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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El camino mozárabe (13 page)

El mayor de estos, el discípulo más avanzado, se llamaba Asbag aben Nabil; era un joven de diecinueve años, inteligente, de grandes y oscuros ojos, callado y bondadoso. En un susurro propuso:

—Maestro, deberíamos entrar en la iglesia.

El maestro le miró intensamente, pensativo. Luego contestó:

—No. No es sitio adecuado para estas cosas… Vayamos a mi casa.

El joven cogió de la mano a Lindopelo y, con el cuidado de quien teme causar más daño a quien tan lastimado estaba, le dijo:

—Anda, levántate y ven con nosotros.

El tintor alzó unos ojos confusos y enrojecidos. Su aspecto era lamentable: el cráneo mondo con la piel muy blanca, requemado; despojado de su vistosa cabellera, apenas abultaba y las orejas parecían desmedidamente grandes; los ojos, en cambio, insignificantes; la nariz pequeña y la barbilla envuelta en la blanda papada. Como nunca le habían visto desprovisto de su singular pelo, los alumnos le observaban con asombro. Uno de los pequeños dejó escapar una incontenible risita que contagió a los demás.

—¡Cada uno a su casa! —les ordenó Isacio—. Que se quede solamente Asbag.

Sin rechistar, los muchachos se marcharon. Luego el maestro, el mayor de los alumnos y Lindopelo cruzaron la calle y entraron en la casa. En el zaguán se encontraron con Teódula, la hermana del clérigo, alta y delgada como él, que les preguntó con preocupación:

—¿Este hombre quién es?

—Estebanus al Sabbag, el tintor —respondió Isacio.

—¿El tintor? —dijo ella—. ¡Si no parece el mismo! ¿Qué le ha pasado a su pelo?

Fueron todos hasta el final de la casa, a la cocina, donde esperaba como siempre un puchero humeante lleno de caldo de legumbres, y se sentaron en torno a la mesa, mirándose confusos y apurados. La anciana observó:

—Es hora de comer. Echaré un par de puñados de habas más en el puchero.

—Haces bien —dijo Isacio—. Asbag y Estebanus se quedan a comer hoy con nosotros.

Y luego, dirigiéndose a Lindopelo, añadió:

—Mejor será que esperes aquí a que pase la noche, no sea que vuelvan a mortificarte esos. Y si te parece bien puedes contarnos con tranquilidad lo que te ha sucedido.

El tintor se echó a llorar de nuevo, negando con la cabeza y cubriéndose el rostro con las manos.

—Vamos —le animó Asbag—. Con nosotros puedes desahogarte. Sabes que no nos burlaremos…

—Hoy no puedo contaros nada, hoy no —respondió entre sollozos Lindopelo—. ¡Ha sido horrible! Hoy no puedo hablar de ello… Ya os lo contaré cuando se me vaya pasando el disgusto…

17

León

Octubre del año 939

Como cada día, a Musa aben Rakayis le despertaron las voces y el estruendo en la plaza de armas del castillo, provocado inevitablemente por el cambio que se producía cuando la guardia nocturna daba paso a la diurna. Los soldados que abandonaban sus puestos apresuradamente, deseando el descanso, formaban ruido con sus pisadas en las piedras y el golpear de las lanzas. Después de un breve silencio, se sucedían las órdenes de los heraldos, recias, estridentes. Consecuentemente la tropa de relevo volvía a hacer semejantes ruidos, pisada, lanzas, órdenes… Luego retornaba la calma, y lo único que se dejaba oír era el crepitar incesante de la lluvia, precipitándose a veces. Musa se dio una vuelta en la cama y maldijo aquel cambio de guardia que diariamente interrumpía su sueño de última hora, después de haber pasado la mayor parte de la noche en vela, acuciado por las preocupaciones, sabiendo que ya le resultaría imposible dormirse otra vez, máxime cuando debía esperar a que, un rato después, comenzasen a repicar todas las campanas de la ciudad, casi al unísono, para anunciar los oficios religiosos que se iniciaban al alba en la infinidad de iglesias, conventos y ermitas de León y su alfoz. Por el filo abierto entre los cortinajes cerrados con cierto descuido sobre la única ventana de la alcoba, se colaba un rayo de luz muy débil, y le recordó al punto la obligación inminente que tenía esa misma mañana: acompañar al rey en la recepción de importantes personajes. Debía pues levantarse con premura, arreglarse y vestirse convenientemente para cumplir su cometido. Ya que Musa aben Rakayis era ministro del rey y representaba en el Aula Regia a todas las comunidades musulmanas del reino. Siempre que algún asunto del gobierno, la corte o la cancillería tenía que ver con los seguidores de Mahoma, ya fueran leoneses o extranjeros, él debía asesorar al rey, traducir y hacer de exégeta en las conversaciones y negocios.

A pesar de su nombre, de resonancia muslímica, Musa era cristiano. Y no se comprenderá el porqué de su función si no se conoce lo que sucedió dos generaciones atrás cuando, en tiempos de sus abuelos, el rebelde Aben Marwan al Yiliqui se asentó con toda su gente en el reino de León, con el consentimiento del rey Alfonso III, en los territorios del conde Gatón. El abuelo de Aben Rakayis fundó la familia de los llamados Banu Eiza, que eran un ingente grupo de cristianos mozárabes de Córdoba, con todos sus familiares y servidores libres y esclavos. Pertenecía pues Musa a un viejo linaje de cristianos que se remontaba a los tiempos de los godos y que, durante casi dos siglos, habían vivido sometidos al poder musulmán, hasta que decidieron emigrar a las tierras fronterizas del reino cristiano, en lo que con el tiempo llegaría a conocerse como La Bañeza. Ya su padre, Rakayis, había ejercido hasta su vejez en la Cancillería del Aula Regia como miembro del Consejo Real, y el hijo heredó el cargo, después de prepararse concienzudamente desde la adolescencia entre los más afamados diplomáticos de la corte. A partir de entonces, fue a vivir a las dependencias del castillo destinadas a los servidores inmediatos del rey, y permaneció allí hasta el momento presente, en que contaba la edad de cuarenta y tres años.

Era el consejero un hombre discreto, prudente, que incluso pudiera parecer taimado; pero su fina instrucción y su proverbial inteligencia, ejercidas en la más perfecta corrección y en absoluta lealtad, tenían completamente seducido al monarca, el cual no tomaba ninguna decisión en los asuntos de su competencia sin antes escuchar sus consejos cumplida y pacientemente. Ningún embajador o simple mensajero proveniente de al-Ándalus era recibido sin que Musa aben Rakayis estuviera presente; él recibía y leía cualquier carta, credencial o misiva antes de que llegaran a manos del rey o de sus privados. También asesoraba a las legaciones y correos que partían hacia el sur, instruyéndoles puntualmente en los usos y costumbres de los musulmanes; redactaba personalmente las cartas, elegía los obsequios y decidía lo que debía comprarse en Córdoba, Sevilla, Toledo, Murcia o Málaga aprovechando el viaje. No obstante sus habilidades y conocimientos en asuntos de los reinos agarenos, nunca había puesto un pie en los países fieles a la doctrina de Mahoma.

Cuando las campanas de toda la ciudad iniciaron su habitual y madrugador repiqueteo, Musa se incorporó apoyando el puño derecho en la mejilla. Pero antes de que se levantara de la cama, alguien golpeó varias veces con los nudillos en la puerta. Era su ayudante Aglab aben Mazahir; el fiel servidor perteneciente también a una familia de mozárabes vinculada a la antigua dinastía de la Banu Eiza, cuyos miembros habían servido al linaje de los Rakayis durante generaciones y generaciones.

—¡Adelante, estoy despierto! —contestó Musa, mientras ponía los pies en el suelo.

Aglab entró en la alcoba, emitiendo al caminar en la oscuridad el característico ruido de sus pies, deslizando las suelas de cuero de sus babuchas, como si tuviera mucha prisa. Colocó un barreño sobre un taburete, como venía haciendo a lo largo de más de treinta años, desde que amo y siervo eran adolescentes, pues ambos tenían la misma edad. Después desdobló una toalla con idénticos movimientos apresurados, perceptibles en la penumbra, carraspeó y dijo:

—Dios ha hecho la luz para iluminar el mundo. ¿Has dormido bien?

Musa se preguntaba siempre por qué su ayudante no empezaba por abrir las cortinas primeramente, en vez de manejarse a tientas con el barreño, el taburete y la toalla. Sin embargo, dada su característica prudencia, nunca le decía nada al respecto, sino que, invariablemente, respondía:

—Bendito sea Dios. He dormido bien. ¿Y tú?

—Muy bien. Dios sea Bendito.

—Por siempre.

—Amén.

Entonces Aglab descorrió las espesas cortinas, abrió los postigos y la estancia cobró ahora nitidez. El techo altísimo mostraba un arco de piedra que cruzaba de lado a lado y los muros tenían manchas de humedad. Todo allí era austero. Solo había una oscura piel de jabalí en el suelo, una mesa grande cubierta de pergaminos, documentos, cartas, legajos, tinteros y cálamos, y la puerta de un armario empotrado en la pared, donde el canciller guardaba sus ropas y enseres personales. Cerca de la cama, orientada caprichosamente hacia el lugar donde salía el sol, una sencilla cruz de madera escasamente labrada era el único adorno. La parquedad del mobiliario y la ausencia de comodidades, respecto a la importancia del personaje que ocupaba el dormitorio, desvelaban algo más que un mero descuido: la misma personalidad de Musa aben Rakayis; hombre extremadamente piadoso, temeroso en su vida de ofender al Creador, por lo que huía de cualquier actividad que pudiera parecer placentera o sensual. No participaba en los banquetes y francachelas tan propios de la corte, no probaba vino ni licor, sino era como medicina; huía de la música y las danzas y practicaba una ascesis reservada y permanente. No siendo clérigo ni monje, era célibe, después de que en su juventud se consagrara plenamente a su misión, en un arrebato de celo y abnegación, hasta el punto de haber hecho voto de no tomar esposa mientras el rey le mantuviera a su servicio. Aunque bien es cierto que tal promesa era frecuente entre caballeros y criados del monarca, para asegurar la entrega, sumisión y lealtad absoluta de la persona.

Permaneció durante un momento sentado en el borde de la cama. Luego sus pies tentaron el suelo frío buscando las babuchas; se calzó y se levantó. Su cuerpo tenía buena planta; aunque delgado, sus miembros eran proporcionados y fibrosos; la nariz fuerte y bien dibujada; la barba y el cabello castaños con hilos de plata. Una permanente preocupación parecía asomar en su rostro; aunque, a pesar de este aire melancólico, era hombre firme, de arrestos. Metió las manos grandes en el barreño y recogió agua en las cuencas de sus palmas. Se estuvo lavando cuidadosamente la cara, el cuello, los hombros, los brazos y las axilas, con movimientos nerviosos.

Su ayudante, menudo, fornido, de pelo canoso alborotado, permanecía esperando con la toalla en las manos, contemplando el semblante pensativo, atormentado casi, de su amo. Sintió lástima y le dijo:

—No te preocupes, todo saldrá bien, Dios pondrá su mano todopoderosa. Como siempre.

Musa asintió con un leve movimiento de cabeza. Luego se acercó a la ventana mientras se secaba con fuertes y sonoras friegas de la toalla áspera y tiesa, como si desease hacerse daño. El esbelto torso enrojeció a la vez que la piel blanca parecía cobrar vida. Afuera amanecía. Observó el cielo encapotado, luego el campo inmenso más allá de las murallas y los miles de triángulos de infinitos colores de las tiendas que se erguían en las llanuras, para cobijar a los veinte mil soldados que acampaban allí desde que llegaron acompañando al rey después de la victoria de Simancas. A pesar de la lluvia, la vida comenzaba en estos improvisados campamentos. Manadas de bueyes y mulas pastaban ya junto a los caballos de guerra. Los hombres intentaban encender las hogueras e infinidad de hilillos de humo gris se elevaban al firmamento desde la leña húmeda.

Él le volvió la espalda a todo aquello y regresó al interior de la alcoba. Miró lleno de preocupación a su ayudante y le dijo con voz grave:

—Recemos.

Tras vestirse con una túnica gris como la mañana, el ministro y su ayuda de cámara se echaron de hinojos al suelo y, puestos en dirección a oriente, iniciaron un cántico:

Emitte lucem team et veritatem team:

ipsa me deduxerunt et adduxerunt in

montem sanctum tuum et in tabernacula tua…

[Envía tu luz y tu verdad;

ellas me guiarán y me acompañarán

a tu monte santo, a tus tabernáculos…]

Después de musitar durante un largo rato oraciones que les infundían fortaleza y seguridad, se santiguaron y besaron la cruz de madera que colgaba en la pared. Aglab, tratando de comunicar a su amo mayor ánimo, le dijo sonriente:

—Dios te ayudará, nunca ha dejado de ayudarte.

Musa intentó devolverle la sonrisa, pero le salió una extraña mueca cuando respondió:

—Hoy ayunaré… No voy a bajar a las cocinas a tomar alimento. Así que voy a revestirme ya para la recepción.

—Si así te parece mejor, hazlo —le aconsejó el ayudante—. Pero será una sesión larga y fatigosa. Necesitarás estar fuerte y lúcido. Deberías al menos tomar un tazón de leche con miel.

Musa estaba indeciso. Pero acabó cediendo:

—Tienes razón. Me vestiré y tomaré la leche. Ayunaré después de la recepción. Para Dios no existe antes ni después…

Así se hizo. Debía ataviarse adecuadamente para un acto tan importante, porque lo requería el protocolo: túnica larga abotonada, sobre la que se echaba el ampuloso manto llamado
ferucí
, rematado con suave piel
corelina
, es decir, de conejo; bonete de
tiraz
de seda, hebillas de bronce, espada colgada al cuello y algún broche de oro o plata.

Mientras era ayudado por su asistente, que iba extrayendo del armario cada prenda y adorno, Musa desahogó su corazón y reveló el motivo de su preocupación.

—Tengo que convencer al rey Radamiro de que debe iniciar cuanto antes las negociaciones de paz con el califa de Córdoba. ¡Santo Dios, qué difícil va a ser! Radamiro está henchido de vanagloria por su victoria y no se da cuenta de que solo ha ganado una batalla… Pero estoy completamente seguro de que el fiero e implacable Abderramán se revolverá buscando venganza…

Los ojos claros de Aglab, apenas enturbiados por un fino velo transparente, estaban clavados en él, compartiendo sus temores. No obstante, afirmó rotundo:

—Le convencerás.

—Es terco, terco como una mula —repuso Musa sacudiendo tristemente la cabeza—. Y está ensoberbecido por el triunfo. Ahora disfruta como un niño que ha vencido en el juego, mientras dura la calma tras la retirada del enemigo. Pero no se da cuenta de que esa paz es efímera… El califa de Córdoba dejará pasar el otoño y el invierno, rehará su ejército en primavera y no dudará en venir de nuevo con mayor hueste. El rey Radamiro no debería ofenderle más, sino aprovechar la ocasión, ganar tiempo y anticiparse a las intenciones del agareno. Debo convencerle de que envíe cuanto antes sus embajadores a Córdoba para negociar un tratado de paz.

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