El camino (5 page)

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Authors: Miguel Delibes

Con la llegada de Dimas, el oficialito del Banco, los padres y los maridos del pueblo se pusieron en guardia. Don José, el cura, que era un gran santo, charló repetidas veces con don Dimas, apuntándole las grandes consecuencias que su bigote podría acarrear sobre el pueblo, para bien o para mal. La asiduidad con que el cura y don Dimas se entrevistaban diluyó no poco el recelo de padres y maridos y hasta la Guindilla menor consideró que no era imprudente ni irreligioso dejarse acompañar, de cuando en cuando, por don Dimas, aunque su hermana mayor, extremando el comedimiento, la censurase a gritos «su libertinaje y su descoco notorios».

Lo cierto es que a la Guindilla menor, que hasta entonces se la antojara aquel valle una cárcel vacía y sin luz, se le abrieron repentinamente los horizontes y reparó, por vez primera en su vida, en la belleza de las montañas abruptas, las calidades poéticas de la verde campiña y en lo sugestivo que resultaba oír rasgarse la noche del valle por el estridente pitido de un tren. Naderías, al fin y al cabo, pero naderías que logran una afilada trascendencia cuando se tiene el corazón encandilado.

Una tarde, la Guindilla menor regresó de su acostumbrado paseo alborozada:

—Hermana —dijo—. No sé de dónde te viene esa inquina hacia Dimas. Es el mejor hombre que he conocido. Hoy le hablé de nuestro dinero y él me dio en seguida cuatro ideas para colocarlo bien. Le he dicho que lo teníamos en un Banco de la ciudad y que hablaríamos tú y yo antes de decidirme.

Aulló, escocida, la Guindilla mayor:

—¿Y le has dicho que se trata solamente de mil duros?

Sonrió la Guindilla menor ante el menosprecio que su hermana hacía de su sagacidad:

—No, naturalmente. De la cifra no he dicho nada —dijo.

Lola, la Guindilla mayor, levantó sus hombros huesudos en ademán de impotencia. Luego chilló, dejando resbalar las palabras, como por un tobogán, a lo largo de su afilada nariz:

—¿Sabes lo que te digo? Que ese hombre es un truhán que se está burlando de ti. ¿No ves que todo el pueblo anda en comentarios y riéndose de tu tontería? Serás tú la única que no se entere, hermana. —Cambió repentinamente el tono de su voz, suavizándolo—: Tienes treinta y seis años. Irene; podrías ser casi la madre de ese muchacho. Piénsalo bien.

Irene, la Guindilla menor, adoptó una actitud levantisca, de mar encrespada.

—Me duelen tus recelos, Lola, para que lo sepas —dijo—. Me fastidian tus malévolas insinuaciones. Nada tiene de particular, creo yo, que se entiendan un hombre y una mujer. Y nada significa que se lleven unos años. Lo que ocurre es que todas las del pueblo, empezando por ti, me tenéis envidia. ¡Eso es todo!

Las dos Guindillas se separaron con las narices en alto. A la tarde siguiente, Cuco, el factor, anunció en el pueblo que doña Irene, la Guindilla menor, y don Dimas, el del Banco, habían cogido el mixto para la ciudad. A la Guindilla mayor, al enterarse, le vino un golpe de sangre a la cara que le ofuscó la razón. Se desmayó. Tardó más de cinco minutos en recobrar el sentido. Cuando lo hizo, extrajo de un apolillado arcón el traje negro que aún conservaba desde la muerte de su padre, se embuchó en él, y marchó a paso rápido a la rectoría.

—Don José, Dios mío, qué gran desgracia —dijo al entrar.

—Serénate, hija.

Se sentó la Guindilla en una silla de mimbre, junto a la mesa del cura. Interrogó a don José con la mirada.

—Sí, ya lo sé; el Cuco me lo contó todo —respondió el párroco.

Ella respiró fuerte y sus costillas resonaron como si entrechocasen. Seguidamente se limpió una lágrima, redonda y apretada como un goterón de lluvia.

—Escúcheme con atención, don José —dijo—, tengo una horrible duda. Una duda que me corroe las entrañas. Irene, mi hermana, es ya una prostituta, ¿no es eso?

El cura se ruborizó un poco:

—Calla, hija. No digas disparates.

Cerró el párroco el breviario que estaba leyendo y carraspeó, pero su voz salió, no obstante, empañada de una sorda gangosidad.

—Escucha —dijo—, no es una prostituta la mujer que se da a un hombre por amor. La prostituta es la que hace de su cuerpo y de las gracias que Dios le ha dado un comercio ilícito; la que se entrega a todos los hombres por un estipendio. ¿Comprendes la diferencia?

La Guindilla irguió el busto, inexorable:

—Padre, de todas maneras lo que ha hecho Irene es un gravísimo pecado, un asqueroso pecado, ¿no es cierto?

—Lo es, hija —respondió el cura—, pero no irreparable. Creo conocer a don Dimas y no me parece mal muchacho. Se casarán.

La Guindilla mayor se cubrió los ojos con los dedos descarnados y reprimió a medias un sollozo:

—Padre, padre, pero aún hay otra cosa —dijo—. A mi hermana le ha hecho caer el ardor de la sangre. Es su sangre la que ha pecado. Y mi sangre es la misma que la de ella. Yo podría haber hecho otro tanto. Padre, padre, me acuso de ello. De todo corazón, horriblemente contristada, me arrepiento de ello.

Se levantó don José, el cura, que era un gran santo, y le tocó la cabeza con los dedos:

—Ve, hija. Ve a tu casa y tranquilízate. Tú no tienes la culpa de nada. Lo de Irene, ya lo arreglaremos.

Lola, la Guindilla mayor, abandonó la rectoría. En cierto modo iba más consolada. Por el camino se repitió mil veces que estaba obligada a expresar su dolor y vergüenza de modo ostensible, ya que perder la honra siempre era una desgracia mayor que perder la vida. Influida por esta idea, al llegar a casa, recortó un cartoncito de una caja de zapatos, tomó un pincel y a trazos nerviosos escribió: «Cerrado por deshonra». Bajó a la calle y lo fijó a la puerta de la tienda.

El establecimiento, según le contaron a Daniel, el Mochuelo, estuvo cerrado diez días con sus diez noches consecutivas.

VI

Pero Daniel, el Mochuelo, sí sabía ahora lo que era tener el vientre seco y lo que era un aborto. Estas cosas se hacen sencillas y comprensibles a determinada edad. Antes, le parecen a uno cosa de brujas. El desdoblamiento de una mujer no encuentra sitio en la cabeza humana mientras no se hace evidente la rotundidad delatora. Y eso no pasa casi nunca antes de la Primera Comunión. Los ojos no sirven, antes de esa edad, para constatar las cosas palmarias y cuya simplicidad, más tarde, nos abruma.

Mas también Germán, el Tiñoso, el hijo del zapatero, sabía lo que era un vientre seco y lo que era un aborto. Germán, el Tiñoso, siempre fue un buen amigo, en todas las ocasiones; hasta en las más difíciles. No llegó, con Daniel, el Mochuelo, a la misma intimidad que el Moñigo, por ejemplo, pero ello no era achacable a él, ni a Daniel, el Mochuelo, ni a ninguna de las cosas y fenómenos que dependen de nuestra voluntad.

Germán, el Tiñoso, era un muchacho esmirriado, endeble y pálido. Tal vez con un pelo menos negro no se le hubieran notado tanto las calvas. Porque Germán tenía las calvas en la cabeza desde muy niño y seguramente por eso le llamaban el Tiñoso, aunque, por supuesto, las calvas no fueran de tiña propiamente hablando.

Su padre el zapatero, además del tallercito —a mano izquierda de la carretera, según se sube, pasado el palacio de don Antonino, el marqués— tenía diez hijos: seis como Dios manda, desglosados en unidades, y otros cuatro en dos pares. Claro que su mujer era melliza y la madre de su mujer lo había sido y él tenía una hermana en Cataluña que era melliza también y había alumbrado tres niños de un solo parto y vino, por ello, en los periódicos y el gobernador la había socorrido con un donativo. Todo esto era sintomático sin duda. Y nadie apearía al zapatero de su creencia de que estos fenómenos se debían a un bacilo, «como cualquier otra enfermedad».

Andrés, el zapatero, visto de frente, podía pasar por padre de familia numerosa; visto de perfil, imposible. Con motivos sobrados le decían en el pueblo: «Andrés, el hombre que de perfil no se le ve». Y esto era casi literalmente cierto de lo escuchimizado y flaco que era. Y además, tenía una muy acusada inclinación hacia delante, quién decía que a consecuencia de su trabajo, quién por su afán insaciable por seguir, hasta perderlas de vista, las pantorrillas de las chicas que desfilaban dentro de su campo visual. Viéndole en esta disposición resultaba menos abstruso, visto de frente o de perfil, que fuera padre de diez criaturas. Y por si fuera poco la prole, el tallercito de Andrés, el zapatero, estaba siempre lleno de verderones, canarios y jilgueros enjaulados y en primavera aturdían con su cri—cri desazonador y punzante más de una docena de grillos. El hombre, ganado por el misterio de la fecundación, hacía objeto a aquellos animalitos de toda clase de experiencias. Cruzaba canarias con verderones y canarios con jilgueras para ver lo que salía y él aseguraba que los híbridos ofrecían entonaciones más delicadas y cadenciosas que los pura raza.

Por encima de todo, Andrés, el zapatero, era un filósofo. Si le decían: «Andrés, ¿pero no tienes bastante con diez hijos que aún buscas la compañía de los pájaros?», respondía: «Los pájaros no me dejan oír los chicos».

Por otra parte, la mayor parte de los chicos estaban ya en edad de defenderse. Los peores años habían pasado a la historia. Por cierto que al llamar a quintas a la primera pareja de mellizos sostuvo una discusión acalorada con el Secretario porque el zapatero aseguraba que eran de reemplazos distintos.

—Pero hombre de Dios —dijo el Secretario—, ¿cómo van a ser de diferente quinta siendo gemelos?

A Andrés, el zapatero, se le fueron los ojos tras las rollizas pantorrillas de una moza que había ido a justificar la ausencia de su hermano. Después hurtó el cuello, con un ademán que recordaba al caracol que se reduce en su concha, y respondió:

—Muy sencillo; el Andrés nació a las doce menos diez del día de san Silvestre. Cuando nació el Mariano ya era año nuevo.

Sin embargo, como ambos estaban inscritos en el Registro el 31 de diciembre, Andrés, «el hombre que de perfil no se le ve», tuvo que acceder a que se llevaran juntos a los dos chicos.

Otro de sus hijos, Tomás, estaba bien colocado en la ciudad, en una empresa de autobuses. Otro, el Bizco, le ayudaba en su trabajo. Las demás eran chicas, salvando, naturalmente, a Germán, el Tiñoso, que era el más pequeño.

Germán, el Tiñoso, fue el que dijo de Daniel, el Mochuelo, el día que éste se presentó en la escuela, que miraba las cosas como si siempre estuviese asustado. Afinando un poco, resultaba ser Germán, el Tiñoso, quien había bautizado a Daniel, pero éste no le guardaba ningún rencor por ello, antes bien encontró en él, desde el primer día, una leal amistad.

Las calvas del Tiñoso no fueron obstáculo para una comprensión. Si es caso, las calvas facilitaron aquella amistad, ya que Daniel, el Mochuelo, sintió desde el primer instante una vehemente curiosidad por aquellas islitas blancas, abiertas en el espeso océano de pelo negro que era la cabeza del Tiñoso.

Sin embargo, a pesar de que las calvas del Tiñoso no constituían motivo de preocupación en casa del zapatero ni en su reducido círculo de amigos, la Guindilla mayor, guiada por su frustrado instinto maternal en el que envolvía a todo el pueblo, decidió intervenir en el asunto, por más que el asunto ni le iba ni le venía. Mas la Guindilla mayor era muy aficionada a entrometerse donde nadie la llamaba. Entendía que su desmedido interés por el prójimo lo dictaba su ferviente anhelo de caridad, su alto sentido de la fraternidad cristiana, cuando lo cierto era que la Guindilla mayor utilizaba esta treta para poder husmear en todas partes bajo un rebozo, poco convincente, de prudencia y discreción.

Una tarde, estando Andrés, «el hombre que de perfil no se le ve», afanando en su cuchitril, le sorprendió la llegada de doña Lola, la Guindilla.

—Zapatero —dijo, apenas estuvo ante él—, ¿cómo tiene usted al chiquillo con esas calvas?

El zapatero no perdió la compostura ni apartó la vista de su tarea.

—Déjele estar, señora —respondió—. A la vuelta de cien años ni se le notarán las calvas.

Los grillos, los verderones y los jilgueros armaban una algarabía espantosa y la Guindilla y el zapatero habían de entenderse a gritos.

—¡Tenga! —añadió ella, autoritaria—. Por las noches le va usted a poner esta pomada.

El zapatero alzó la vista hasta ella, cogió el tubo, lo miró y remiró por todas partes y, luego, se lo devolvió a la Guindilla.

—Guárdeselo —dijo—; esto no vale. Al chiquillo le ha pegado las calvas un pájaro.

Y continuó trabajando.

Aquello podía ser verdad y podía no serlo. Por de pronto, Germán, el Tiñoso, sentía una afición desmesurada por los pájaros. Seguramente se trataba de una reminiscencia de su primera infancia, desarrollada entre estridentes pitidos de verderones, canarios y jilgueros. Nadie en el valle entendía de pájaros como Germán, el Tiñoso, que además, por los pájaros, era capaz de pasarse una semana entera sin comer ni beber. Esta cualidad influyó mucho, sin duda, en que Roque, el Moñigo, se aviniese a hacer amistad con aquel rapaz físicamente tan deficiente.

Muchas tardes, al salir de la escuela, Germán les decía:

—Vamos. Sé dónde hay nido de curas. Tiene doce crías. Está en la tapia del boticario.

O bien:

—Venid conmigo al prado del Indiano. Está lloviznando y los tordos saldrán a picotear las boñigas.

Germán, el Tiñoso, distinguía como nadie a las aves por la violencia o los espasmos del vuelo o por la manera de gorjear; adivinaba sus instintos; conocía, con detalle, sus costumbres; presentía la influencia de los cambios atmosféricos en ellas y se diría que, de haberlo deseado, hubiera aprendido a volar.

Esto, como puede suponerse, constituía para el Mochuelo y el Moñigo un don de inapreciable valor. Si iban a pájaros no podía faltar la compañía de Germán, el Tiñoso, como a un cazador que se estime en algo no puede faltarle el perro.

Esta debilidad del hijo del zapatero le acarreó por otra parte muy serios y sensibles contratiempos. En cierta ocasión, buscando un nido de malvises entre la maleza de encima del túnel, perdió el equilibrio y cayó aparatosamente sobre la vía, fracturándose un pie. Al cabo de un mes, don Ricardo le dio por curado, pero Germán, el Tiñoso, renqueó de la pierna derecha durante toda su vida. Claro que a él no le importaba esto demasiado y siguió buscando nidos con el mismo inmoderado afán que antes del percance.

En otra ocasión, se desplomó desde un cerezo silvestre, donde acechaba a los tordos, sobre una enmarañada zarzamora. Una de las púas le rasgó el lóbulo de la oreja derecha de arriba a abajo, y como él no quiso cosérselo, le quedó el lobulillo dividido en dos como la cola de un frac.

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