El caso de Charles Dexter Ward (11 page)

En enero de 1927 ocurrió un raro incidente. Una noche, alrededor de las doce, mientras Charles entonaba un cántico cuya extraña cadencia resonó desagradablemente en los pisos inferiores, sopló súbitamente una ráfaga de viento helado procedente de la bahía al tiempo que se producía un misterioso y leve temblor de tierra que no pasó desapercibido a ningún habitante de la vecindad. El gato dio muestras en aquel momento de un terror espantoso y los perros ladraron en una milla a la redonda. Aquello no fue sino el preludio de una brusca tormenta totalmente anormal en aquella época del año. Con ella se produjo tal estruendo en los altos de la casa, que los padres de Charles creyeron que un rayo había alcanzado al edificio. Corrieron escaleras arriba para ver si el desván había sufrido algún desperfecto, y se encontraron a Charles que les salió al paso en el rellano del desván, pálido, decidido y portentoso, con una temible expresión de triunfo y seriedad en el semblante. Les aseguró que no había caído rayo alguno y que la tormenta no tardaría en amainar. El señor Ward miró a través de una ventana y pudo comprobar que su hijo estaba en lo cierto: los relámpagos centelleaban cada vez más lejos en tanto que los árboles volvían a inmovilizarse tras haberse visto sacudidos por la helada ráfaga de viento. El retumbar del trueno se convirtió en un murmullo lejano y finalmente se apagó. Salieron las estrellas y el sello de triunfo en el rostro de Charles Ward cristalizó en una expresión muy singular.

Durante un par de meses a partir de aquel incidente, Ward se recluyó en su laboratorio menos de lo acostumbrado. Mostraba, sin embargo, un curioso interés por el tiempo y continuamente hacía extrañas preguntas acerca de la época de los deshielos primaverales. Una noche de finales de marzo salió de casa después de las doce y no regresó hasta el amanecer. Su madre, que estaba despierta, oyó el ruido del motor de un coche. Distinguió también el sonido de juramentos ahogados, y cuando se levantó y se acercó a la ventana, distinguió cuatro borrosas figuras que sacaban un cajón alargado de una camioneta y, siguiendo las instrucciones de Charles, lo introducían en la casa por una puerta lateral. La señora Ward oyó claramente el sonido de la agitada respiración de los hombres mientras subían la escalera y finalmente el ruido seco de un pesado objeto al ser depositado en el suelo del desván. Luego, los pasos descendieron y los cuatro hombres reaparecieron en el exterior y partieron en la camioneta.

Al día siguiente, Charles volvió a su estricta reclusión en el desván, corriendo previamente las oscuras cortinillas de las ventanas de su laboratorio. Estaba trabajando, al parecer, con una sustancia metálica. No abrió la puerta a nadie y se negó incluso a que le subieran la comida. Alrededor del mediodía se oyó un grito espantoso y el ruido de una caída, pero cuando la señora Ward corrió alarmada a la puerta del laboratorio, su hijo la tranquilizó desde el interior débilmente diciendo que no pasaba nada, que el espantoso e indescriptible olor que llenaba la casa era completamente inofensivo y desdichadamente necesario, que era absolutamente imprescindible que le dejaran solo, y que luego bajaría a cenar.

Por la tarde, después de que resonaran en la casa unos sonidos sibilantes que procedían del laboratorio, Charles apareció ante sus padres con el rostro blanco como la cera. Lo primero que dijo en aquella ocasión fue que nadie debía entrar en su laboratorio bajo ningún pretexto. Aquello representó el comienzo de otro largo período de impenetrable sigilo, ya que a partir de ese día nadie cruzó el umbral ni del misterioso cuarto de trabajo, ni de la buhardilla adyacente, que Charles había limpiado, amueblado parcamente y añadido, en calidad de dormitorio, a sus dominios privados e inviolables. Allí vivió, rodeado de los libros que hizo subir de la biblioteca del piso inferior, hasta el día en que compró la casita de Pawtuxet y se trasladó a ella con todo su material científico.

Aquella misma noche, Charles cogió el periódico antes que ningún otro miembro de la familia y mutiló una página, al parecer accidentalmente. Más tarde el doctor Willett, tras fijar la fecha de aquel sucedido por medio de varias conversaciones que mantuvo con los padres de Ward y la servidumbre, consultó un ejemplar del periódico de ese día en los archivos del
Journal
y descubrió que en la página mutilada se había impreso la siguiente noticia:

MERODEADORES NOCTURNOS SORPRENDIDOS EN UN CEMENTERIO

Robert Hart, vigilante nocturno del Cementerio del Norte, sorprendió esta madrugada a un grupo de varios hombres con una camioneta en la parte más antigua del recinto, pero, al parecer, su presencia asustó a los merodeadores provocando su huida antes de que pudieran llevar a cabo ninguna fechoría. El suceso tuvo lugar hacia las cuatro de la madrugada, hora en que Hart oyó el ruido del motor de un vehículo. Cuando el vigilante se acercó a investigar el origen de aquel sonido, sus pisadas alertaron a los desconocidos, que se dieron a la fuga tras introducir un cajón alargado en la camioneta que esperaba en las cercanías. Dado que no se ha hallado removida ninguna de las rumbas. se cree que los individuos en cuestión se proponían enterrar dicho cajón.

Al parecer llevaban largo rato trabajando antes de ser descubiertos, ya qu e el vigilante encontró posteriormente una fosa abierta junto al camino de Amosa Field, donde hace ya mucho tiempo que ha desaparecido la mayoría de las lápidas del cementerio antiguo. La fosa estaba vacía y su situación no responde a ninguna inhumación de las registradas en los archivos del cementerio.

El sargento Riley, de la policía local, tras visitar el lugar del suceso, ha manifestado que en su opinión la fosa fue excavada por contrabandistas de bebidas alcohólicas que se proponían ocultar en ella su alijo. Hart declaró más tarde que creía que el vehículo se había alejado en dirección a la Avenida Rochambeau, pero que no podía afirmarlo con seguridad.

Durante los días siguientes a estos sucesos, Charles apenas fue visto por su familia. Dormía en la buhardilla y permanecía encerrado en su laboratorio, todas las horas del día. Ordenó que se le dejaran las comidas junto a la puerta y no salía a recogerlas hasta que la doncella había desaparecido. Resonaban a intervalos en la casa el zumbido monótono de fórmulas recitadas incansablemente y cánticos de ritmo extravagante mezclados con el entrechocar de cristales, el gorgoteo que producían al hervir los productos químicos, el rumor del agua corriente o el rugir de las llamas del gas. Hedores incalificables, distintos de todos los olores conocidos, flotaban frecuentemente en las cercanías de la puerta del laboratorio y el aire de extrema tensión que rodeaba al joven recluso siempre que se aventuraba a salir de su reducto por breves instantes, provocaba las suposiciones más descabelladas. En cierta ocasión hizo un apresurado viaje al Ateneo en busca de un libro que necesitaba, y otro día contrató a un mensajero para que fuera a buscar en Boston un volumen muy raro. La angustia que provocó tal situación se hizo insoportable y ni el doctor Willett ni los padres de Charles supieron qué hacer ni qué pensar acerca de ella.

6

El día 15 de abril ocurrió un suceso muy extraño. A pesar de que la situación seguía manteniéndose aparentemente estacionaria, era innegable que había tenido lugar un cambio de grado al cual atribuye el doctor Willett una gran importancia. Era el día de Viernes Santo, circunstancia que los criados no dejaron de comentar y que otras personas consideraron mera coincidencia. A última hora de la tarde, el joven Ward comenzó a repetir una fórmula en voz más alta que de costumbre al tiempo que quemaba alguna sustancia cuyo olor extrañamente acre se difundió por toda la casa. La fórmula era hasta tal punto audible en el pasillo, que la señora Ward acabó por aprendérsela de memoria mientras escuchaba detrás de la puerta, y más tarde pudo reproducirla por escrito a petición de Willett. Varios expertos en la materia le han dicho después al médico que existe otra de características muy semejantes en los escritos místicos de «Eliphas Levi», aquel ser misterioso que se deslizó a través de una rendija por la puerta prohibida y pudo atisbar el espantoso panorama que ofrece el vacío del más allá. Dice así:

Per Adonai Eloim, Adonai Jehova

Adonai Sabaoth, Metraton Ou Agla Methon

verbum pythonicum, mysterium salamandrae

cenventus silvorum, antra gnomorum,

daemonia Coeli God Almonsin, Gibor,

Jehosua, Evam Zariathnatmik, Veni, veni, veni.

Dos horas recitó Charles esta fórmula, monótonamente y sin respiro, hasta que, de pronto, todos los perros de los alrededores iniciaron un espantoso concierto de aullidos. Simultáneamente un horrible hedor se expandió por toda la casa, un hedor que ninguno de sus moradores había percibido nunca ni volvería a percibir. En medio de aquella pestilencia, se produjo un centelleo como el de un relámpago, que hubiese resultado cegador de no haber surgido en plena luz del día. Luego se oyó
aquella voz
que ninguno de los que la oyeron pudieron olvidar ya nunca a causa de su atronadora lejanía, su increíble profundidad y la fantástica semejanza que revestía con respecto a la voz de Charles Ward. Estremeció toda la casa y fue oída perfectamente por dos vecinos por lo menos, a pesar del continuo aullar de los perros. La señora Ward, que había seguido a la escucha delante de la puerta cerrada del laboratorio de su hijo, se estremeció al reconocer en ella rasgos infernales porque Charles le había hablado de la fama diabólica de que disfrutaba en todos los libros negros y le había explicado cómo resonó, según las cartas de Fenner, sobre la granja maldita de Pawtuxet la noche del aniquilamiento de Joseph Curwen. No podía equivocarse al juzgarla, pues su hijo se la había descrito vívidamente en la época en que aún hablaba sin reservas acerca de sus investigaciones. La voz clamó en una lengua arcaica y desconocida:

«DIES MIES JESCHET BOENE DOESEF DOUVEMA ENITEMAUS»

Inmediatamente después de que estas palabras resonaran atronadoras en toda la casa, se produjo un momentáneo oscurecimiento de la luz del día, a pesar de que aún faltaba una hora para la puesta de sol. Luego, una nueva vaharada pestilente vino a unirse a la anterior, distinta en calidad, pero igualmente desconocida e insoportable. Charles empezó a recitar de nuevo y su madre distinguió entre las palabras que pronunciaba varias sílabas que sonaban algo así como «Yinash-Yog-Sothot-he-Iglfi-throdag», finalizando en un «¡Yah!» cuya fuerza maníaca aumentaba en un crescendo ensordecedor. Segundos después vino a anular el impacto de todo lo anterior un estremecedor alarido que estalló con repentino frenesí y se fue transformando gradualmente en un paroxismo de risa diabólica. La señora Ward, mortalmente asustada pero llena del ciego valor que infunde la maternidad, se acercó a la puerta del laboratorio y llamó en ella repetidamente sin recibir respuesta. Insistió en sus llamadas, pero se interrumpió nerviosamente al oír un segundo grito, este inconfundiblemente de su hijo,
superpuesto a las desenfrenadas carcajadas de otra voz
. De repente la señora Ward se desmayó sin que pueda recordar ahora la causa concreta e inmediata de su desvanecimiento. En ocasiones la memoria tiene olvidos misericordiosos.

A las seis y cuarto, el señor Ward volvió de la oficina y al no encontrar a su esposa en la planta baja preguntó a los atemorizados sirvientes, quienes le informaron de que probablemente se hallaba en el desván, atenta a los extraños acontecimientos que allí se desarrollaban. Subió apresuradamente el señor Ward y la encontró caída en el suelo del pasillo que conducía al laboratorio de Charles. Al comprobar que se había desmayado, fue en busca de un vaso de agua a una alcoba cercana y roció con ella el rostro cubierto de una enorme palidez. Mientras contemplaba con alivio cómo abría los ojos espantados, un escalofrío recorrió su cuerpo amenazando con reducirle al mismo estado del que estaba saliendo su esposa, ya que en el laboratorio, aparentemente silencioso, oyó el murmullo de una conversación tensa y apagada, una conversación mantenida en tono apenas audible pero provista de unas características profundamente inquietantes para el alma.

El hecho de que Charles murmurara alguna fórmula no era nuevo, pero aquel murmullo era decididamente distinto. Se trataba sin duda alguna de un diálogo o, al menos, de una imitación de diálogo. Las inflexiones de las dos distintas voces sugerían preguntas y respuestas, afirmaciones y réplicas. Una de las voces era indiscutiblemente la de Charles, pero la otra se caracterizaba por una profundidad y una resonancia que el joven Ward, a pesar de sus buenas dotes de imitador, no habría podido conseguir jamás. Había algo espantoso, sacrílego y anormal en todo aquello y, de no haber sido por un grito de su esposa que aclaró su mente al despertar con él su instinto de protección, no es muy probable que Theodore Howland Ward hubiera podido seguir alardeando ni un día más de que nunca se había desmayado. Reaccionando ante aquel grito, cogió a su esposa en brazos y la transportó a la planta baja para que no pudiera oír las voces que tanto les habían afectado. No escapó, sin embargo, con la suficiente presteza como para no oír algo que le hizo tambalearse peligrosamente con su carga. Al parecer, el grito de la señora Ward había sido escuchado también por otros oídos y, en respuesta a él, habían llegado desde detrás de la puerta las primeras palabras comprensibles del terrible coloquio. Fueron sencillamente una nerviosa advertencia articulada por Ward pero que llenó de espanto a su padre por lo que ese aviso implicaba. Su hijo se había limitado a decir: «¡Chist! ¡Escríbalo!»

El señor y la señora Ward conferenciaron largamente después de cenar, y, como consecuencia de aquella conversación, el primero decidió hablar seriamente con Charles aquella misma noche. Por importantes que fueran sus investigaciones no podían tolerarle semejante conducta por más tiempo, ya que los últimos acontecimientos trascendían los límites de la cordura y representaban una amenaza para el orden y para el sistema nervioso de todos los que moraban en aquella casa. El joven tenía que haber perdido la razón, pues sólo un demente podía proferir aquellos alaridos y fingir que estaba hablando con otra persona imitando la voz de un interlocutor. Todo aquello tenía que terminar de una vez, pues, de no ser así, la señora Ward acabaría cayendo enferma. Por otra parte cada vez se hacía más difícil conservar a la servidumbre.

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