El caballero Galen (10 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

Me aferré a los brazuelos del sillón y esperé. No cabía duda de que era la mano vista antes: la que iba a cerrarse alrededor de la garganta de mi hermano. Procuré endurecerme y estudié la piedra con mayor detención, buscando en ella cualquier movimiento, otra luz, alguna señal o clave con que poder localizar aquella visión en el mundo que yo conocía y entendía.

Pero no vi más que la luz, la mano y la daga, y sólo al cabo de un rato logré distinguir, detrás de todo aquello, un rostro que brillaba tenuemente. Era el de un Hombre de las Llanuras, desfigurado por el parche en forma de diamante que le cubría el ojo derecho. Y de pronto me envolvió el sonido de una voz que susurraba oscilante en las inconcebibles tinieblas del cuarto.

No temas,
trató de consolarme, aunque el consuelo era muy frágil y escondía una oscura y helada corriente de peligro.
No temas, joven, porque a tu hermano no le sucede nada. Sólo constituye el camino descubierto para... lograr tu atención...

—Perdona que me cueste creerlo, después de verlo con un cuchillo apuntado contra su cuello —repliqué.

No obstante todos mis intentos de mostrarme valeroso, mi voz sonaba insegura y casi débil en la enorme y movediza cripta en la que me parecía estar sentado, aunque no hubiese podido explicar de ningún modo cómo había abandonado mis pequeños y abarrotados aposentos para encontrarme en aquella oscura bóveda.

Tu energía es muy conveniente,
dijo la voz.
Porque en la energía reside el inicio del comercio.

Yo me agarré todavía más a los brazos del sillón.

—¿Y qué significa
eso?

Poco a poco se levantó el parche que cubría un ojo de aquella cara, y la vacía cuenca resplandeció con la mortecina luz de un fuego fatuo: una luz de color verde pálido que no iluminaba más que la misma fuente de claridad. Comenzó a cambiar de forma y tuvo cabeza, cuatro brazos, una cola... Hasta que surgió una salamandra que se retorcía sobre el negro suelo de la pieza. Dando unas vueltas cada vez más rápidas, la criatura se mordió la cola y, al continuar con sus movimientos en círculo, acabó por ser una borrosa mancha de luz que luego, de repente, fue de nuevo la cara, ahora muy clara y de marcadas facciones aguileñas.

Los cabellos eran negros, adornados con cuentas, y se veían muy despeinados. La cuenca vacía parecía un ópalo negro, en cuyo centro había una columna de fuego en la que volvía a aparecer la misma cara. Tuve la sensación de que la imagen que veía delante se repetía sin cesar, aunque cada vez más pequeña, como cuando se enfrentan dos espejos y se genera un reflejo dentro de otro.

Esto significa que ha llegado el momento de comerciar, sir...

La voz hizo una pausa, expectante.

—Nada de nombres. Al menos, todavía no —susurré.

¿Excepto el de Brithelm, quizá?,
se mofó la resonante voz.

Me incliné hacia adelante y sostuve el broche en el hueco de mis manos. La habitación dio vueltas hasta que, por fin, se estabilizó.

—Dime..., dime de qué clase de comercio se trata —exigí.

Es muy simple,
respondió la cara, moviendo los delgados labios de acuerdo con las palabras que yo percibía a mi alrededor.
Mi comercio consiste en una simple compra... La de tus ópalos, si quieres volver a ver a tu hermano.

—Ya lo entiendo. Como rescate.

El rostro tembló y se volvió en la media luz reinante. Detrás de él, si bien sólo por espacio de un segundo, vislumbré una reluciente roca en medio de la oscuridad y una cascada de estalactitas o estalagmitas... Nunca recordaba qué era qué.

Rescate no es la palabra que nosotros empleamos. Preferimos decir reunión.

—Ya.

Guardé silencio y procuré apartar la vista de las piedras. Pero el rostro parecía estar allí donde yo mirara, reflejado en la densa y agitada oscuridad que me rodeaba.

—De acuerdo —agregué—. Los ópalos son tuyos, desde luego. Te los devolveré con gusto. Están en mis manos, a tu disposición.

No soy tan tonto como para meterme entre vosotros,
replicó la voz.
Eres tú quien debe traérmelos.

—Pero... ¿dónde demonios estás? ¿Bajo tierra, tal vez?

Durante unos momentos, la cara del broche palideció. En mi cuarto hubo silencio, y yo experimenté la proximidad de las paredes, como si me hubiesen restituido a mis aposentos.

Eres listo. ¡Tan valeroso y solámnico y, encima, vivo!

—Además estoy dispuesto a entregar un montón de ópalos a cambio de mi hermano. A condición de que sepa dónde darlos, claro...

Eso es lo que tú quisieras, ¿no? ¡Para presentarte en ese lugar con docenas de tus congéneres y arrebatarnos a tu hermano!

Hasta los criminales desconfiaban de mí, por lo visto.

—¡Naturalmente que lo quisiera! Pero no cuento con docenas de «congéneres», como tú te expresas. Ni tampoco lo haría. Mira: hay algo más básico que la táctica; más básico que tus tratos y tus transacciones. Lo que deseo es recuperar salvo a mi hermano, y poseo los ópalos que me aseguran su salvación. ¡Te doy mi palabra!

Serán los mismos ópalos los que te indiquen lo que necesitas saber,
contestó la voz, en tono misterioso y siniestro.
En ellos se halla el mapa de mi oscuridad. En ellos descubrirás el sendero que puede conducirte hasta tu hermano. Sigue la piedra que está debajo de la piedra, y pronto te verás entre nosotros.

Súbitamente, las piedras perdieron brillo, el fuego surgido en el centro del broche se extinguió, y la pieza quedó inundada por la luz de las velas. Me puse de pie, respiré a fondo y miré a mi alrededor. La habitación seguía tal como yo la recordaba, pero la ventana estaba entreabierta, y un fino aire frío se había introducido en mis aposentos.

Volví a contemplar el broche, que poco antes había parpadeado ominoso en mis manos. Ahora parecía inofensivo y bonito, pero sin más utilidad que la de sujetar la capa de un joven y poco equilibrado caballero.

—Me encuentro al borde de la aventura —murmuré—. O del desastre. O quizás hable sólo con piedras...

6

Imposible saber cuándo Bayard tomó su siguiente decisión, o cuál era su estado mental cuando la tomó.

Deduje que los cirujanos le habían dado la noticia poco después de mi partida. A causa de su pierna fracturada, ni siquiera podía pensar en viajar. Al menos durante los próximos meses. Montar a caballo le resultaría terriblemente doloroso, además, ya que las rocosas laderas de las montañas Vingaard eran un terreno muy hostil para cualquiera que no fuese un enano o una cabra montes.

Me imaginaba que nuestra aventura había sido aplazada por necesidad y porque mi inteligente benefactor no acababa de fiarse de mí.

Tiempo atrás, en los días de mi desperdiciada primera juventud, eso me habría producido inmenso alivio, haciéndome dar gracias a todos los dioses por poder permanecer en castillos acogedores y secos y dormir en lechos calientes, pero en especial a la deidad que favoreciese la fractura de piernas.

Evidentemente, aquellos tiempos habían pasado.

Removí inquieto el fuego que ardía en el cuarto, a la par que pensaba en Brithelm, que se hallaba en las montañas, en las amenazadoras visiones tenidas a través de los ópalos y, no en último lugar, en lo que el accidente de Bayard representaba para nuestros planes.

Y me preguntaba cómo diantre podría ir yo solo a las montañas Vingaard.

Casi experimenté alivio cuando Raphael se presentó al anochecer en mis aposentos para notificarme que yo, sir Galen Pathwarden Brightblade, debía presentarme de inmediato ante sir Bayard Brightblade. Pero ese alivio se desvaneció en cuanto entré en la alcoba de mi protector.

Dados los sobresaltos y la agitación de los dos últimos días, no me sorprendió encontrar a Ramiro y a Brandon sentados junto al lecho de Bayard. No obstante, consideré alarmante ver su gesto taciturno, deprimido e incómodo, como dos viejos alquimistas obligados a probar un laxante ineficaz. Mi primera suposición fue la de que habían sido elegidos para rescatar a Brithelm.

La conversación se interrumpió al llegar yo. Los tres caballeros me miraron con fijeza. Bayard, con extraña expresión de curiosidad y orgullo. Los demás, de forma inexpresiva e imposible de entender. Raphael, que iba delante de mí, trató de ocuparse enseguida en algo poco claro y, sin duda, innecesario.

—Caballeros, aquí tienen a sir Galen Pathwarden Brightblade, del Castillo Di Caela —anunció Bayard, y yo me dije que habría descansado, dormido quizás, y que aún no estaba del todo despejado.

Sus compañeros guardaron silencio.

—¡Buenas noches,
Comadreja! —
gruñó Ramiro por fin.

Yo preferí pasar por alto sus palabras, tanto por cortesía como por precaución, y me limité a saludar a todos los presentes con un movimiento de cabeza, antes de tomar asiento a los pies de la cama de mi bienhechor.

Fuera oscurecía rápidamente. Oí cómo un par de palomas se posaba en un árbol cercano a la ventana y, entre arrullos, se preparaba para protegerse de la tempestad que no tardaría en llegar.

—Siento que las noticias sean malas, Galen —dijo Bayard con una mueca, al mismo tiempo que se incorporaba.

Ramiro le ofreció la botella de Águila de Thorbardin que había sobre la mesilla de noche, pero Bayard la rechazó con la mirada perdida y terriblemente melancólica.

—Los cirujanos celebraron una consulta, Galen —prosiguió— y discutieron sobre diversos puntos sin ponerse de acuerdo. Pero todos coincidieron en un punto: en que, durante los próximos seis meses, me resultará imposible cabalgar, y que por espacio de otro medio año no me aconsejan hacerlo...

—¡Pero en seis meses será demasiado tarde, sir! —protesté y, al ponerme de pie, volqué la silla.

Por puro hábito, Ramiro se llevó la mano a la espada. Brandon, en cambio, me observaba muy tranquilo desde su asiento junto al fuego.

—¿Demasiado tarde? —inquirió Bayard—. ¿Por qué?

Lo que podía ocurrir entre tanto, me hizo sentir vértigo. Me imaginé a Brithelm destrozado por el fuego, herido a causa del terremoto o extraviado en cualesquiera tinieblas subterráneas, expuesto a los crueles antojos de un puñado de pálidos Hombres de las Llanuras. En un caso u otro, mi hermano estaba solo, en el filo de un cuchillo, sin preparación alguna para la supervivencia.

—¿Quién ha hablado de retrasar el viaje, Galen? —agregó de repente Bayard, con lo que cortó el hilo de mis pensamientos.

¿Qué otra cosa podían significar las palabras del herido, sino que había decidido enviar una partida de caballeros a las montañas Vingaard, dejándome a mí en el Castillo Di Caela con los incapacitados, las mujeres y los viejos?

Yo no lo soportaría.

—Demasiado tarde, sí —declaré con frialdad—, porque tuve una visión que me lo advirtió. ¡Maldita sea! Sé que habéis cambiado de opinión, Bayard, y sin duda enviaréis a Ramiro y a quien se haya ofrecido... ¡A cualquiera, con tal de que no sea la alocada e irresponsable
Comadreja!
No os imagináis lo expuesto y erróneo que eso es, porque los ópalos me contaron que...

—¿Cómo? —cortó Bayard—.
¿Que los ópalos te contaron...?

Ya no podía volverme atrás. No tenía más remedio que explicar a mis compañeros de la caballería lo sucedido en las profundidades de los ópalos. Lo hice de manera breve, sin andarme por las ramas (realmente he cambiado), sin omitir nada. Cuatro pares de ojos me contemplaron en impresionado silencio.

—Por eso tengo que ir a las montañas Vingaard —concluí mi explicación—. Pese a vuestras buenas intenciones de organizar la partida en mi ausencia, es un insulto a mí y a vuestra fe en mi persona y...

Ramiro echó una escéptica mirada a Bayard, que emitió un gemido cuando el dolor volvió a recorrer su pierna lesionada. Por espacio de unos segundos, mi corazón voló hacia él: un hombre en la plenitud de sus considerables fuerzas, ahora obligado a permanecer acostado e inactivo. Pero después volví a pensar en lo que Bayard hacía... ¡Enviar en busca de mi hermano a unos verdaderos extraños, cuando era yo el único que conocía el peligro! Resultaba evidente que no se fiaba de mí. Nunca lo había hecho, ni cuando yo era escudero y, desde luego, no ahora que era caballero.

Hubo un momento en que, sinceramente, deseé que también tuviera rota la otra pierna.

—Lamento, Ramiro, que tampoco vos hagáis caso de mis visiones —dije.

—No menos del que hago de otras cosas vuestras,
Comadreja.
No obstante, demostrastreis bastante valor en el desfiladero de Chaktamir, cuando el Nido del Escorpión se hizo pedazos a nuestro alrededor...

—Agradezco que lo recordéis, sir —contesté, y miré con ironía a Bayard.

En el silencio que siguió, me di cuenta de lo estridente y furiosa que sonaba mi voz, como la de un maestro de escuela que acusara a un cuchicheante alumno de «compartir tu secreto con los compañeros».

Era lo que ellos buscaban, sin duda. Al fijar la vista en sir Galen, sólo debían de ver lo mal que le sentaba la armadura a
Comadreja.

—¡Muérdete la lengua, Galen! —intervino Bayard en tono suave—. Prestarías un buen servicio a Brithelm si, en vez de sembrar la discordia y despertar el mal humor, ofrecieses tu amistad a estos caballeros, en especial a Ramiro. En realidad, tú mismo te prestarías un servicio.

»
Tu responsabilidad es dura de llevar, Galen. Mayor que la mía y la de los hombres que tienes delante. Incluso mayor que la formidable carga de sir Ramiro de Maw, que será tu segundo y tu confidente en los días venideros.

—¿Mi
segundo?

Ramiro y yo quedamos boquiabiertos, como si se hubiera producido un nuevo terremoto que abriese el suelo y nos hiciera caer al centro de la tierra.

Bayard movió la cabeza en sentido afirmativo, con una extraña media sonrisa en su rostro.

—Vuestro segundo, sir Galen. Porque, en mi ausencia, vos sois el designado para dirigir la expedición.

Antes de que Bayard terminara de pronunciar esas palabras, la lluvia empezó a penetrar en densas cortinas por la ventana abierta, y Raphael se apresuró a cerrarla, con lo que la habitación quedó a oscuras.

Fue como si el mundo entero llorase ante la idea de verme a mí convertido en jefe. Diluvió durante horas, y si el Cataclismo había llegado envuelto en fuego y truenos, erupciones y derrumbamientos, ahora parecía repetirse en forma de torrente, como una inundación que, de no cesar, acabaría por ahogarnos a todos... si en los cielos había suficiente agua.

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