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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (64 page)

—De hecho, nos dirigíamos a Narleen cuando fuimos atrapados por Valjon —dijo Hawkmoon.

—En tal caso, debéis viajar conmigo. Si os puedo ser de alguna ayuda…

—Gracias, capitán Bewchard —asintió Hawkmoon —. Apreciaríamos mucho vuestra ayuda para llegar a Narleen. Y quizá durante el camino podáis proporcionarnos algo de la información que nos hace falta.

—Con mucho gusto —replicó Bewchard haciendo un gesto hacia una puerta que daba a la parte inferior de la cubierta—. Mi camarote está por aquí, caballeros.

6. Narleen

A través de las portillas del camarote del capitán Bewchard veían la espuma producida por el barco, que navegaba a toda vela río abajo.

—Si nos encontráramos con un par de barcos pirata tendríamos muy pocas posibilidades de salir bien librados —les dijo el capitán—. Por eso avanzamos a esta velocidad.

El cocinero les trajo una ración de la última comida y la dejó ante ellos. Había diversas clases de carne, pescado y verduras, fruta y vino. Hawkmoon comió en pequeñas cantidades, incapaz de resistirse a probar un poco de cada una de las viandas puestas sobre la mesa, pero sabiendo que su estómago podía no estar preparado aún para digerir unos alimentos tan ricos.

—Esto es una comida de fiesta —les dijo Bewchard con expresión alegre—, pues hace meses que intento darle caza a Valjon. —¿Quién es Valjon? —preguntó Hawkmoon entre un bocado y otro—. Parece un individuo muy extraño.

—No se parece a ningún pirata que yo haya podido imaginar —añadió D'Averc.

—Es pirata por tradición —les contó Bewchard—. Todos sus antepasados fueron piratas, dedicados desde hacía siglos al asalto de las naves que surcaban el río. Durante mucho tiempo, los barcos mercantes pagaban enormes cantidades de dinero a los lores de Starvel, pero hace algunos años empezaron a oponer resistencia, y Valjon tomó represalias. Entonces, un grupo de nosotros decidimos construir barcos de guerra, como los piratas, y atacarles en el agua. Yo estoy al mando de uno de esos barcos. Aunque soy comerciante de oficio, he tenido que dedicar mi tiempo a propósitos más militares hasta que Narleen se vea libre de Valjon y de gente como él. —¿Y cómo os van las cosas? —preguntó Hawkmoon.

—Resulta difícil decirlo. Valjon y los demás lores siguen siendo inexpugnables, recluidos en su ciudad amurallada. Starvel es como una ciudad dentro de la propia ciudad de Narleen. Hasta el momento sólo hemos logrado frenar un poco sus actos de piratería.

Pero no se ha producido ninguna gran prueba de fuerza entre las dos partes.

—Decís que Valjon es pirata por tradición… —empezó a decir D'Averc.

—Sí. Sus antepasados llegaron a Narleen hace muchos cientos de años. Eran poderosos, y nosotros en aquel entonces éramos relativamente débiles. La leyenda cuenta que Batach Gerandiun, un antepasado de Valjon, se ayudaba además con la brujería. Construyeron las murallas que rodean Starvel, el barrio de la ciudad del que se apoderaron para sí mismos, y allí han estado desde entonces. —¿Y cómo responde Valjon cuando atacáis sus barcos, como habéis hecho hoy? —preguntó Hawkmoon bebiendo después un largo trago de vino.

—Toma represalias con todos los medios de que dispone, pero estamos empezando a conseguir que se muestren mucho más cautos a la hora de aventurarse por el río. Aún queda mucho por hacer. Destrozaría a Valjon si pudiera. Eso quebraría todo el poder de la comunidad de piratas, estoy seguro, pero siempre se me escapa de entre las manos.

Tiene un gran instinto para el peligro, y siempre es capaz de evitarlo cuando le amenaza.

—Os deseo mucha suerte en vuestra lucha —dijo Hawkmoon—. Y ahora, capitán Bewchard, ¿sabéis algo de una espada llamada «Espada del Amanecer»? Se nos ha dicho que la podríamos encontrar en Narleen.

—En efecto, he oído hablar de ella —contestó Bewchard sorprendido—. Está relacionada con la leyenda que os acabo de contar… Me refiero a Batach Gerandiun, el antepasado de Valjon. Se dije que en esa espada está contenido el poder de hechicería de Batach, quien desde entonces se ha convertido en una especie de dios, pues los piratas le rinden culto en un templo al que han dado su nombre: el templo de Batach Gerandiun. Esos piratas forman una cuadrilla muy supersticiosa. Sus mentalidades y actitudes son a menudo incomprensibles para los prácticos mercaderes como yo mismo. —¿Y dónde está ahora esa espada? —preguntó D'Averc.

—Se dice que es la espada a la que los piratas rinden culto en el templo. Para ellos representa su poder, así como el de Batach. ¿Tenéis el propósito de apoderaros de esa espada, caballeros?

—No sé… —empezó a decir Hawkmoon, pero D'Averc le interrumpió con suavidad.

—Lo tenemos, capitán. Hay un pariente nuestro, un erudito muy sabio del norte, que oyó hablar de la espada y desea inspeccionarla. Nos ha enviado aquí para ver si podíamos comprarla…

Bewchard se echó a reír.

—Se la podría comprar, amigos míos…, con la sangre de medio millón de guerreros.

Los piratas lucharán hasta el último hombre para defender la Espada del Amanecer, ya que es lo que más valoran, por encima de cualquier otra cosa.

Hawkmoon se sintió apesadumbrado ante la noticia. ¿Acaso el moribundo Mygan les había enviado en una misión de búsqueda imposible?

—Ah, bien —replicó D'Averc, encogiéndose de hombros filosóficamente—. En tal caso, debemos confiar en que vos derrotéis a Valjon y a los demás, y que en algún momento subastéis esa propiedad.

—No creo que llegue ese día en toda mi vida —dijo Bewchard con una sonrisa—.

Tardaremos muchos años en derrotar definitivamente a Valjon. —Se levantó de la mesa y añadió—: Disculpadme un momento, pero tengo que ver cómo van las cosas en el puente.

Se inclinó breve y cortésmente y abandonó el camarote. En cuanto lo hubo hecho, Hawkmoon frunció el ceño. —¿Qué hacemos ahora. D'Averc? Estamos varados en este territorio extraño, incapaces de conseguir lo que andamos buscando—. Se sacó los anillos de Mygan del bolsillo y jugueteó con ellos en la palma de la mano. Ahora disponían de once, contando el suyo y el de D'Averc, pues ellos también se los habían quitado—. Aún tenemos suerte de conservar éstos. Quizá deberíamos utilizarlos… y saltar de una dimensión a otra, aleatoriamente, con la esperanza de encontrar nuestro camino de regreso a Camarga.

—Podríamos encontrarnos de pronto en la corte del rey Huon, o poner nuestras vidas en peligro a causa de algún monstruo —replicó D'Averc—. Yo opino que debemos seguir nuestro camino hasta Narleen y pasar allí algún tiempo… aunque sólo sea para comprobar lo difícil que resulta conseguir esa espada. —Se sacó algo del bolsillo y añadió—: Hasta que no hablasteis se me había olvidado que poseía este pequeño objeto.

Sostuvo algo entre los dedos, mostrándolo. Se trataba de la carga de uno de los cañones utilizados en la ciudad de Halapandur. —¿Y qué significado tiene eso, D'Averc? —preguntó Hawkmoon.

—Tal y como os dije, Hawkmoon…, podría sernos muy útil. —¿Sin un arma que lo dispare?

—Sin ese arma —asintió D'Averc.

En el momento en que se guardaba la carga en la bolsa, Pahl Bewchard cruzó el umbral de la puerta. Regresaba sonriendo.

—En menos de una hora, amigos míos, entraremos en Narleen —les dijo —. Creo que os gustará nuestra ciudad—. Y añadió con una sonrisa burlona—: Al menos la parte que no está habitada por los lores piratas.

Hawkmoon y D'Averc subieron a la cubierta del barco de Bewchard y observaron cómo era introducido hábilmente en el puerto. El sol estaba alto en un cielo claro y azul, haciendo que la ciudad reluciera. La mayoría de los edificios eran bajos, y muy pocos tenían más de cuatro pisos, aunque estaban ricamente decorados con dibujos rococó que parecían muy antiguos. Todos los colores estaban algo desvaídos, maltratados por el tiempo, a pesar de lo cual seguían siendo claros. Se había utilizado mucha madera en la construcción de las casas —las vigas, balcones y frontispicios eran todos de madera labrada—, pero algunas mostraban barandillas e incluso puertas de metal pintadas.

El muelle estaba abarrotado de cajas y fardos que estaban siendo cargados y descargados de la gran cantidad de barcos que llenaban el puerto. Los hombres trabajaban con grúas para levantar los bultos, que luego empujaban sobre planchas.

Estaban todos sudorosos bajo el calor del día, e iban desnudos de cintura para arriba.

Había ruido y bullicio por todas partes y Bewchard pareció disfrutar de la situación mientras escoltaba a Hawkmoon y a D' Averc por la pasarela de la goleta, haciéndolos pasar a través de la multitud que había empezado a congregarse y que le saludaba desde todas partes, acosándolo a preguntas: —¿Cómo os ha ido, capitán? —¿Habéis encontrado a Valjon? —¿Habéis perdido muchos hombres?

Finalmente, Bewchard se detuvo, sonriente y riendo de buen humor.

—Bien, ciudadanos de Narleen —gritó—. Debo contaros lo ocurrido o no nos dejaréis pasar. En efecto, hemos hundido el barco de Valjon…

Se oyeron murmullos entre la multitud, que inmediatamente guardó silencio. Bewchard se subió de un salto a una gran caja y levantó los brazos.

—Hundimos el barco de Valjon, el Halcón del río…, pero habría podido escapar de nosotros de no haber sido por estos dos compañeros.

D'Averc miró a Hawkmoon, sintiéndose burionamente embarazado. Los ciudadanos les observaron llenos de sorpresa, como si no pudieran creer que dos desharrapados con aspecto de muertos de hambre hubieran sido capaces de hacer otra cosa que servir como esclavos de la más baja estofa.

—Ellos son vuestros héroes, no yo —siguió diciendo Bewchard—. Ellos solos resistieron a toda la tripulación pirata, mataron a Ganak, el lugarteniente de Valjon, y con su valor hicieron que el barco fuera una presa fácil para nuestro ataque. ¡Y después hundieron el Halcón del río!

Entonces, un gran grito de júbilo se elevó de entre la multitud.

—Conoced sus nombres, ciudadanos de Narleen. Recordadlos como amigos de esta ciudad, y no les neguéis nada. Son Dorian Hawkmoon el de la Joya Negra, y Huillam d'Averc. ¡No habéis visto hombres más valientes ni espadachines más diestros que ellos!

Ahora, Hawkmoon se sentía realmente desconcertado ante todo aquello, y frunció el ceño mirando a Bewchard, tratando de hacerle señales para que dejara de hablar. —¿Y qué ha pasado con Valjon? —preguntó entonces una voz entre el gentío—. ¿Ha muerto?

—Se nos ha escapado —contestó Bewchard con expresión de lamentarlo—. Echó a correr como una rata. Pero algún día tendremos su cabeza. —¡O él la vuestra, Bewchard! —El que había hablado era un hombre ricamente ataviado que se había abierto paso hasta ellos—. ¡Todo lo que habéis hecho ha sido encolerizarle! Durante muchos años les he pagado a los hombres de Valjon los impuestos del río, y ellos me han permitido cruzarlo en paz. Ahora vos y los que son como vos dicen:

«No pagad los impuestos». Y os he hecho caso y no he pagado. Pero ahora no conozco lo que es la paz, ni puedo dormir por temor a lo que será capaz de hacer Valjon. Se verá obligado a tomar represalias, Y es posible que no sólo se vengue de vos. ¿Qué sucederá con todos los demás, con los que queremos la paz y no la gloria? ¡Nos ponéis en peligro a todos!

—Si no recuerdo mal —replicó Bewchard—, fuisteis vos, Veroneeg, el primero en quejaros de los piratas. Dijisteis no poder soportar los al tos precios que cobraban, nos apoyasteis cuando formamos la liga para luchar contra Valjon. Pues bien, Veroneeg, estamos luchando contra él, y resulta difícil, cierto, pero ganaremos al final, ¡no temáis!

La multitud volvió a gritar llena de júbilo, aunque esta vez los gritos fueron menos entusiastas y algunos empezaban ya a dispersarse.

—Valjon se tomará su venganza, Bewchard —repitió Veroneeg—. Vuestros días están contados. Hay rumores de que los lores piratas están uniendo sus fuerzas, de que hasta ahora sólo se han limitado a jugar con nosotros. ¡Podrían arrasar Narleen si lo desearan! —¿Y destruir la fuente de su riqueza? ¡Eso sería una estupidez por su parte! —exclamó Bewchard, encogiéndose de hombros como despreciando las advertencias del mercader.

—Quizá sea estúpido —replicó Veroneeg—. ¡Tan estúpido como vuestras acciones!

Pero si llegan a odiarnos lo suficiente, su odio puede hacerles olvidar que somos nosotros quienes los alimentamos.

—Deberíais retiraros, Veroneeg —observó Bewchard con una sonrisa, sacudiendo la cabeza—. Los rigores de la vida mercantil son demasiado para vos.

La multitud ya casi había desaparecido por completo, y había miradas de ansiedad en muchos de los rostros que poco antes les habían aclamado como héroes.

Bewchard bajó de la caja y rodeó con sus brazos los hombros de sus compañeros.

—Vamos, amigos, no sigamos escuchando al pobre y viejo Veroneeg. Conseguiría agriar cualquier triunfo con su pesimismo. Vayamos a mi mansión y veamos si podemos encontraros vestimenta más adecuada para caballeros… Mañana podremos recorrer la ciudad y comprar todo aquello que necesitéis.

Les condujo a través de las calles llenas de gente de Narleen, que seguían cursos aparentemente ilógicos, eran estrechas, olían a mil cosas diferentes y entremezcladas, y estaban abarrotadas de gente, marineros, espadachines, mercaderes, trabajadores del puerto, ancianas, muchachas jóvenes y hermosas, vendedores ambulantes que voceaban sus mercancías, y jinetes que se abrían paso lentamente entre los viandantes. Subieron por una calle empedrada, colina arriba, y salieron a una plaza en uno de cuyos lados no había casas. Y allí estaba el mar.

Bewchard se detuvo un momento para contemplarlo. Las aguas titilaban bajo la luz del sol. —¿Comerciáis más allá de ese océano? —preguntó D'Averc señalando el mar con un gesto.

Bewchard se quitó la pesada capa y la dobló sobre un brazo. Se abrió el cuello de la camisa y sacudió la cabeza, sonriendo.

—Nadie sabe lo que hay más allá de ese mar… Probablemente no hay nada. No, comerciamos a lo largo de la costa, abarcando unos cuatrocientos kilómetros a cada lado.

En esta zona abundan las ciudades ricas que no sufrieron mucho los efectos del Milenio Trágico.

—Ya entiendo. ¿Y cómo llamáis a este continente? ¿Se trata, como sospechamos, de Asiacomunista?

—Jamás he oído que se llamara así —contestó Bewchard frunciendo el ceño —, aunque no soy un erudito, claro. Le he oído llamar con distintos nombres: «Yarshai», «Amarehk» y «Nishtay». —Se encogió de hombros—. Ni siquiera estoy seguro de saber dónde está en relación con los legendarios continentes que, según se dice, se hallan en alguna otra parte del mundo… —¡Amarehk! —exclamó Hawkmoon—. Pero si siempre había creído que era el hogar legendario de unas criaturas sobrehumanas… —¡Y yo había pensado que el Bastón Rúnico estaba en Asiacomunista! —añadió D'Averc echándose a reír—. ¡No hay que depositar mucha fe en las leyendas, amigo Hawkmoon! Quizá, después de todo, el Bastón Rúnico ni siquiera exista.

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