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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (37 page)

III

En los tres días siguientes estuvieron todos muy ocupados. Habían conseguido llegar a la playa, a una zona ideal para reparar la nave, en la desembocadura de un río estrecho pero profundo, cuyos meandros se adentraban entre la vegetación hacia el oeste, hasta su nacimiento. Cuando la marea no era muy alta no resultaba difícil que el casco quedara al descubierto, y poder así amarrar el barco con cuerdas que iban desde el mástil hasta las palmeras de la orilla. De este modo, contaban con más de seis horas dos veces al día para reparar los daños del casco.

Ahora que lo tenían a la vista, estaba claro el motivo por el que habían tenido que trabajar tan duro en las bombas. Las costuras del casco al lado de la quilla se habían abierto considerablemente cuando pasaron por encima de las rocas en las Canarias y gran parte del calafateado se había perdido no sólo en aquel momento, sino también durante el largo viaje por el océano occidental.

En la orilla había mucha arena, salpicada por pequeños trozos de madera y áreas pantanosas, donde la vegetación crecía libremente formando un muro impenetrable. Había muchas parras que se entrelazaban en redes densas entre las ramas de los árboles, por lo que muchas flores de colores parecían flotar en el aire, como si no necesitaran raíces para nacer. Unas cintas onduladas de plantas grisáceas colgaban de muchos de los árboles como si fueran sus viejas barbas canosas.

Llevaron a tierra las velas y construyeron un refugio para Leonor y su padre a la sombra de unos pinos que crecían cerca de donde estaban llevando a cabo los trabajos de reparación. Después hicieron otros refugios con hojas de palmeras para el resto de la tripulación, así que muy pronto la orilla tuvo el aspecto de un poblado totalmente activo.

Por lo que veían, el verano era una época muy lluviosa en aquellas latitudes. Aunque hacía calor, casi todas las tardes llovía, refrescando así el ambiente. Muy cerca encontraron un manantial profundo que desembocaba en el río formando un pequeño riachuelo lleno de meandros y que les proporcionaba agua en abundancia.

Tampoco les faltaba comida. Las aguas estaban repletas de peces y en los bajíos había aves que los miraban confiadas, hasta que los hombres de la tripulación las cazaban con palos. También había muchos ciervos en el bosque, así que uno de los arqueros los cazaba fácilmente. Después de todo era como si hubieran encontrado un verdadero paraíso terrenal, como una merecida recompensa a sus temores y a aquel largo viaje perdidos por el océano.

Sin embargo, la riqueza de aquellas tierras no engañaron a la tripulación, ni les quitó las ganas de trabajar, como le pasó a la de Ulises en la isla de las Sirenas. No hacía falta exhortarles a trabajar, ya que después de tantas semanas fuera de casa lo que todos querían era volver lo antes posible. Como capitán, Eric dirigía las reparaciones, mientras que Andrea se ocupó de que se almacenaran las provisiones necesarias para la vuelta.

Con un fuelle que hicieron con piel de ciervo pusieron una especie de herrería en la orilla. Uno de los hombres que tenía más experiencia con el arte de la fragua martilleaba el metal al rojo vivo. El metal no les faltaba porque lo llevaban almacenado en el barco para comerciar con él en las costas africanas y don Bartholomeu también llevaba para trabajarlo en Gomera, en las islas Canarias.

Lo más difícil era conseguir un yunque con el que trabajar, ya que esta isla maravillosa parecía no tener rocas, así que lo que hicieron al final fue amarrar varios martillos juntos. Usaron las palometas del timón para construir uno nuevo, usando sus clavos para unirlas. Para cerrar las grietas del casco utilizaron tiras de madera de los pinos y las aseguraron con los clavos que construyeron en la nueva herrería. Desenredaron algunas lianas e hirvieron la resina de los pinos, de modo que una capa impermeable recubrió las zonas dañadas del casco. Uno de los hombres se dedicó a talar los árboles y a tallar la madera al lado de la orilla. Para ello unieron las tablas de madera con trozos de hierro que curvaron para que no cedieran.

En conjunto era una escena de completa actividad, tanto en tierra como en el barco, donde los hombres se apiñaban, reemplazando las arboladuras desgastadas con cuerdas nuevas, arreglando las cuadras rotas, y limpiando la suciedad que se había acumulado en los días interminables en los que los pantoques habían estado constantemente cubiertos de agua.

Leonor se ocupó de remendar las lonas que se habían agrietado o que se habían hecho pedazos con la tormenta que los había empujado hacia el oeste, hasta el mar de algas. También se dedicó a cocinar, dejando los trabajos más duros, de hacha y martillo, a los hombres.

Andrea, con dos de los mejores arqueros y muchos de los soldados, se ocupó de procurar la comida necesaria aquellos días y de almacenar provisiones para el viaje de vuelta. El pescado lo curaron con la sal que consiguieron dejando que se evaporara el agua del mar a pleno sol. La carne de venado que iba sobrando la ponían en salmuera, y las pieles de los ciervos las clavaban y las restregaban bien con arena y agua salada para limpiarlas y usarlas más tarde para arreglar las velas y la ropa. También encontraron huevos para comer, ya que había muchas aves, y mucha fruta que no conocían, pero que consideraron comestible al ver que los animales del bosque se la comían sin problemas.

Había crustáceos de todo tipo: ostras, cangrejos, y algo parecido a las almejas con las que hicieron caldos estupendos. Los pulpos pequeños también eran muy fáciles de pescar, así como unos animalillos parecidos a los caracoles con el caparazón en espiral que poblaban toda la orilla, y en los bajíos pescaron unos cangrejos de río tan grandes como langostas.

Después de todo, era un grupo atareado y feliz que trabajaba en las costas de la isla que llamaban Satanazes (si es que era ésta), y ninguno de sus integrantes se paró a pensar si los salvajes de los que la isla tomaba el nombre existían en realidad o no. Al ritmo que llevaban el Infante Enrique estaría reparado y preparado para el largo viaje de vuelta en dos semanas.

Un día, cuando Andrea estaba volviendo de la caza, se paró a la sombra de un pino cerca del tronco donde estaba sentada Leonor, cosiendo la ropa de su padre. Don Bartholomeu se encontraba muchísimo mejor desde que habían llegado a tierra, y ahora hasta podía ayudar en los trabajos del barco. Andrea llevaba al hombro un animal parecido a un zorro, pero con líneas blancas y negras alrededor de la cola. Ya se habían comido algunos y estaban buenísimos.

—Si no dejáis de procurarnos tanta comida —le dijo Leonor sonriendo— engordaré tanto que se me quedará pequeña la ropa y tendréis que añadir la costura a todas las artes que conocéis.

—No podemos perder a éste —Andrea lo dejó caer en el suelo a su lado—. Servirá para la cena de vuestro padre, y nosotros cenaremos el pescado que hemos cogido hoy.

—Dentro de poco tendremos comida suficiente para el viaje de vuelta, ¿no?

—Por lo menos nos bastará para llegar a las Azores.

La joven se estremeció.

—Odio pensar que aún tenemos que encontrarlas en medio de un océano tan grande como éste.

—Yo hice un nudo en el Al-Kemal para tener la latitud de las Azores antes de zarpar —le aseguró— pero, aunque no las encontráramos, siempre podremos pescar algo para comer hasta que lleguemos a Lagos.

Leonor cambió de tema.

—¿No habéis tenido la sensación de que nos están vigilando últimamente, Andrea?

—No, ¿por qué?

—Una o dos Veces he notado como si alguien me estuviera mirando desde detrás de los árboles —le dijo, indicando una zona pantanosa del fondo de la playa donde la vegetación no dejaba ver más que a unos cuantos pasos de distancia.

—No hemos encontrado rastros de salvajes mientras íbamos de caza —le dijo—, salvo lo que parecía ser un sendero a lo largo del río. Pero la vegetación crece tan deprisa que no podemos saber cuánto tiempo hace que nadie pasa por aquí.

—Puede que sólo hayan sido imaginaciones mías —admitió—. Este sitio es tan bonito que es casi imposible pensar algo negativo sobre él.

Andrea miró la bahía y la orilla llenas de luz y de vida.

—En Europa hay miles de personas que viven hacinadas y que apenas tienen qué comer para sobrevivir y, sin embargo, aquí crece la vegetación sin que ni siquiera se haya tenido que plantar. Estos bosques llenos de caza y de pesca serían para ellos un verdadero paraíso.

—Pero se tarda demasiado en llegar hasta aquí.

—El príncipe Enrique construye buenos barcos continuamente —le recordó—. Con el Al-Kemal como guía, la navegación ya no sería un problema.

—E imaginad lo rico que os haríais con el Al-Kemal.

—Ya no —le dijo seguro de sí mismo—. Después del viaje a Guinea me di cuenta de que no podría enriquecerme a costa del sufrimiento de los demás; por eso liberé a mis esclavos, y ahora que he visto lo que significa vagar perdido por el mar, he decidido darle el Al-Kemal a todo el que lo necesite.

Leonor le cogió la mano y se la llevó a la mejilla.

—Esperaba que dijerais esto alguna vez —le dijo dulcemente—. Hay que ser muy valiente para renunciar a tanto por el bien de los demás.

Andrea sonrió.

—No creo que tenga que pedir limosna mientras el Infante siga necesitando un cartógrafo.

—Recuperaréis vuestra fortuna en Venecia —le recordó.

—Bueno, esto tampoco lo sé en realidad —le dijo—. En Villa do Infante y en esta isla he encontrado tanta paz que no estoy tan seguro de querer volver a ocuparme de los negocios. El maestre Jacomé y los demás de Villa do Infante son las personas más ricas que conozco, porque pueden dedicarse a la búsqueda del conocimiento sin tener que preocuparse por nada más —sonrió—, pero soy un egoísta. Vos sois lo más importante en mi vida,
carissima,
y ni siquiera os he pedido vuestra opinión.

La joven estrechó con más fuerza la mano de Andrea, que seguía acariciándole la cara.

—Mi mundo nunca será más grande que vuestro abrazo, querido —le dijo feliz—, y en él no necesito ni mapas ni barcos.

IV

A medida que iba disminuyendo la cantidad de venado para la caza, Andrea y sus hombres tuvieron que empezar a adentrarse más en la isla para encontrar carne. Unos días más tarde, estaba cazando con uno de los dos arqueros que lo acompañaban normalmente, cuando oyó el silbido de una ballesta, sonido que generalmente iba seguido de un grito de alegría que anunciaba la caza. Sin embargo, esta vez lo que se oyó fue un grito de dolor que alteró la tranquilidad del bosque, seguido por el ruido de dos cuerpos rodando por el suelo. Sintiendo que estaba ocurriendo algo fuera de lo común, Andrea se dirigió hacia el lugar de donde procedían los ruidos.

Después de algunos segundos llegó a una zona abierta, donde se paró en seco, sorprendido por lo que estaba viendo. El soldado que había lanzado la flecha estaba tirado en el suelo luchando con un joven salvaje, alto y delgado y de piel del color del cobre, que tenía una herida en la pierna. Con sólo mirarlo resultaba evidente que no se trataba de ningún miembro de la tripulación.

El chico, aunque más delgado y joven que el soldado, le estaba dando una buena paliza. Andrea lo cogió de un brazo y ayudó al arquero a liberarse de él. El joven sólo dejó de luchar cuando se dio cuenta de que estaba completamente vencido.


Vediamo!
—exclamó Andrea, jadeando por el esfuerzo—. ¿Dónde habéis encontrado este tipo de venado?

—Vi algo que creí que sería un pájaro grande entre los árboles, así que le disparé —le explicó el arquero—. Este demonio pegó un grito y se cayó del árbol casi encima de mí —cogió su cuchillo—. ¿Termino con él?

—No. Podría sernos útil. Cogedlo mientras le vendo la herida. Luego lo ataremos.

Con tiras de su camisa, Andrea le vendó la herida. Después, con las cuerdas que llevaban para amarrar los ciervos que cazaban, le ató las manos por detrás, y una vez atado, pudo mirar con detenimiento a su presa.

El salvaje era sólo un muchacho. Según Andrea, debía de tener unos quince o dieciséis años, pero era alto y tenía buenos músculos. Tenía el color del cobre barnizado y los rasgos bien marcados. El pelo, negro y liso, le llegaba casi a los hombros y los ojos, oscuros, demostraban gran inteligencia.

—¿Qué vais a hacer con él, señor? —preguntó el soldado.

—Nos lo llevaremos al campamento. Cuando se dé cuenta de que no queremos hacerle daño, puede que nos diga de dónde viene.

El arquero se estremeció.

—Nunca lo había pensado, pero es posible que haya cientos de ellos apuntándonos con sus flechas, y que ni siquiera nos demos cuenta. Seguro que estos demonios de color cobre nos habrán estado observando todo el tiempo.

Cuando el soldado dijo “demonios” Andrea se acordó de una cosa. Beccario había hablado de la Isla de los Salvajes y Zuane Pizzigano, en su carta de navegación del 1424, los había llamado Satanazes. Puede que el soldado, incluso sin saberlo, hubiera dicho una gran verdad al llamarlo “demonio”. Al pensarlo se puso todavía más nervioso, haciendo aún más urgente la vuelta al campamento.

Muchos se reunieron en torno a ellos cuando llegaron a la orilla. Andrea vio que el chico abría mucho los ojos, sorprendido al ver el Infante Enrique y decidió ver qué efecto tendría sobre él un poco de amabilidad. El chico comió y bebió con avidez cuando le dieron un poco de carne asada y agua y, cuando Andrea le ofreció uno de los frutos parecidos a las manzanas que habían encontrado en tanta cantidad cerca del campamento (pero que no habían tenido el coraje de probar), el chico lo agarró y se lo comió a grandes mordiscos, mostrando así sus dientes fuertes y blancos, sin pensárselo dos veces.

—Nunca he visto a un nativo de las Indias —dijo Leonor mirando al chico mientras comía—. ¿Se parecen a éste?

Andrea negó con la cabeza.

—Nunca he visto a alguien así.

—¿Ni siquiera en Cipangu?

—No se parece en nada a los nativos de Cipangu.

Andrea recordó unas pocas palabras de algunas de las muchas lenguas que se hablaban en la India, que había aprendido en las paradas de la caravana de Ibn Iberanakh, cuando estuvo con él como esclavo. Sin embargo, parecía que el chico no entendía nada, así que decidió hablar con él por señas, como había hecho con los azanegues y con los hombres del rey Budomel en su viaje a África. En cuclillas delante de él, le sonrió y le dijo:

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