Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados…
Pasó Caridad la Lebrijana llevándose las jarras vacías y pidió moderación antes de alejarse con un movimiento de caderas que atrajo todos los ojos menos los del Dómine, concentrado en su moscatel, y los de Don Francisco, perdidos en combate con silenciosos fantasmas:
Entré en mi casa, vi que amancillada
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte.
Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.
Entraban en la taberna unos desconocidos, y Diego Alatriste puso una mano sobre el brazo del poeta, tranquilizándolo. «
¡El recuerdo de la muerte!
», repitió Don Francisco a modo de conclusión, ensimismado, sentándose mientras aceptaba la nueva jarra que el capitán le ofrecía. En realidad, el señor de Quevedo iba y venía por la Corte siempre entre dos órdenes de prisión o dos destierros. Quizá por eso, aunque alguna vez compró casas cuyas rentas a menudo le estafaban los administradores, nunca quiso tener morada fija propia en Madrid, y solía alojarse en posadas públicas. Breves treguas hacían las adversidades, y cortos eran los períodos de bonanza con aquel hombre singular, coco de sus enemigos y gozo de sus amigos, que lo mismo era solicitado por nobles e ingenios de las letras, que se encontraba, en ocasiones, sin un ardite o maravedí en el bolsillo. Mudanzas son éstas de la fortuna, que tanto gusta de mudar, y casi nunca muda para nada bueno.
—No queda sino batirnos —añadió el poeta al cabo de unos instantes.
Había hablado pensativo, para sí mismo, ya con un ojo nadando en vino y el otro ahogado. Aún con la mano en su brazo, inclinado sobre la mesa, Alatriste sonrió con afectuosa tristeza.
—¿Batirnos contra quién, Don Francisco?
Tenía el gesto ausente, cual si de antemano no esperase respuesta. El otro alzó un dedo en el aire. Sus anteojos le habían resbalado de la nariz y colgaban al extremo del cordón, dos dedos encima de la jarra.
—Contra la estupidez, la maldad, la superstición, la envidia y la ignorancia —dijo lentamente, y al hacerlo parecía mirar su reflejo en la superficie del vino—. Que es como decir contra España, y contra todo.
Escuchaba yo aquellas razones desde mi asiento en la puerta, maravillado e inquieto, intuyendo que tras las palabras malhumoradas de Don Francisco había motivos oscuros que no alcanzaba a comprender, pero que iban más allá de una simple rabieta de su agrio carácter. No entendía aún, por mis pocos años, que es posible hablar con extrema dureza de lo que se ama, precisamente porque se ama, y con la autoridad moral que nos confiere ese mismo amor. A Don Francisco de Quevedo, eso pude entenderlo más tarde, le dolía mucho España. Una España todavía temible en el exterior, pero que a pesar de la pompa y el artificio, de nuestro joven y simpático Rey, de nuestro orgullo nacional y nuestros heroicos hechos de armas, se había echado a dormir confiada en el oro y la plata que traían los galeones de Indias. Pero ese oro y esa plata se perdían en manos de la aristocracia, el funcionariado y el clero, perezosos, maleados e improductivos, y se derrochaban en vanas empresas como mantener la costosa guerra reanudada en Flandes, donde poner una pica, o sea, un nuevo piquero o soldado, costaba un ojo de la cara. Hasta los holandeses, a quienes combatíamos, nos vendían sus productos manufacturados y tenían arreglos comerciales en el mismísimo Cádiz para hacerse con los metales preciosos que nuestros barcos, tras esquivar a sus piratas, traían desde Poniente. Aragoneses y catalanes se escudaban en sus fueros, Portugal seguía sujeto con alfileres, el comercio estaba en manos de extranjeros, las finanzas eran de los banqueros genoveses, y nadie trabajaba salvo los pobres campesinos, esquilmados por los recaudadores de la aristocracia y del Rey. Y en mitad de aquella corrupción y aquella locura, a contrapelo del curso de la Historia, como un hermoso animal terrible en apariencia, capaz de asestar fieros zarpazos pero roído el corazón por un tumor maligno, esa desgraciada España estaba agusanada por dentro, condenada a una decadencia inexorable cuya visión no escapaba a la clarividencia de aquel hombre excepcional que era Don Francisco de Quevedo. Pero yo, en aquel entonces, sólo era capaz de advertir la osadía de sus palabras; y echaba ojeadas inquietas a la Calle, esperando ver aparecer de un momento a otro a los corchetes del corregidor con una nueva orden de prisión para castigar su orgullosa imprudencia.
Fue entonces cuando vi la carroza. Sería mendaz por mi parte negar que esperaba su paso, que tenía lugar por la calle de Toledo más o menos a la misma hora dos o tres veces por semana. Era negra, forrada con cuero y terciopelo rojo, y el cochero no iba en el pescante arreando el tiro de dos mulas, sino que cabalgaba una de ellas, como era habitual en ese tipo de carruajes. El coche tenía un aspecto sólido pero discreto, habitual en propietarios que gozaban de buena posición pero no tenían derecho, o deseos, de mostrarse en exceso. Algo propio de comerciantes ricos, o de altos funcionarios que sin pertenecer a la nobleza desempeñaban puestos poderosos en la Corte.
A mí, sin embargo, no me importaba el continente, sino el contenido. Aquella mano todavía infantil, blanca como papel de seda, que asomaba discretamente apoyada en el marco de la ventanilla. Aquel reflejo dorado de cabello largo y rubio peinado en tirabuzones. Y los ojos. A pesar del tiempo transcurrido desde que los vi por primera vez, y de las muchas aventuras y sinsabores que aquellos iris azules iban a introducir en mi vida durante los años siguientes, todavía hoy sigo siendo incapaz de expresar por escrito el efecto de esa mirada luminosa y purísima, tan engañosamente limpia, de un color idéntico a los cielos de Madrid que, más tarde, supo pintar como nadie el pintor favorito del Rey nuestro señor, Don Diego Velázquez.
Por esa época, Angélica de Alquézar debía de tener once o doce años, y ya era un prometedor anuncio de la espléndida belleza en que se convertiría más tarde, y de la que dio buena cuenta el propio Velázquez en el cuadro famoso para el que ella posaría tiempo después, hacia 1635. Pero más de una década antes, en aquellas mañanas de marzo que precedieron a la aventura de los ingleses, yo ignoraba la identidad de la jovencita, casi niña, que cada dos o tres días recorría en carroza la calle de Toledo, en dirección a la Plaza Mayor y el Palacio Real, donde —supe más tarde— asistía a la reina y las princesas jóvenes como menina, merced a la posición de su tío el aragonés Luis de Alquézar, a la sazón uno de los más influyentes secretarios del Rey. Para mí, la jovencita rubia de la carroza era sólo una visión celestial, maravillosa, tan lejos de mi pobre condición mortal como podían estarlo el sol o la más bella estrella de esa esquina de la calle de Toledo, donde las ruedas del carruaje y las patas de las mulas salpicaban de barro, altaneras, a quienes se cruzaban en su camino.
Aquella mañana algo alteró la rutina. En vez de pasar como siempre ante la taberna para seguir calle arriba, permitiéndome la acostumbrada y fugaz visión de su rubia pasajera, el carruaje se detuvo antes de llegar a mi altura, a una veintena de pasos de la taberna del Turco. Un trozo de duela se había adherido con el lodo a una de las ruedas, girando con ella hasta bloquear el eje; y el cochero no tuvo más remedio que detener las mulas y echar pie a tierra, o al barro para ser exactos, a fin de eliminar el obstáculo. Ocurrió que un grupo de mozalbetes habituales de la calle se acercó a hacer burla del cochero, y éste, malhumorado, echó mano al látigo para ahuyentarlos. Nunca lo hiciera. Los pilluelos de Madrid, en aquella época, eran zumbones y reñidores como moscas borriqueras —
que a ser en Madrid nacido supiera reñir mejor
, decía una vieja jácara—, y además no todos los días se brindaba como diversión una carroza para ejercitar la puntería. Así que, armados con pellas de barro, empezaron a hacer gala de un tino en el manejo de sus proyectiles que ya hubieran querido para sí los más hábiles arcabuceros de nuestros tercios.
Me levanté, alarmado. La suerte del cochero me importaba un bledo, pero aquel carruaje transportaba algo que, a tales alturas de mi joven vida, era la más preciosa carga que podía imaginar. Además, yo era hijo de Lope Balboa, muerto gloriosamente en las guerras del Rey nuestro señor. Así que no tenía elección. Resuelto a batirme en el acto por quien, aún desde lejos y con el máximo respeto, consideraba mi dama, cerré contra los pequeños malandrines, y en dos puñadas y cuatro puntapiés disolví la fuerza enemiga, que se esfumó en rápida retirada dejándome dueño del campo. El impulso de la carga —con mi secreto anhelo, todo hay que decirlo—, me había llevado junto al carruaje. El cochero no era hombre agradecido; así que tras mirarme con hosquedad, reanudó su trabajo. Estaba a punto de retirarme cuando los ojos azules aparecieron en la ventanilla. La visión me clavó en el suelo, y sentí que el rubor subía a mi cara con la fuerza de un pistoletazo. La niña, la jovencita, me miraba con una fijeza que habría hecho dejar de correr el agua en el caño de la fuente cercana. Rubia. Pálida. Bellísima. Para qué les voy a contar. Ni siquiera sonreía, limitándose a mirarme con curiosidad. Era evidente que mi gesto no había pasado inadvertido. En cuanto a mí, aquella mirada, aquella aparición, compensaba con creces todo el episodio. Hice un gesto con la mano, dirigiéndolo a un sombrero imaginario, y me incliné.
—Íñigo Balboa, a vuestro servicio —balbucí, aunque logrando dar a mis palabras cierta firmeza que juzgué galante—. Paje en casa del capitán Don Diego Alatriste.
Impasible, la jovencita sostuvo mi mirada. El cochero había montado y arreaba el tiro, de modo que el carruaje volvió a ponerse en marcha. Di un paso atrás para esquivar las salpicaduras de las ruedas, y en ese momento ella apoyó una mano diminuta, perfecta, blanca de nácar, en el marco de la ventanilla, y yo me sentí como si acabara de darme a besar esa mano. Entonces su boca, perfectamente dibujada en suaves labios pálidos, se curvó un poco, ligeramente; apenas un mínimo gesto que podía interpretarse como una sonrisa distante, muy enigmática y misteriosa. Oí restallar el látigo del cochero, y el carruaje arrancó para llevarse con él esa sonrisa que todavía hoy ignoro si fue real o imaginada. Y yo me quedé en mitad de la calle, enamorado hasta el último rincón de mi corazón, viendo alejarse a aquella niña semejante aun ángel rubio e ignorando, pobre de mí, que acababa de conocer a mi más dulce, peligrosa y mortal enemiga.
En marzo anochecía pronto. Aún quedaba un rastro de claridad en el cielo; pero las calles estrechas, bajo los aleros sombríos de los tejados, estaban negras como boca de lobo. El capitán Alatriste y su compañero habían elegido una travesía angosta, oscura y solitaria, por la que los dos ingleses iban a pasar forzosamente cuando se encaminaran a la casa de las Siete Chimeneas. Un mensajero había avisado de la hora y el itinerario. También había aportado la más reciente descripción, para evitar errores: micer Thomas Smith, el joven más rubio y de más edad, montaba un caballo tordo y vestía un traje de viaje gris con adornos discretos de plata, botas altas de piel también teñida de gris, y un sombrero con cinta del mismo color. En cuanto a micer John Smith, el más joven, montaba un bayo. Su traje era de color castaño, con botas de cuero y sombrero con tres pequeñas plumas blancas. Ambos tenían aspecto polvoriento y fatigado, de llevar varios días cabalgando. Su equipaje era escaso, contenido en dos portamanteos sujetos con correas a la grupa de sus cabalgaduras.
Oculto en la sombra de un portal, Diego Alatriste miró hacia el farol que él y su compañero habían colocado en un recodo de la calle, a fin de que iluminase a los viajeros antes de que éstos alcanzasen a verlos a ellos. La calle, que torcía en ángulo recto, arrancaba de la del Barquillo, junto al palacio del conde de Guadalmedina, y tras discurrir junto a la tapia del huerto del convento de los Carmelitas Descalzos iba a morir ante la casa de las Siete Chimeneas, en el cruce de la calle de Torres con la de las Infantas. El lugar elegido para la encerrona era el primer tramo con su ángulo más oscuro, estrecho y solitario, donde dos jinetes atacados por sorpresa podían ser desmontados con facilidad.
Refrescaba un poco, y el capitán se embozó mejor en su capa nueva, comprada con el adelanto en oro de los enmascarados. Al hacerlo tintineó el hierro que llevaba oculto debajo: roce de la daga vizcaína con la empuñadura de la espada, y con la culata de la pistola cargada y bien cebada que guardaba en la parte posterior del cinto, por si era necesario recurrir, en última instancia, a ese expediente ruidoso y definitivo, prohibido expresamente por pragmáticas reales, pero que en lances difíciles era oportuno llevar encima, por si un aquel. Esa noche, Alatriste completaba su equipo con el coleto de cuero de búfalo que le protegía el torso de eventuales cuchilladas, y con la puntilla de matarife oculta en la caña de una de sus botas viejas, de suelas cómodas y gastadas que le permitirían afirmar bien los pies en tierra cuando empezara el baile.
Oh, malhaya el hombre loco
que se desciñe la espada…
Empezó a recitar entre dientes, para distraer la espera. Aún murmuró algunos fragmentos más del
Fuenteovejuna
de Lope, que era uno de sus dramas favoritos, antes de quedar de nuevo en silencio, oculto el rostro bajo el ala ancha del chapeo calado hasta las cejas. Otra sombra se movió ligeramente a unos pasos de su apostadero, bajo el arco de un portillo que daba a la huerta de los padres carmelitas. El italiano debía de estar tan entumecido como él, tras casi media hora larga de inmovilidad. Extraño personaje. Había acudido a la cita vestido de negro, envuelto en su capa negra y con sombrero negro, y su rostro cubierto de marcas de viruela sólo se había animado con una sonrisa cuando Alatriste propuso colocar el farol para iluminar el ángulo de la calle elegido para la emboscada.
—Que me place —se había limitado a decir con su voz ahogada, áspera—. Ellos en luz y nosotros en sombra. Visto y no visto.
Después se había puesto a silbar aquella musiquilla a la que parecía aficionado, tiruri-ta-ta, mientras en tono quedo, presto y profesional, se repartían los adversarios. Alatriste se ocuparía del mayor de los dos jóvenes, el inglés de traje gris y caballo tordo, mientras que el italiano despacharía al joven del traje marrón que montaba el bayo. Nada de pistoletazos, pues todo debía transcurrir con la discreción suficiente para, zanjada la cuestión, registrar los equipajes, encontrar los documentos y, por supuesto, aligerar a los fiambres del dinero que llevaran encima. Si levantaban mucho ruido y acudía gente, todo iba a irse al diablo. Además, la casa de las Siete Chimeneas no estaba lejos, y la servidumbre del embajador inglés podía venir en auxilio de sus compatriotas. Se trataba por tanto de un lance rápido y mortal: cling, clang, hola y adiós. Y todos al infierno, o a donde diablos fuesen los anglicanos herejes. Al menos esos dos no iban a pedir a gritos confesión como hacían los buenos católicos, despertando a medio Madrid.