Read El camino del guerrero Online
Authors: Chris Bradford
—¿De tu padre? ¿Qué le sucedió?
—Mi padre se llamaba Date Kenshin. Fue un gran guerrero, pero murió a manos de sus enemigos. No se le permitió cometer
seppuku
, y fue por tanto avergonzado en la muerte.
—Lo siento. No sabía... —dijo Jack con expresión perpleja—. ¿Qué es
seppuku?
—Un ritual de suicidio. Habría sido una muerte honorable para mi padre. Pero no te preocupes. Sucedió hace ya mucho tiempo. Yo sólo tenía dos años. Este caballo y las espadas de la casa de mi madre son todo lo que me queda de él.
Jack recordó las espadas roja y negra que colgaban en la pared del comedor de Hiroko. Eso le hizo pensar en la única prueba que poseía de la existencia de su padre: el cuaderno de ruta. Reconoció en los ojos de Akiko la misma amarga sensación de pérdida que él experimentaba cada día.
—Bueno, lo siento de todos modos —dijo, deseando poder consolarla más—. También deseaba pedirte disculpas por lo de esta mañana. Te he molestado. No tenía ni idea de que una mujer pudiera ser samurái. En Inglaterra, son sólo los hombres los que luchan.
—Acepto tus disculpas, Jack —dijo ella, inclinando la cabeza, y su rostro se iluminó—. A veces olvido que no eres japonés.
—¿Cómo es posible? ¿Quién más tiene aquí el pelo rubio y la nariz grande? —dijo él señalando la turba de samuráis de pelo oscuro y rasgos finos que había en la posada. Ambos se rieron con ganas.
Un samurái se acercó, con expresión intrigada en el rostro, y les entregó a cada uno un cuenco de arroz y pescado ahumado.
—Siempre ha habido mujeres samurái, Jack —dijo Akiko, mientras se sentaban a comer—. Hace seiscientos años, en la época de la gran Guerra Gempei, vivió Tomoe Gozen, cuyas valerosas acciones son honradas con un verso en el
Heike Monogatari.
—¿El
Heike
qué? —preguntó Jack, la boca llena de arroz.
—El
Heike Mono-ga-tari
es el relato épico de la lucha entre los clanes Taira y Minamoto por el control de Japón. Tomoe Gozen fue una generala del poderoso
daimyo
Minamoto Yoshinaka. Cabalgaba y luchaba con la misma valentía y destreza que cualquier samurái varón.
—Por favor, continúa —la animó Jack, cogiendo con los palillos otra porción de pescado ahumado—. ¿Cómo era?
—El
Heike
describe a Tomoe como excepcionalmente hermosa, con piel blanca, largo pelo negro y formas encantadoras. Era una arquera destacada, y una espadachina que valía por mil hombres, siempre dispuesta a enfrentarse a dioses o demonios, ya fuera sobre el caballo o a pie.
—Parece que era una mujer imbatible.
—Para muchos samuráis lo era. Algunos la creían tan poderosa que estaban convencidos que era la reencarnación de una diosa del río.
Akiko soltó su cuenco y miró a Jack a los ojos.
—Podía domar caballos salvajes con habilidad sin par; y podía bajar por montañas escarpadas sin hacerse un rasguño. Cada vez que una batalla era inminente, Yoshinaka la mandaba como su primer capitán. Usaba una catana y un potente arco, y realizaba más acciones valerosas que ninguno de sus otros guerreros.
Jack guardó silencio. En el fervor de Akiko había algo más que simple respeto por los logros de Tomoe Gazen. Akiko tenía claramente algo que demostrar... Como samurái mujer que era.
—¿Qué quiso decir Ojo de Dragón con eso del cuaderno de ruta...? —preguntó Akiko de repente bajando la voz para que los demás samuráis allí presentes no la oyeran.
—Bueno... No lo sé. —La pregunta de Akiko lo había pillado por sorpresa. Jack sabía que su respuesta era insuficiente. Los remordimientos de conciencia le habían acompañado desde que había decidido no hablarle a nadie del cuaderno de ruta.
—Pero Ojo de Dragón te lo exigió. ¿Qué es ese cuaderno?
—No es nada... —Jack hizo ademán de marcharse. No estaba acostumbrado a que Akiko le hiciera preguntas tan directas.
—Jack, tiene que ser una nada muy poderosa para que Ojo de Dragón arriesgue su vida por conseguirla... ¡y para que Chiro pierda la suya! —exclamó indignada.
Había subido tanto la voz que algunos de los samuráis levantaron la cabeza de sus bols para observarlos. Akiko forzó una sonrisa serena e inclinó la cabeza en señal de disculpa y todos siguieron comiendo.
Jack observó a Akiko durante unos instantes. ¿Podía realmente confiar en ella?
Tenía que hacerlo. Era su única amiga.
—Es el diario de mi padre —admitió finalmente.
—¿Un diario?
—Bueno, no exactamente. Es una ruta, una guía de los océanos del mundo. Mi padre me dijo que aquel que lo posea podrá dominar los mares —explicó Jack—. Su conocimiento no tiene precio, y es la única esperanza que tengo de volver alguna vez a casa.
—Pero ¿por qué no se lo dijiste a Masamoto?
—Porque mi padre me hizo jurar que sería un secreto. Cuanta más gente sepa de su existencia, más peligroso será para todos nosotros. No sé en quién puedo confiar.
—Bueno, puedes confiar en mí. Guardé silencio por tu causa... Igual que Yamato. Y puedes estar seguro de que no diré nada.
—¿Y Yamato? ¿Puedo confiar en él de verdad? —preguntó Jack.
La llamada del samurái que encabezaba la columna los interrumpió. Los demás samuráis se reagruparon rápidamente preparando la partida.
—Tenemos que irnos —dijo Akiko, dejando la pregunta sin contestar.
Akiko montó en su corcel y Kuma-san se acercó cabalgando sin dejarle a Jack tiempo de insistir. Luego, en una larga fila de a dos, partieron camino abajo.
Al anochecer, llegaron al pueblo costero de Hisai. La calle principal presumía de tener dos albergues, y Kuma-san reservó alojamiento en el mejor.
Al día siguiente, se levantaron temprano e hicieron rápidos progresos hacia Kameyana, un bullicioso pueblo situado en el camino principal entre Edo y Kioto. Ése fue el punto donde tomaron el camino de Tokaido.
El camino tenía poco más de unos cuantos metros de ancho, pero estaba atiborrada: había mercaderes, samuráis, viajeros, porteadores extenuados que se calentaban junto al fuego. Algunos llevaban sombreros de paja redondos y grandes mochilas cuadradas. Otros avanzaban cargados con bolsas de tela y la cabeza envuelta en grandes pañuelos de cuadros. Los pocos que iban a caballo eran todos samuráis. La escena le pareció a Jack un poco extraña, pues, a diferencia de lo que ocurría en cualquier carretera inglesa, no había carros ni ningún tipo de vehículo tirado por caballos.
A medida que fueron recorriendo el camino, pasaron ante pequeños montículos flanqueados por un árbol a cada lado.
—¿Qué son, Kuma-san? —preguntó Jack, señalando uno.
—Indicadores de distancia. Ahora estamos a diecisiete
ri
de Kioto —explicó Kuma-san.
Cerca de aquellos indicadores acostumbraba a haber siempre algún mercader ocasional dispuesto a vender sus mercancías o algún albergue que ofrecía a los viajeros alojamiento y vituallas. Pasaron ante un mercader muy viejo instalado junto a un árbol del que colgaba una tetera: vendía
sencha
recién preparado a los transeúntes.
Y entonces, en la distancia, el tráfico peatonal empezó a dispersarse. Jack oyó un grito lejano:
—¡Abajo! ¡Abajo!
Y la carretera que se extendía ante ellos se cubrió de pronto de japoneses postrados en el suelo.
— Jack-kun, desmonta e inclínate. ¡Ahora! —le ordenó urgentemente Kuma-san.
Jack hizo lo que le indicaba y Kuma-san se colocó a su lado.
El anciano vendedor de té, sin duda sordo, no había oído el aviso y estaba tan concentrado preparando una infusión que no advirtió el convoy que se acercaba. Todos se habían inclinado en el suelo excepto él.
Jack se incorporó y trató de llamar la atención del anciano, pero Kuma-san lo obligó a agachar la cabeza justo cuando el primer samurái pasaba a caballo; su espada pasó a apenas un pelo de la cabeza de Jack.
El samurái a caballo miró a Jack con mala cara. Entonces, sin romper el ritmo, volvió a alzar su espada y le cercenó la cabeza al viejo mercader.
El contingente de samuráis armados pasó de largo, seguidos de una procesión de samuráis, hombres uniformados y ayudantes que sostenían en alto pintorescos estandartes azules, amarillos y dorados. En medio del convoy viajaba un brillante palanquín lacado, una pequeña silla de sedán de madera con cortinas, transportada por cuatro hombres sudorosos en taparrabos.
Al pasar, Jack atisbó en el interior del palanquín a un hombre de rostro orgulloso que observaba sin interés el cadáver del mercader que yacía en el suelo.
—¿Quién era ése? —susurró Jack conmocionado.
—El
Daimyo
Kamakura Katsuro que regresa a Edo —dijo Kuma-san, con desprecio—. Insiste en que se le muestre un respeto absoluto.
La procesión continuó por el camino de Tokaido, dispersando peatones como si fueran hojas humanas.
—¡Jack-kun! ¡Kioto! —exclamó Kuma-san la tarde siguiente, sacando a Jack del sopor en el que lo había sumido el suave balanceo del caballo—. ¡El corazón de Japón, donde vive el gran emperador!
Jack abrió los ojos. El camino de Tokaido terminaba en un magnífico puente de madera bajo el que un ancho río fluía perezosamente. El puente rebosaba de gente que iba y venía en un exótico fluir de color y sonido. Pero en cuanto la multitud vio aproximarse a Masamoto y sus samuráis, se abrió como una ola al chocar contra las rocas y una inclinación uniforme onduló mientras la tropa pasaba.
Una vez cruzado el puente, Jack pudo ver la amplia extensión de Kioto.
Una enorme ciudad de villas, templos, casas, jardines, tiendas y albergues cubría el lecho del valle. Montañas forradas de cedros la rodeaban por tres lados y en sus pendientes se distinguían altares aquí y allá. Al noreste de la ciudad se elevaba el más magnífico de aquellos picos, coronado por los restos de un enorme templo y su complejo.
—El monte Hiei —dijo Akiko acercándose a Jack en el puente en compañía de Yamato—. Era la sede del
Enryakuji
, el monasterio budista más poderoso de Japón.
—¿Qué le ocurrió? —preguntó Jack, sorprendido por los centenares de edificios, templos y estructuras quemadas que cubrían sus faldas.
—El gran general Nobunaga invadió el monasterio hace cuarenta años —dijo Kuma-san—. Prendió fuego a todos los templos y ejecutó a todos los monjes.
—Pero ¿por qué?
—Cuando se fundó Kioto hace casi mil años —respondió Akiko—, el emperador Kammu estableció un monasterio en el monte Hiei para proteger a la ciudad de los espíritus malignos. Los monjes tenían la responsabilidad de proteger Kioto.
—Incluso tenían su propio ejército de
sohei
—añadió Yamato.
—
¿Sohei?
—Feroces monjes-guerreros entrenados en las artes marciales —explicó Kuma-san—. Nobunaga desafió su control de Kioto y sus fuerzas asaltaron la montaña y conquistaron a los
sohei.
—Pero si eran los guardianes de Kioto, ¿por qué los destruyó Nobunaga?
—Nobunaga no fue el destructor de este monasterio —dijo Kuma-san vehementemente—. Los monjes se habían vuelto demasiado ricos, demasiado poderosos, demasiado avariciosos. ¡El destructor del monasterio fue el monasterio mismo!
—¿Entonces qué protege ahora a Kioto de los espíritus malignos?
—Hay muchos otros monasterios, Jack —dijo Akiko—. Kioto es una ciudad de templos. Mira, allí, en aquella pendiente empinada, por encima de los árboles, se ve el templo Kiyo-mizudera... El Templo del Agua Clara. Protege la fuente del río Kizu, la
Otowa-no-taki.
—¿Qué es la
Otowa-no-taki?
—La cascada de «El sonido de las plumas». Dicen que beber de sus aguas cura cualquier enfermedad.
Jack contempló la elevada pagoda del templo hasta que desapareció de la vista.
Mientras serpenteaban por las estrechas calles y callejas de Kioto, Akiko fue señalando los diversos altares y puentes de su ruta. Cada calle parecía tener su propio altar. Finalmente, avanzaron por una calle que desembocó en una gran avenida pavimentada dominada por una magnífica portalada de madera, acabada en un gran tejado curvo recubierto de pan de oro.
—Kioto Gosho —susurró Akiko con total reverencia.
—El Palacio Imperial —explicó Yamato, al ver la mirada de desconcierto de Jack—. Estamos pasando por delante del hogar del emperador de Japón, el Dios Viviente.
Masamoto inclinó brevemente la cabeza en dirección a la portalada y luego se desvió hacia la izquierda siguiendo las murallas del palacio. Ellos lo siguieron por un amplio bulevar de vuelta a las estrechas calles de la ciudad. Poco después, desembocaron ante otro recinto fortificado.
Gruesas murallas blancas se elevaban sobre grandes cimientos de piedra rodeando un castillo de tres plantas con un gran techo curvado. Las fortificaciones desembocaban en un amplio foso y, en cada esquina, imponentes torretas defensivas protegían la puerta principal y las calles de acceso. El castillo exudaba un aire de lugar inexpugnable.
—Hemos llegado —declaró Kuma-san.
—¿Vamos a alojarnos en el castillo? —dijo Jack, asombrado.
—¡No! Ése es el castillo Nijo. Hogar del
daimyo
Takatomi —dijo Kuma-san, y, con inmenso orgullo en la voz, añadió—: Vamos a ir al
butokuden.
Desmontaron. Jack, tras descargar su mochila, se volvió hacia Akiko.
—¿Qué es el
butokuden?
—le preguntó bajando la voz para no ofender a Kuma-san.
—Es el «Salón de las Virtudes de la Guerra». El
butokuden
es el
dojo
de Masamoto, su sala de entrenamientos —le explicó Akiko—. Es el hogar de la
Niten Ichi Ryû
, la mejor escuela de esgrima de Kioto y la única patrocinada por el propio
daimyo
Takatomi. Es el lugar donde nos entrenaremos en el
bushido
, el Camino del Guerrero.
Al otro lado del camino había un gran edificio rectangular coronado por dos filas de tejas de color rojizo. Estaba construido con oscura madera de ciprés y, aunque algunas de las paredes eran de tierra, las habían pintado de un blanco brillante. En el centro del edificio sobresalía una entrada de madera ricamente tallada con un gran
kamon
de un fénix. Masamoto se colocó bajo sus alas llameantes, esperando a que Akiko, Yamato y Jack se reunieran con él.
—Bienvenidos a mi escuela, la
Niten Ichi Ryû
—dijo Masamoto magnánimamente.