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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (5 page)

En la orilla había un cenador, y mientras le venían a la memoria recuerdos del pasado, comenzó a dirigirse hacia él y abrió la puerta. La habitación única estaba amueblada con un sofá y una mesa, exactamente como lo recordaba. De niño solía dormir allí, despertándose en mitad de la noche cuando soñaba lugares lejanos, para escuchar el agua del canal que pasaba sobre las piedras y los gritos de las gaviotas que buscaban refugio en los muelles. Entró y cerró la puerta, sintiendo la caricia de la oscuridad que lo rodeaba. Como por mano de uno de los espíritus malignos en que creían los moros con los que había vivido los últimos años, Andrea retrocedió en el tiempo a la noche antes de zarpar para Trebisonda, ocho años antes. Angelita y él se habían comprometido sólo algunos días antes de su partida, y habían estado ocupados con fiestas y cenas en su honor. Aquella noche, cuando volvieron de una cena en góndola, estuvieron allí, en el muelle, al lado del cenador escuchando cómo el rumor de una góndola se alejaba en la distancia.

Había sido una buena cena y los dos habían bebido bastante, haciendo que la noche pareciera más templada de lo que era en realidad, y más romántica. El pulso de Andrea se aceleró cuando se dio cuenta de que sólo había una luz encendida en la casa y de que el viejo Dimas Andrede, el chambelán de los Bianco, ya estaría durmiendo en su habitación, donde sólo el mismísimo demonio podría despertarlo.

La puerta del cenador se había abierto, ahora se acordaba, y su corazón empezó a acelerarse otra vez, y la pesada oscuridad de la noche junto con la fragancia de las rosas se habían entretejido en sus muros. Angelita no protestó cuando la llevó hacia la puerta. La había besado sólo una vez antes, cuando le había puesto en el dedo el anillo de pedida, con una esmeralda cuadrada que había pertenecido a su madre.

Había habido poca pasión en aquel primer beso, al menos por su parte. Para él Angelita había sido siempre como una diosa, remota e inalcanzable, que había que adorar en la distancia, con aquel encanto frío que la separaba de las demás mujeres que había conocido; pero aquella noche, a pesar de la excitación que le corría por las venas, se maravilló por su atrevimiento al tomarla entre los brazos en el cenador y ver cómo ella se rendía ante él mientras la abrazaba en el perfume de la oscuridad.


Carissima mia
—le había susurrado—. Cuánto os echaré de menos.

—Yo también os voy a echar de menos, Andrea —su voz era baja y ronca en la oscuridad, un tono emocionado que no le había oído nunca antes.

No había puesto resistencia cuando se le acercó. Su cuerpo, que él se había imaginado tan frío y distante, era cálido, y estaba lleno de vida y de algo semejante al deseo, aunque nunca se hubiera podido imaginar en ella una emoción tan básica. Por un momento, su insinuación de complacencia lo sorprendió y estuvo a punto de alejarse de ella, pero su suavidad y cercanía, cuando la tenía entre sus brazos, lo habían conmovido profundamente.

Cuando sus labios se tocaron en la oscuridad, sintió que ella lo buscaba y apoyó sus labios sobre los de él como si no quisiera que se fuera. Sintió el latir acelerado del pecho de la joven contra el suyo, creciendo así la fuerza de un deseo contra la que ambos se sentían desarmados.

No se había resistido cuando la llevó al sofá: la inminencia de su separación había vencido todas sus defensas, estaba seguro. En medio de aquella pasión que los arrastraba, todavía pudo controlarse para acercarse a ella con delicadeza, y hasta con un poco de temor. No llegaba a entender el milagro por el cual la fría y preciosa Angelita se había rendido ante él, y estaba seguro de que ella se iría excitando si el abrazo del amor significaba más que una simple prueba de dolor. Pero cuando sus manos acariciaron su cuerpo, se encontró ante una hurí desnuda entre los brazos, que suspiraba por unir su propio deseo a otro aún mayor.

Estaba amaneciendo cuando salieron del cenador, tras una noche de felicidad inimaginable. Durante las horas que siguieron había sido presa del aturdimiento que da la felicidad, soñando con su retorno y los largos años que viviría a su lado. Después de la pesadilla del ataque y la captura, la esclavitud y la tortura, había borrado todo recuerdo de aquella noche de su mente, sabiendo que recuerdos como éste, sin la más mínima esperanza de recuperarlos, lo hubieran hecho enloquecer. Pero ahora había vuelto y Angelita lo esperaría en cuanto supiera que estaba de nuevo en Venecia; puede que en ese mismo momento ya estuviera en casa de su padre, porque las dos familias habían estado siempre muy unidas.

Saliendo del cenador, se encaminó hacia el
palazzo,
entusiasmado pensando que esa misma noche podría tener a su amada entre los brazos. La puerta del
terrazzo
estaba abierta, y se dirigió a la habitación principal de la planta baja. En aquella habitación todo le era familiar, sobre todo las pinturas de sus padres que estaban colgadas sobre la chimenea. Sin embargo, los muebles y tapices eran mucho más lujosos de lo que recordaba, así que se imaginó que su hermano Giovanni habría prosperado mucho durante su ausencia, como evidenciaban aquellos adornos y la góndola privada del muelle.

Moviéndose con cuidado para no molestar a ninguno de los que estaban en las habitaciones superiores, buscó en la pequeña librería lateral donde su padre había guardado siempre los libros de cuentas y los mapas con los que Andrea había aprendido a amar el arte de la cartografía y los viajes que lo habían llevado tan lejos, en aquel desafortunado viaje a Trebisonda. La puerta estaba entreabierta y había una luz encendida. Pensando que Giovanni estaría allí trabajando, la abrió en silencio para no molestar a la persona que estaba sentada ante el escritorio.

—Giovanni —susurró Andrea.

El hombre del escritorio se puso rígido y giró la cabeza lentamente.

—¡Mattei! —exclamó Andrea—. ¿Dónde está Giovanni?

Su hermanastro lo miró fijamente, palideciendo cada vez más.

—¿Qué quieres? —susurró con la voz quebrada—. Si es oro, tengo poco aquí…

Andrea avanzó.

—No quiero oro, Mattei. ¿No me reconoces?

—Esa voz… Pero no puede ser.

—Soy Andrea, en carne y hueso.

Mattei retrocedió.

—Estás muerto. ¿Qué quieres de mí?

Andrea sonrió y se acercó a él. Como si temiera que lo atacase, Mattei empujó la silla hacia atrás y empuñó un pequeño puñal que llevaba atado a la túnica. El puño era de piedras preciosas y grabados de oro, y sus ropas eran de terciopelo, como las que llevaban los mercaderes más ricos.

—Tócame, Mattei —le suplicó Andrea, enseñándole las manos para que viera que estaba desarmado—. Así verás que no soy un fantasma.

Temerosamente puso una mano temblorosa sobre el brazo de Andrea, pero parecía no poder creer la evidencia que le mostraban ante él sus sentidos.

—¿Mi padre ha muerto? —preguntó Andrea.

—S-sí, unos… unos cuantos meses después de que tú murie… desaparecieras.

—¿Y Giovanni?

Como hermano mayor, Giovanni habría continuado la gestión de la fortuna de los Bianco.

—Por desgracia, él también murió, en la peste —dijo Mattei, añadiendo apresuradamente—, que Dios se apiade de su alma.

Esto fue un doloroso golpe para Andrea, que quería mucho a su hermano. Giovanni había sido siempre más bullicioso, alegre y lleno de amor por la vida que Andrea, que era más serio y docto, pero siempre habían estado muy unidos. Mattei estaba temblando y el sudor le chorreaba por la frente. Con dedos temblorosos se puso un poco de vino de una botella exquisitamente tallada que había en un taburete y se lo bebió de un trago.

El modo en que lo había recibido Mattei lo inquietó. Era normal que su hermanastro se sorprendiera al verlo volver literalmente del reino de los muertos, pero en la reacción de Mattei parecía haber algo más que sorpresa. De una cosa podía estar seguro: no estaba contento por su regreso. De todas formas, no es que se esperara otra reacción de Mattei.

Parece que se dio cuenta de que su comportamiento podía parecer extraño, así que se esforzó, aunque no mucho, por recibirlo mejor.

—Siéntate, Andrea —le dijo—, y cuéntame lo que te ha pasado.

Andrea se sentó en un sofá, que parecía tan caro como todo lo demás.

—La historia no es muy larga. Un bergantín turco capturó el barco en que zarpé de Venecia y me vendieron como esclavo, así que fui a parar a las galeras de Hamet-el-Baku.

—Declararon perdida la galera y todo lo que llevaba —le dijo Mattei—. Los judíos a los que pertenecía se enfadaron, pero no pudieron hacer nada contra el barco del turco renegado que os atacó.

Andrea se encogió de hombros.

—Yo también me hubiera perdido, si no fuera porque una carabela de don Bartholomeu di Perestrello de Portugal atacó a Hamet-el-Baku hace unos días. En la batalla pude escapar y el barco portugués me recogió.

—¿La gente de la carabela sabe quién eres? —le preguntó rápidamente Mattei.

—Creen que soy un esclavo moro llamado El Hakim que se hace pasar por Andrea Bianco, pero le aseguré a don Bartholomeu que mi familia me reconocería.

Si hubiera mirado a la cara en ese momento a su hermanastro, Andrea se habría dado cuenta de la luz que brilló en sus ojos, pero se había distraído mirando la imagen de una bellísima mujer que estaba colgada en la pared del estudio. La reconoció enseguida. Era Angelita, tal y como la recordaba, menos la noche antes de partir: fría, adorable, elegante… exactamente igual, pero aún más guapa. Por un momento sus ojos se recrearon mirándola, y después se dirigió a Mattei.

—¿Cómo está Angelita?

—Con una salud extraordinaria —se apresuró a decir Mattei—. Y…

—Ya lo veo. Encantadora, como siempre. Este cuadro lo han pintado después de mi partida.

—Lo pintó Iacopo Bellini hace unos años —Mattei respiró profundamente—. Se me hace difícil tener que decirte esto, Andrea, pero, después de todo, tú estás oficialmente muerto. Incluso se dijo una misa en honor de tu alma en la catedral de San Marcos.

Andrea sonrió.

—Bueno, esto compensará todas las veces que he tenido que rezar a Alá para salvar el pellejo.

—Cuando se declaró oficialmente tu muerte…

Mattei se paró, parecía que le costara lo que tenía que decir. Andrea lo miró con atención. Algo iba mal, tremendamente mal. El modo de hablar de Mattei lo demostraba.

—¿Qué estás intentando decirme? —le preguntó.

Mattei respiró profundamente y soltó:

—Cuando se declaró oficialmente tu muerte, y pasado el tiempo correspondiente de luto, Angelita y yo nos casamos.

Andrea lo miró perplejo.

—¿Angelita se ha casado? ¿Contigo?

Mattei enrojeció. Giovanni y Andrea, de niños, siempre lo habían despreciado. Mientras que su madre había sido de familia noble, la segunda mujer de su padre había sido una mujer varonil que gobernaba la casa con mano dura, y que odiaba a sus hijastros porque eran fuertes y de buena educación, mientras que su hijo era mezquino y quejumbroso.

—Nos dimos cuenta de que estábamos enamorados el uno del otro, y tú habías muerto —dijo Mattei—. Por otra parte, tú mismo habías dicho siempre que una unión con los Medici sería buena para la familia.

—¡Primero mi prometida y después mi fortuna! Siempre se te ha dado bien coger las oportunidades al vuelo, Mattei.

—Alguien tenía que ocuparse de los negocios mientras tú estuvieras navegando rumbo a Trebisonda. Tú siempre has sido mejor navegante que comerciante, Andrea.

Andrea tenía la sensación de que la biblioteca lo estaba sofocando, como un ataúd que se cierra.

—¿Dónde está ahora Angelita? —le preguntó levantándose y recorriendo la habitación en tres zancadas.

—Con su padre en Chioggia. Está enfermo, y ha mandado un carruaje para recogerla.

—Quiero verla.

—Por supuesto, pero que no se te olvide que tú estás oficialmente muerto y que Angelita está casada conmigo.

—Entonces, volveré a estar oficialmente vivo.

No era todo tan fácil, y él lo sabía. Todavía estaba enamorado de Angelita. La imagen que estaba colgada de la pared hizo que el recuerdo de aquella última noche en el cenador lo inundara de arriba abajo. ¿Cómo era posible que un hombre o una mujer pudieran amar como ellos lo habían hecho y olvidarlo jamás? El pensar que Mattei había tenido toda aquella felicidad mientras él estaba en las galeras lo torturó más de lo que podía soportar.

—Algo tendremos que hacer —dijo Mattei—. Hablaré con los abogados. Mientras tanto, puede que sea mejor que no se corra todavía la voz de tu regreso.


Corpo di Cristo!
—blasfemó Andrea—. ¿Se supone que tengo que esconderme como un loco del que se avergüenza la familia?

Mattei estaba recobrando rápidamente la compostura, después de la impresión inicial de haber descubierto que Andrea había regresado.

—La fortuna de la familia está ahora unida íntimamente a la de los Medici de Florencia —le explicó—. He logrado establecer relaciones excelentes con ellos, y no creo que les guste encontrarse ante un cambio tan drástico. Además, todo esto impresionará terriblemente a Angelita. Tenemos que prepararla para tu regreso.

En esto Andrea estaba de acuerdo.

—Entiendo, pero sobre todo por Angelita —admitió Andrea.

—La familia Bianco nunca se ha visto metida en ningún escándalo. Tenemos que ser prudentes e ir despacio.

Andrea se asomó a la ventana, pero todo estaba oscuro, con la misma negrura que se había apoderado de su ánimo. Nada estaba sucediendo como él se había imaginado. Todo este asunto tenía un sabor amargo. Al pensar en Angelita sintió una ola inesperada de excitación y deseo, y de ira ante la idea de que Mattei, con aquellas piernas enclenques y ojos de escarabajo, le había usurpado el puesto entre los brazos de su amada.

Todavía no se había parado a pensar cuál sería la reacción de Angelita. Pero una cosa estaba clara: después de aquella noche en la que se había entregado por completo a él, no podría seguir sintiéndose vinculada a Mattei después de su regreso. Ni siquiera ante los lazos de un vínculo recitado después de aquella unión.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó finalmente.

Mattei frunció el cejo.

—¿El barco portugués ha atracado en el
Fondaco?

—Sí. Vengo del
palazzo
del señor Martello, que representa al príncipe Enrique aquí en Venecia.

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