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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (36 page)

¡Volver en primavera! La orden sonaba a guerra. En mi cabeza apareció un solo pensamiento: el nuevo emir, Alhakán, había resuelto sus problemas y planeaba una nueva ofensiva contra el rey Alfonso. Pero no fue eso lo que ocurrió.

17. Bajo los muros de Lisboa

Dejé a mis diez muchachos en el castillo de Espinosa, a las órdenes del abad Vítulo, y marché a Oviedo. Después de un viaje sin novedad pisé la capital. En aquellos meses Oviedo había crecido de manera asombrosa: el arquitecto Tioda seguía desplegando su energía, apoyado en todo por el rey. Se había planificado una catedral, la del Salvador, con una iglesia consagrada a Santa María y, en ella, el panteón regio. Al lado se estaba levantando otra iglesia dedicada a San Tirso. La elección de este mártir era toda una declaración de intenciones, porque ocurrió que a San Tirso, en el momento de ser martirizado, se le endureció tanto la piel que la sierra del verdugo no podía cortarla; del mismo modo la piel de Oviedo resistiría la sierra inclemente del moro. Además de todas estas iglesias, Tioda había proyectado un cementerio, una zona residencial para los obispos y abades y un hospital para los caminantes. Un nuevo acueducto abastecería de agua a la ciudad a través de unas murallas igualmente nuevas. El propio palacio de Alfonso había crecido con dos alas de hermosa factura. El rey, tenaz, estaba consiguiendo su propósito.

En palacio me presenté a Teudano, que me abrazó como a un hermano. Mi compañero y jefe me pidió noticias de la situación en la frontera del este y me felicitó por el golpe a la hueste de Abd al-Karim. Él, por su parte, me refirió su experiencia con los magnates gallegos, entre los que guardaba cierto ascendiente desde la victoria de dos años antes, pero que seguían siendo gente compleja y difícil de mandar:

—Son demasiado ricos —me dijo—. Sus tierras dan demasiado fruto. Tienen demasiadas cosas que perder y eso les predispone al pacto con el moro. Por eso el rey ha dispuesto que la mayoría de los cautivos moros sean enviados precisamente a Galicia. Es una forma de demostrarles que también ellos tienen algo que ganar con la política de resistencia.

Pregunté a Teudano por la marcha del asunto de Beato y Eterio, aquella polémica con Elipando de Toledo. También en esto las cosas circulaban por la mejor dirección posible: Carlomagno y el papa habían convocado sucesivas asambleas que invariablemente daban la razón a nuestros monjes de Liébana. Las relaciones con Carlomagno eran cada vez más estrechas: el rey había enviado a los condes Froila y Basiliscus para apretar lazos. Ellos eran quienes habían llevado a Aquisgrán la tienda de campaña que incauté a Abd al-Karim.

—¿Y qué hace Elipando? —pregunté.

Teudano se sorprendió.

—¡Cómo! ¿No te has enterado? ¡Elipando ha sido asesinado!

Así me refirió mi amigo la terrible Jornada del Foso:

—Tú sabes, porque el rey nos lo dijo, que Mérida y Toledo aprovecharon la muerte del emir Hisam para alzarse contra Alhakán, el sucesor. En Mérida se ha formado incluso un ejército, el de los al-Chiliqui, un linaje cristiano converso al islam, que ha puesto en un serio brete al nuevo emir. Te acordarás de lo que Lope nos contó cuando tú y yo estuvimos allí: era cuestión de tiempo. Pues bien, en Toledo ocurrió algo semejante: los notables de la ciudad, lo mismo mozárabes que muladíes y hasta judíos, decidieron rebelarse contra el nuevo emir y no pagar los abusivos impuestos que los árabes exigen. ¿Qué hizo el emir Alhakán? Enviar a un sicario suyo, un tal Amorroz, muladí, para solucionar el problema. El tal Amorroz, llegado a Toledo, no tuvo mejor idea que reunir a quinientos notables de la ciudad en su palacio. Les iba a ofrecer una cena de reconciliación, dijo. ¡Ja! A medida que los notables fueron llegando, los guardias de Amorroz se precipitaron sobre ellos, los degollaron y arrojaron sus cadáveres al foso del palacio. Entre los invitados estaba el obispo Elipando.

Aquella historia me turbó profundamente. Yo siempre había considerado a Elipando como un enemigo personal, aunque en realidad no conocía de él más que las cosas que me contó Beato de Liébana. Aun así, por muy enemigo que fuera, su suerte me pareció atroz. Era una crudelísima ironía que hubiera terminado muerto a manos de sus aliados de otro tiempo. Y el sórdido episodio era también un claro indicio del tipo de hombre que era el emir Alhakán.

Teudano me contó más cosas sobre estas sublevaciones en el emirato. Toledo nadaba en sangre, pero la rebeldía estaba lejos de haber terminado. Mérida ardía por todas partes, porque allí el control militar de Córdoba era menor. Y en la propia Córdoba, la capital del enemigo, surgían voces contra el emir. Era sorprendente que tanta agitación hubiera surgido de manera simultánea. Parecía como si todo aquello hubiera sido preparado o, al menos, estimulado por alguien. «¿Nepociano?», pregunté. Teudano asintió discretamente. Realmente el trabajo valía la recompensa: conde de palacio.

El mismo día de mi llegada tuve una visita imprevista. Estaba yo en las cuadras, supervisando el cuidado de Sisnando, cuando a mis espaldas sonó una voz cantarina:

—¡Me han dicho que tienes un castillo! ¡Y que has ganado tú solo a los moros en una batalla campal!

¡Creusa! Aquella muchacha siempre conseguía desarmarme.

—¿Quién te ha contado eso? —pregunté, malhumorado. Estaba cada vez más hermosa.

—Un caballero muy guapo y cortés. Don Munio, se llama. El que va a casarse con Argilo, la prima del rey.

Creusa decía todo esto con una sonrisa malévola, como si lo supiera todo, incluida mi inclinación hacia doña Argilo. Respondí desdeñosamente:

—Hombre cabal, Munio. Pero no, no tengo un castillo. El castillo es del rey y su jefe es mi hermano, el abad Vítulo. Y tampoco gané a los moros en batalla campal. Les tendimos una emboscada cerca de Ayala y cayeron en la trampa. Eso es todo. Munio también estuvo allí.

—Tú te quitas importancia, pero no deberías hacerlo, porque aquí todo el mundo habla de ti. Estás en todas las bocas, Zonio de Mena. Dicen que te estás convirtiendo en el mejor caballero del rey, y tú con tu jabalí blanco.

A Creusa le brillaban los ojos cuando decía esto y sus iris de azul violáceo resplandecían como gemas. Su pecho se ofrecía generoso, bajo la túnica, al sol de la primavera, y los cabellos negros orlaban su frente como la diadema de una reina oscura. Toda ella era una tentación.

—No soy el mejor caballero. Solo uno más. El mejor es Teudano.

Creusa rió de buena gana y se acercó a Sisnando. Mi caballo movió inquieto las orejas. Quizás él percibía las cosas con más intensidad que yo. La muchacha hizo entonces algo que me paralizó: desanudó de su cuello un suave paño de lino y lo anudó en mi brazo.

—Toma. Quiero que te quedes con esto. Y que lo lleves cuando el rey os mande a vencer en vuestra próxima batalla.

Y desapareció corriendo, como de costumbre.

«Vuestra próxima batalla», había dicho Creusa. Pronto supe de qué se trataba. El rey mandó llamar a sus fieles. No nos citó en su cámara ni en ninguna otra dependencia de palacio, sino que nos invitó a cabalgar hasta las laderas del monte Naranco pretextando una excursión de caza. Era una forma de evitar presencias indiscretas. Cuando llegamos a las viejas ruinas romanas, nos ordenó desmontar.

—Os he hecho venir hasta aquí porque nadie más debe saber lo que voy a contaros —nos dijo el rey—. Todos conocéis la situación por la que atraviesa nuestro enemigo: el Señor ha castigado la crueldad de Alhakán con incesantes levantamientos. Hoy los ejércitos de Córdoba no amenazan nuestras tierras sino que, divididos, pelean entre sí por el control de las ciudades y los caminos. Ha llegado nuestro momento, tan largamente esperado. Debemos actuar.

—¿Golpearemos su frontera? —preguntó Teudano.

—Haremos más que eso —respondió el rey—. Golpearemos donde ni en sus peores pesadillas podría imaginar el moro. Si atacamos la frontera en Toledo, por ejemplo, o en Mérida, nos exponemos a que nos estén esperando. Son lugares bien guarnecidos y ahora mismo hay por allí gran movimiento de tropas. Lo mismo ocurre en Zaragoza, donde los Banu-Qasi perfectamente podrían ponernos las cosas difíciles. No, necesitamos una victoria que sea al mismo tiempo fácil, contundente y asombrosa. Fácil, porque no podemos permitirnos muchas bajas. Contundente, porque debe hacer todo el daño posible a Córdoba. Y asombrosa, porque esa será nuestra carta de presentación ante Carlomagno.

—Mi señor —tercié yo—, no se me ocurre ninguna ciudad cercana que nos ofrezca todas esas cosas.

—No la hay —admitió Alfonso—. Pero es que no estoy pensando en una ciudad cercana, sino en una ciudad lejana. Muy lejana. Lisboa.

Un segundo de estupor. Enseguida, aclamaciones de júbilo. ¡Lisboa! No había menos de veinte días de camino hasta la vieja Olisipo, arabizada como Lisboa. La capital de la Lusitania estaba donde muere el río Tajo. Ni siquiera el gran Alfonso I había sido capaz de llegar tan lejos. ¿Cómo podríamos hacerlo nosotros? Un gallego al que llamaban Fáfila intervino:

—Con permiso: marchar a Lisboa significa caminar durante no menos de veinte jornadas. Y eso, además, conduciendo a miles de hombres. Nunca hemos hecho nada parecido.

—Precisamente por eso no nos esperarán allí —zanjó el rey—. Haremos lo siguiente. Hoy mismo empezaremos a reunir a la hueste. No necesitamos llevar a todas las fuerzas del reino. Quinientos jinetes y mil peones nos bastarán. De aquí a dos semanas, todos deberán estar reunidos en las Babias, en el lugar que ya conocemos. Esta vez no habrá enemigos. Muy importante: fuera de nosotros, nadie debe saber cuál es nuestro objetivo. Se lo diremos a los hombres más adelante. Desde las Babias nos asomaremos a Astorga. Allí parte la calzada que conduce a Braga: es tierra amiga. Tanto en Astorga como en Braga podremos avituallarnos. En Braga hay una calzada que conduce directamente hacia el sur, siguiendo el camino de la costa. Si los musulmanes se enteran de nuestro avance y quieren detenernos, tendrán que hacerlo enviando a sus ejércitos a través de Mérida. Ahora bien, sabemos que en este momento Mérida está en guerra con Córdoba. Es decir, que no hay posibilidad material de que el enemigo llegue hasta nosotros. Aquí tendremos que forzar la marcha. El camino de Braga a Lisboa es largo, pero rápido y fácil. Solo entonces nuestros hombres podrán conocer el objetivo de este viaje. Caeremos sobre Lisboa como una tormenta de hierro. Nadie nos espera allí. Haremos que el moro muerda el polvo. Saquearemos la ciudad. Vengaremos la destrucción de Oviedo. Volveremos a casa cargados de riquezas. Y llevaremos a la mesa de Carlomagno una bandeja de plata repujada en Lisboa. ¿Estáis conmigo?

Una aclamación abrumadora llenó los silencios del monte Naranco. El plan del rey Alfonso era brillante y estaba bien meditado. La perspectiva de una victoria segura inflamó nuestros corazones. Lisboa sería nuestra.

Hice llamar a mis diez muchachos de Espinosa. Con ellos vinieron doscientos peones entre los que yo llevé a la comarca y otros de nueva incorporación. Teudano trajo a sus amigos gallegos. Acudieron mesnadas de otros muchos lugares del reino. Los hombres de palacio se aseguraron de que hubiera avituallamiento en Astorga y Braga. Todo estuvo preparado al final de la primavera. Entonces el rey reunió a su hueste.

Yo llevé a la aventura el pañuelo de Creusa. No lo anudé en mi brazo como la damisela quería, pero sí lo até a la azagaya; la nueva azagaya que el herrero Ramiro había fabricado a partir de la antigua y que ahora tendría ocasión de probar en combate. La vieja cimitarra de Campoo, que nunca me abandonaba, y la espada de caballero completaban mi arsenal. El casco que también hizo Ramiro, bien bruñido, relucía como un pequeño sol. Abracé el escudo: el jabalí blanco sobre el azul celeste de los ojos de Deva. Cubrí la cota de malla con una túnica blanca. Después, la capa roja de los fieles del rey. Y me puse al frente de mis guerreros.

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