costillas de Shagarov y les gritó: —¡No os mováis o mataré a vuestro capitán!

—Matadme… y ellos os matarán a vos —murmuró Shagarov —. ¿Quién saldrá ganando entonces?

—Silencio —ordenó Hawkmoon—. Oladhan, encended las antorchas.

Oladahn aplicó yesca y pedernal a la primera antorcha, que se encendió inmediatamente. Encendió las otras y entregó una a cada uno de sus compañeros.

—Y ahora —siguió diciendo Hawkmoon—, debo advertiros que este barco está lleno de aceite. En cuanto le apliquemos las antorchas, todo el barco estallará en llamas… y probablemente también el vuestro. De modo que os aconsejamos no hagáis ningún movimiento para intentar rescatar a vuestro capitán.

—De modo que nos quemaríamos todos —dijo Shagarov—. Estáis tan loco como los que habéis matado.

—Oladahn —dijo Hawkmoon sacudiendo la cabeza—, preparad el esquife.

Oladahn se dirigió a popa, hacia la escotilla más alejada, haciendo oscilar una grúa sobre ella, retiró la tapa de la escotilla y desapareció bajo ella llevando consigo el cable que colgaba de la grúa.

Hawkmoon vio que los hombres del otro barco empezaban a agitarse, inquietos, y movió la antorcha amenazadoramente. El calor de las llamas hizo que su rostro adquiriera un tono rojo oscuro, y las llamas se reflejaron ferozmente en sus ojos.

Oladahn volvió a salir y empezó a maniobrar con una mano la grúa especialmente diseñada, mientras que con la otra seguía sosteniendo la antorcha. Lentamente, algo empezó a surgir por la escotilla, algo que cabía justo por la amplia abertura.

Shagarov lanzó un gruñido de sorpresa al ver que se trataba de un enorme esquife sobre el que había tres caballos atados, que tenían aspecto de sentirse asustados y perplejos, mientras eran izados sobre la cubierta hasta que quedaron suspendidos sobre el agua.

Oladahn interrumpió su trabajo y se apoyó contra la grúa, jadeando y sudando, pero asegurándose en todo momento de sostener la antorcha lejos del maderamen de la cubierta.

—Un plan muy elaborado —bufó Shagarov—, pero seguís siendo únicamente tres hombres. ¿Qué intentáis hacer ahora?

—Ahorcaros —contestó Hawkmoon—. Ante los ojos de toda vuestra tripulación. Dos cosas me han impulsado a tenderos esta trampa. En primer lugar… necesitaba información. En segundo término, decidí entregaros en manos de la justicia. —¿La justicia de quién? —aulló Shagarov con los ojos llenos de temor—. ¿Por qué meteros en los asuntos de los demás? No os hemos hecho ningún daño. ¿La justicia de quién? —repitió.

—La justicia de Hawkmoon —replicó el duque de Colonia.

Ahora, bajo los rayos del sol, la siniestra Joya Negra de su frente parecía brillar y cobrar vida. —¡Hombres! —gritó de pronto Shagarov—. ¡Rescatadme! ¡Atacadlos!

—Un solo movimiento y le mataremos y lo incendiaremos todo —gritó en seguida D'Averc—. No ganáis nada con esto. Si queréis salvar vuestras vidas y vuestro barco, alejaos y dejadnos. Nuestra disputa sólo es con Shagarov.

Tal y como habían esperado, la tripulación mandada por el pirata no sentía una gran lealtad para con su jefe y, al sentir amenazada su propia piel, no se vieron muy estimulados para acudir en su ayuda. Sin embargo, no soltaron los garfios que sujetaban juntos a los dos barcos, sino que esperaron a ver qué harían a continuación los tres hombres.

Hawkmoon cogió entonces una cuerda en la que ya se había hecho un nudo y saltó a la viga transversal. Al llegar al extremo, dejó caer la cuerda por encima del brazo, de modo que quedó colgando sobre el agua. A continuación, la ató firmemente y regresó de nuevo a la cubierta.

Se produjo un gran silencio cuando Shagarov se dio cuenta de que no podía esperar ninguna ayuda por parte de sus hombres.

En la popa, el esquife con su carga de caballos y provisiones colgaba ligeramente sobre el aire sereno, con los pescantes crujiendo. Las antorchas flameaban en las manos de los tres compañeros.

Shagarov gritó y trató de liberarse, pero tres espadas le detuvieron, dirigidas hacia el cuello, el pecho y el vientre.

—No podéis… —empezó a decir Shagarov, pero abandonó su incipiente intento en cuanto vio la determinación que reflejaban los semblantes de los tres hombres.

Oladahn se inclinó sobre la borda hacia la cuerda que colgaba y, utilizando su espada, la enganchó y la atrajo hacia sí. D'Averc empujó a Shagarov hacia adelante. Hawkmoon cogió el extremo de la cuerda, donde se había hecho el nudo, lo ensanchó y lo pasó alrededor del cuello de Shagarov. Éste, al sentir la cuerda alrededor de su cuello lanzó un golpe repentino hacia Oladahn, que todavía estaba inclinado sobre la borda. El pequeño hombre, lanzando un grito de sorpresa, se dobló y cayó al agua. Hawkmoon abrió la boca, perplejo, y se asomó sobre la borda para ver qué le había ocurrido a Oladahn. Entonces, Shagarov se volvió contra D'Averc, tratando de arrebatarle la antorcha, que cayó sobre la cubierta. Pero D'Averc retrocedió al tiempo que extendía la espada ante la nariz de Shagarov.

El capitán pirata le escupió en el rostro, se dio media vuelta, avanzó con decisión hacia la borda y lanzó una patada contra Hawkmoon, que trató de detenerle; después, el capitán se lanzó al vacío.

El nudo se apretó alrededor de su cuello, el peñol se dobló, pero después se enderezó, y el cuerpo del capitán Shagarov quedó balanceándose salvajemente arriba y abajo. Se le había roto el cuello y había muerto.

D'Averc se precipitó sobre la antorcha caída, pero ésta ya había incendiado la cubierta impregnada de aceite. Empezó a pegar patadas, tratando de apagar las llamas.

Hawkmoon se precipitó para lanzarle una cuerda a Oladahn que, chorreante, empezó a subir por el costado del barco, sin que el chapuzón le hubiera hecho aparentemente ningún daño.

La tripulación del otro barco empezó a moverse agitadamente, y Hawkmoon se preguntó qué harían a continuación. —¡Alejaos! —les gritó en el momento en que Oladahn regresaba a la cubierta—. Ahora ya no podéis salvar a vuestro capitán… ¡y corréis peligro a causa del fuego!

Pero los hombres no se movieron. —¡El fuego, idiotas! —gritó Oladhan señalando hacia donde D'Averc retrocedía ante las llamas que ahora se elevaban altas, alcanzando el mástil y la superestructura.

—Vayamos a nuestro pequeño bote —dijo D'Averc riendo.

Hawkmoon arrojó su propia antorcha hacia donde había caído la de D'Averc y se volvió.

—Pero ¿por qué no se marchan?

—Por el tesoro —le dijo D'Averc mientras hacían descender el esquife hacia el agua, con los asustados caballos bufando al olor del fuego—. Se creen que el tesoro sigue estando a bordo.

En cuanto el esquife estuvo a flote, bajaron por las cuerdas que lo sostenían y luego las cortaron. El barco negro se había convertido en una gran llamarada que despedía olor a aceite quemado. Destacado contra el fuego, el cuerpo de Shagarov se balanceaba, como tratando de evitar aquel infierno.

Levantaron la vela del esquife y el viento la hinchó, alejándoles del barco en llamas.

Ahora, al otro lado, vieron el barco pirata. Una de sus velas empezó a arder cuando una chispa del otro cayó en ella. Algunos miembros de la tripulación se ocuparon de intentar apagarla, mientras que los otros cortaban de mala gana las cuerdas de los garfios. Pero el barco pirata ya se había incendiado y el fuego no tardaría en extenderse.

Pronto el esquife se halló demasiado lejos como para ver si el barco pirata se había salvado o no. Y, en la otra dirección, ya se divisaba tierra. Era Crimea, y más allá estaba Ucrania.

Y en alguna parte de Ucrania encontrarían al dios Loco, a sus seguidores y, posiblemente, a Yisselda…

Libro segundo
1. El guerrero que espera

Ahora, mientras Dorian Hawkmoon y sus compañeros navegaban hacia la costa montañosa de Crimea, los ejércitos del Imperio Oscuro que rodeaban el pequeño territorio de Camarga, recibieron órdenes de Huon, el rey–emperador, para que no se escatimara ninguna vida, energía e inspiración en el esfuerzo destinado a aplastar y destruir por completo a los insolentes que se atrevían a resistir a Granbretan. Las hordas del Imperio Oscuro cruzaron el puente de plata que cruzaba el mar a lo largo de más de cuarenta kilómetros; entre ellas había las máscaras de cerdos y lobos, buitres y perros, mantas y rayas, con sus armaduras de extraño diseño y sus armas de brillante metal. Y en su globo del trono, encogido como un feto en el fluido que preservaba su inmortalidad, el rey Huon ardía de odio contra Hawkmoon, el conde Brass y el resto de los que, de algún modo, no lograba manipular tal y como había manipulado al resto del mundo. Era como si alguna fuerza oponente les ayudara —quizá manipulándolos como él no podía hacer—, y éste era un pensamiento que el rey–emperador no podía tolerar…

Pero muchas cosas dependían de aquellos pocos que estaban fuera del poder de influencia del rey Huon, aquellas tres almas…, Hawkmoon, Oladahn, quizá el propio D'Averc, y también del misterioso Guerrero de Negro y Oro, de Yisselda, el conde Brass y unos pocos más. Pues el Bastón Rúnico dependía de ellos para poner en marcha su propio modelo de destino…

—LA ALTA HISTORIA DEL BASTÓN RÚNICO

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