—No te vayas a suicidar sin haber terminado el suelo, Ted —le decía.
Aquella noche papá no se entretuvo con Gin y Tonic. El salón estaba tranquilo y silencioso. Papá seguía callado, con la mirada fija en el vacío. Al principio, el silencio era quebradizo, pero a medida que se prolongaba se fue consolidando hasta ser un gran silencio: la nada seguía a la nada, que al poco rato se vio seguida de una nada más profunda, mientras papá permanecía sentado, con ojos inmóviles pero cargados de saber. Me empezó a sudar la cabeza y sentí que la risa se me agolpaba en la garganta. Me pregunté si iba a tomarles el pelo, si les tendría allí sentados en silencio durante una hora (quizá hasta les soltaría alguna que otra frase mística de vez en cuando como: «Excremento seco corona la cabeza de la paloma») antes de volver a enfundarse su abrigo corto y volver caminando junto a su esposa, después de haber conseguido que la burguesía de Chislehurst alcanzara una conciencia exquisita de su vacío interior. ¿Se atrevería?
Por fin papá arrancó con la cantinela de siempre, pero esta vez la sazonó con una animada melodía de susurros, pausas y miradas al público. Susurraba, hacía una pausa y miraba al público y hablaba tan bajito que los pobres imbéciles tenían que echarse hacia adelante para poder oírle. Pero no se daban por vencidos: tenían los oídos bien abiertos.
—En nuestros despachos y lugares de trabajo, nos encanta decir a los demás lo que tienen que hacer. Los denigramos. Consideramos nuestro trabajo mejor que el suyo. Siempre estamos compitiendo. Somos fanfarrones y chismosos. Soñamos con que nos traten bien y con tratar mal a los demás…
Detrás de papá, la puerta se abrió lentamente. Distinguí a una pareja en el umbral: un joven con el pelo corto y erizado teñido de blanco, zapatos plateados y una cegadora chaqueta plateada. Parecía un astronauta. A su lado, la chica que estaba con él tenía un aspecto pasado de moda. Tendría unos diecisiete años y llevaba una blusa hippie muy larga, una falda que arrastraba por el suelo y el pelo hasta la cintura. La puerta se cerró y desaparecieron, nadie se inmutó. Todo el mundo estaba escuchando a papá, salvo Jean, que se toqueteaba el pelo constantemente como si quisiera apartarlo de ella. Cuando se volvió hacia Ted en busca de aprobación, no recibió nada a cambio: él también estaba absorto.
Como el director de escena que se siente satisfecho al ver que su espectáculo funciona viento en popa y que sabe que no le queda nada por hacer, me escabullí del salón por las puertas que daban al jardín. Las últimas palabras que oí fueron: «Tenemos que encontrar un modo totalmente nuevo de estar vivos.»
Era la presencia de papá, más que sus palabras, lo que conseguía arrancar todo de las mentes de la gente. La paz, tranquilidad y seguridad que destilaba me hacían sentir como si estuviera hecho de aire y luz mientras recorría las habitaciones perfumadas y silenciosas de Cari y Marianne, sentándome a veces para quedarme con los ojos clavados en el horizonte y otras simplemente paseándome por ahí. De pronto me sentí más consciente del sonido y del silencio; todo adquirió un aspecto más nítido. Había unas camelias en un jarrón art nouveau, y de repente me di cuenta de que las estaba mirando maravillado. La serenidad y la concentración de papá me habían ayudado a apreciar los árboles del jardín de una manera nueva y sorprendente, y observaba los objetos sin ningún tipo de asociaciones ni análisis. El árbol era forma y color, no hojas y ramas. Sin embargo, poco a poco, la frescura de las cosas empezó a marchitarse; mi mente se puso de nuevo en marcha y empezaron a agolparse los pensamientos. Papá había sido efectivo y estaba satisfecho y, no obstante, el hechizo seguía ahí: había algo más… una voz. Y esa voz me recitaba poesía mientras estaba allí, en el vestíbulo de Cari y Marianne. Cada palabra sonaba clara, porque mi mente estaba vacía, limpia. Decía:
Es cierto, es de día, ¿y qué más da?
¿O es que por eso me vas a dejar?
¿Levantarnos? ¿Por qué? ¿Porque luz haya?
¿Nos acostamos acaso porque era noche cerrada?
El amor que aquí nos trajo a pesar de la oscuridad,
a pesar de la luz, juntos nos mantendrá.
Era una voz masculina y modulada, que no procedía del cielo —como en un principio había creído, pues no era un ángel quien hablaba—, sino de algún lugar cercano. La seguí hasta el invernadero, donde encontré al chico de cabellos plateados sentado junto a una chica en un banco columpio. El chico le hablaba —no, le leía de un librito encuadernado en piel que sostenía en una mano— y echaba el cuerpo hacia adelante, hacia ella, como si quisiera grabarle las palabras en la mente. Ella, en cambio, estaba allí sentada, indiferente, con su olor a pachulí, y dos veces se apartó de los ojos un mechón de pelo mientras él seguía —leyendo:
Han echado a la serpiente del Paraíso.
Los ciervos heridos no tienen que buscar ya los pastos
donde encontrar alivio para su corazón…
La chica, que se aburría mortalmente, le dio un codazo y hasta pareció animarse en cuanto me vio, el
voyeur
de siempre, que les estaba espiando.
—Lo siento —dije, alejándome de allí.
—Karim, ¿por qué me ignoras?
Entonces me di cuenta de que era Charlie.
—Yo no te ignoro. Bueno, por lo menos no era mi intención. ¿Por qué te has teñido de plateado?
—Por divertirme.
—¡Charlie, hace siglos que no te veía! ¿Dónde te habías metido? Me tenías muy preocupado.
—Pues no había razón, pequeñín. He estado haciendo los preparativos para el resto de mi vida y todo eso.
Aquello me dejó fascinado.
—¿Ah, sí? ¿Y qué clase de vida va a ser? ¿Lo tienes pensado?
—Cuando miro hacia el futuro veo tres cosas: éxito, éxito…
—Y éxito —añadió la chica, con tono cansino.
—Eso espero —dije—. Sigue así.
La chica me miró con ironía.
—Pequeñín —repitió, con una risita. Luego, arrimó los labios al oído de Charlie y dijo—: ¿Podrías leer un poco más?
Así que Charlie retomó la lectura y leyó para los dos, pero yo ya no estaba tan contento. Para ser franco, me sentía como un perfecto idiota. Lo que me hacía falta era una buena dosis de la medicina mental de Dios y de inmediato, pero no quería alejarme de Charlie. ¿Por qué se había teñido de plateado? ¿Acaso acabábamos de entrar en una nueva era capilar que me había pasado por alto?
Hice un esfuerzo y volví al salón. El trabajo de papá consistía en media hora de enseñanzas con voz sibilante además de preguntas, media hora de yoga y un poco de meditación. Cuando terminó, la gente se levantó del suelo y se puso a charlar medio adormilada y tía Jean me saludó, pero muy seca. Era evidente que quería marcharse, pero no quitaba los ojos de encima a un papá desenvuelto y sonriente que estaba al otro lado de la habitación. Eva se encontraba junto a él y había personas arracimadas a su alrededor que querían más información sobre sus clases. Dos personas le preguntaron si estaría dispuesto a ir a sus casas a celebrar nuevas sesiones. En Eva se había despertado el sentido de la propiedad, y lo apartaba de la gente tediosa mientras papá repartía inclinaciones de cabeza a diestro y siniestro con ademán regio.
Antes de marcharme, Helen y yo intercambiamos direcciones y números de teléfono. Charlie y la chica estaban discutiendo en el vestíbulo. Charlie quería acompañarla a casa, pero ella insistía en ir sola, la muy idiota.
—Pero ¿por qué no me quieres? —insistía Charlie—. Yo te quiero. Ahora ya te amo.
¿Por qué se comportaba de aquel modo tan servil? Y, sin embargo, no podía evitar el preguntarme si cuando llegara el día en que quisiera a alguien y ese alguien no me quisiera sería capaz de mostrarme indiferente. Le dirigí un resoplido de desprecio y salí a esperar a papá y a Eva.
Así estaban las cosas. Helen me amaba sin esperanza y yo amaba sin esperanza a Charlie, que amaba sin esperanza a la señorita Pachulí, quien con toda seguridad amaba sin esperanza a cualquier desgraciado. La única pareja que no se amaba sin esperanza eran papá y Eva. Sentado en el coche con ellos lo pasé fatal, porque Eva no dejaba de meter mano a papá por todas partes. Si hasta tuvo que alzar un dedo autoritario hacia ella para advertirle… dedo que ella se apresuró a morder. Así que yo me quedé quietecito como un buen hijo, haciendo como que no existía.
¿Estaba papá enamorado en serio de Eva? Me costaba aceptar que estuviera enamorado, porque nuestro mundo me parecía inmutable. Y, sin embargo, ¿no era ya de dominio público? Al final de su actuación, papá había dado un beso sonorísimo a Eva, como quien chupa una naranja, y le había dicho que, sin ella, nunca se habría sentido con ánimos de hacerlo. Y luego, Eva le había estado acariciando el pelo mientras Cari y Marianne juntaban las manos en actitud de plegaria y Ted y Jean se les quedaban mirando, con sus estúpidos abrigos, como un par de policías de paisano. ¿Qué le estaría pasando a papá?
Mamá nos estaba esperando en el vestíbulo, con la cara medio tapada por el auricular del teléfono. No hablaba demasiado, pero me pareció reconocer la vocecilla de Jean al otro lado del hilo. No había perdido el tiempo. Papá se escabulló a su habitación. Y yo estaba a punto de irme corriendo arriba cuando mamá me dijo:
—Espera, listillo, que alguien quiere hablar contigo.
—¿Quién?
—Ven aquí.
Mamá me pasó el teléfono con malos modos y oí a Jean decir una sola cosa:
—Ven a vernos mañana. Sin falta. ¿Lo has entendido?
Jean siempre gritaba, como si uno fuera estúpido. «Que te jodan», pensé. Malditas las ganas que tenía de acercarme a ella con aquel humor de perros. Pero, claro, yo era la persona más entrometida que he conocido jamás. Iría… de eso estaba seguro.
Al día siguiente, limpié la bici y, al poco rato, ya trotaba por las carreteras sin asfaltar, siguiendo la misma ruta que papá y yo habíamos tomado la tarde anterior. Pedaleaba despacito y observaba a los hombres pasar el aspirador, regar con la manguera, lavar, abrillantar, lustrar, lijar, repintar, discutir y admirar sus coches. Hacía un día precioso, pero nada conseguía arrancarles de su rutina. Las mujeres gritaban que la cena ya estaba lista. Había gente con traje y sombrero que regresaba de la iglesia con la Biblia en la mano. Los niños tenían la cara limpita y el cabello repeinado.
Todavía no me sentía dispuesto para el rapapolvo de Ted y Jean, así que pensé en dejarme caer por casa de Helen, que vivía en los alrededores. Aquella mañana, temprano, me había metido en el dormitorio de papá y le había quitado uno de sus polvorientos Durex Ultrafinos… por si acaso.
Helen vivía en una casa grande y antigua, ligeramente apartada de la calle. Todo el mundo que conocía, Charlie y los demás, vivían en casas grandes, salvo nosotros. No es de extrañar que tuviera un complejo de inferioridad. Pero la casa de Helen necesitaba una mano de pintura desde hacía siglos. Los arbustos y los parterres de flores estaban descuidados. El diente de león invadía los límites del camino y el cobertizo estaba medio hundido. Tío Ted habría dicho que era una vergüenza y una lástima.
Aparqué la bicicleta fuera y la encadené a la cerca, pero al tratar de abrir la puerta del cercado descubrí que estaba atascada. Como no tenía tiempo que perder, la salvé de un salto. Una vez en el porche, tiré de la campanilla y la oí sonar en algún remoto rincón de la casa. El tintineo se me antojó fantasmal, os lo aseguro. No hubo respuesta, así que decidí dar un rodeo a la casa.
—Karim, Karim —oí decir a Helen apresuradamente, con voz ansiosa, desde una ventana que quedaba encima de mi cabeza.
—Hola —dije—. Tenía ganas de verte.
—Yo también.
Me enfadé. Siempre quería que todo pasara deprisa.
—¿Qué pasa? ¿No puedes salir o qué? ¿O es que te ha dado por hacer de Julieta?
En eso su cabeza desapareció dentro de la casa, como si alguien acabara de tirar de ella. Luego oí una discusión apagada —la voz de un hombre— y la ventana se cerró de golpe. Corrieron las cortinas.
—¡Helen, Helen! —grité, porque de pronto me sentí muy unido a ella.
La puerta principal se abrió y en el umbral apareció el padre de Helen. Era un hombre corpulento, de barba negra y brazos imponentes. Pensé que debía de tener los hombros peludos y, lo que es peor, la espalda también peluda, como Peter Sellers y Sean Connery. (Tenía una lista de actores de espalda peluda que actualizaba constantemente.) Y entonces palidecí, pero obviamente no lo suficiente, porque Espalda Peluda soltó al perro que tenía sujeto, un asqueroso gran danés, que se me acercó con su andar patoso y la boca abierta como una caverna. Parecía que le hubieran arrancado un pedazo dentado de cráneo para formar aquella bocaza de colmillos amarillentos cubiertos de saliva. Extendí los brazos hacia adelante para que el perrazo no me arrancara las manos. Debía de parecer un sonámbulo, pero como quería conservar las manos para otros quehaceres, no me importó en absoluto lo rebuscado de la postura, y eso que por lo general era exageradamente puntilloso en cuanto a mi imagen y solía comportarme como si el mundo entero no tuviera nada mejor que hacer que estar atento constantemente a cualquier desliz en una complicada e íntima ceremonia.
—¡A mi hija no vas a verla más! —dijo Espalda Peluda—. No sale con chicos. ¡Ni con moros!
—Oh, muy bien.
—¿Lo has entendido?
—Sí —dije, de malhumor.
—No queremos que los negros vengáis a nuestra casa.
—¿Es que ya han venido muchos?
—¿Muchos qué, negrito desgraciado?
—Negros.
—¿Dónde?
—A esta casa.
—No nos gusta —repitió Espalda Peluda—. Por muchos negros que haya, sigue sin gustarnos. Estamos con Enoch. Y si te atreves a poner una de tus manazas negras encima de mi hija, te la aplastaré con un martillo! ¡Sí, señor, con un martillo!
Y Espalda Peluda se despidió con un portazo. Retrocedí un par de pasos y me volví para marcharme. Maldito Espalda Peluda. Tenía unas ganas de mear espantosas. Miré su coche, un Rover grandote. Pensé en deshincharle los neumáticos. Sería cosa de segundos, mearía en la ventanilla y, si se le ocurría salir, me colocaría al otro lado de la cerca como una centella. Sin embargo, me encaminaba ya al Rover cuando descubrí que Espalda Peluda me había dejado a solas con el perro, que estaba entretenido olisqueando excrementos a unos pocos metros de distancia. Empezó a acercarse. Me quedé paralizado, como si fuera una piedra o un árbol y, al cabo de un rato, volví la espalda al perrazo con mucha cautela y di un par de pasos, como si estuviera andando de puntillas por encima de un tejado poco seguro. Tenía la esperanza de que Helen abriera la ventana y me llamara y llamara al perro también.