El cebo (47 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

Allí nos esperaba Gens. Con mi hermana.

¿Qué haríamos al llegar a la granja? Conversamos sobre ello, pese a que ignorábamos si, de alguna forma, Gens podía seguir escuchándonos. Miguel llevaba su pistola, pero sabíamos que ningún arma resultaba más peligrosa que nosotros mismos. Sin embargo, en esta ocasión no se trataba de un simple
psico.
Miguel lo dejó claro:

—Loco o no, es Víctor Gens, y conoce a los cebos mejor que nadie. No sé qué quiere: quizá presionarnos o eliminarnos para que no denunciemos el asunto Renard... Pero, si es verdad que tiene a tu hermana, debemos ser precavidos...

—¿«Si es verdad»? —dije, y Miguel asintió.

—No olvides que solo hemos oído una voz... Incluso aunque se trate de la voz de Vera, no significa que ella esté allí, o que él la tenga en su poder. Lo que te dije era cierto: hay datos que permiten suponer que Vera se marchó a Londres... Si Gens los ha falsificado también, entonces sería el rey del universo.

—Quizá lo sea.

Su silencio me hizo pensar que entendía lo que yo quería decir. Lo ocurrido con Álvarez y Padilla, y el hallazgo de la muñeca en mi casa, delataban algo más que simple astucia. Ni siquiera era capaz de imaginarme cómo lo había logrado Gens, o a quién podía haber recurrido para ello, pero intuía que quien nos aguardaba en la granja no era el Gens de siempre, si es que alguna vez había existido algo así. Y eso me daba miedo. Como cuando intentaba una máscara en un momento de extrema necesidad y fallaba: miedo y confusión. Por no mencionar lo que pudiera sucederle a Vera, si es que Gens realmente la había capturado.

Diana, ayúdame.

Prefería no pensar en ella.

Sentí la mano de Miguel en mi brazo, y supe que nuestra telepatía mutua volvía a funcionar.

—No dejaré que le haga daño a Vera. Te lo juro, cielo. Ese cerdo no os hará daño a ninguna de las dos.

Miré sus ojos, que se habían apartado un instante de la carretera para observarme, su rostro enmarcado por la oscura ventanilla, y le creí.

—A ninguno de los tres —dije, y apreté su mano con la mía.

No hablamos durante el resto del viaje, como si hubiésemos querido prolongar así el calor y la luz de aquella declaración postrera. Poco después nos deteníamos frente a la monstruosa negrura de la granja. Llovía de nuevo, aunque no con intensidad, y sentí frío al bajarme del coche y me froté los brazos sobre la cazadora. El viento convertía las gotas en salpicaduras. «Aquí empezó todo para mí —pensé—, y aquí acabará todo.»

—¡Víctor! —llamó Miguel, y su grito sonó casi obsceno en la espantosa soledad—. ¡Hemos llegado! ¿Me oye? ¿Por qué no sale y hablamos?

De pie a ambos lados del coche, bajo la lluvia, aguardamos una respuesta.

—No parece haber nadie —dijo Miguel.

—Puede accederse por el otro lado —observé—. Álvarez dejó allí su coche.

Habíamos traído linternas, y al apagar los faros hicimos uso de ellas. Miguel cogió la suya con la mano izquierda mientras sostenía la pistola con la derecha. Esta última producía una larga y estrecha sombra proyectada sobre el suelo. A la nueva luz, los recintos que formaban aquello que llamábamos «la granja» no parecían haber cambiado. Los dos cobertizos de paredes agrietadas y ventanas sin cristales y el molino reconvertido en torre seguían grises y abandonados. Los matorrales no habían crecido a su alrededor, como si la vida temiera tocar aquella materia muerta.

Nos disponíamos a rodear los cobertizos cuando Miguel se detuvo frente al primero. Su silueta se recortaba contra la abertura de la ventana mientras alumbraba un interior que yo aún no podía ver. Luego alzó una pierna sobre el pretil y fue como si la granja lo devorase.

—Oh, por favor —susurró desde la oscuridad.

—¿Qué ocurre?

Pasé por la ventana y me uní a él, ansiosa. Ninguno de los dos habló durante un buen rato: solo movimos nuestras linternas contemplando aquello.

Toda la planta, hasta donde alcanzaban los haces de luz, abarrotada. Se hallaban en distintas posturas, como fotografiados durante un baile. Un carnaval paralizado en el tiempo. Miriñaques, gorgueras, jubones, calzas, capas, antifaces.
Noche de Halloween. Ven a nuestra noche especial, Diana.
Luego te fijabas mejor y veías brazos amputados, rostros sin vida, ojos cuya pintura había sido borrada, quizá, por incontables roedores, muñecos tan cubiertos de polvo como las ropas que vestían. No portaban letreros, pero el aspecto de algunos me hizo recordar los personajes que habían representado cuando ensayábamos: «Hamlet», «Lady Macbeth», «Ótelo», «Julieta»... Un desquiciante universo Shakespeare.

Ven a nuestro teatro, Diana. Vamos a ensayar Shakespeare otra vez, juntos.

—Qué es esta locura... —oí murmurar a Miguel.

—Lo ha hecho él —dije—. Ha vestido a todos los maniquíes.

Había tantos que era difícil moverse entre ellos sin rozarlos y sufrir el horrendo espejismo de creerlos vivos: aquí y allá, una mano se mecía en el aire, un brazo retemblaba, una sonrisa parecía sonar... Una figura se volvió hacia mí.

Pero esta última era Miguel.

—Abajo hay luz —susurró.

Señalaba la escalera que llevaba a los escenarios del sótano, situada en medio de la estancia. La puerta al pie de la misma se hallaba entreabierta y por la abertura se filtraba un resplandor tenue pero distinguible. Era evidente que Gens deseaba atraernos hacia allí. Intercambiamos gestos conocidos. En el coche habíamos preparado un plan básico de ataque y defensa con máscaras rápidas, y nos dispusimos a realizarlo. Luego empezamos a bajar, Miguel primero, sosteniendo arma y luz como si ambas produjeran el mismo efecto. Sentí angustia al verlo acercarse a aquella puerta.

—Ten cuidado —rogué.

—¿Víctor? —dijo en voz alta al tiempo que empujaba la puerta con el pie—. ¿Doctor Gens? —añadió en otro tono que me heló la sangre.

Terminé de bajar y ambos nos quedamos en el umbral, desconcertados.

El salón de aquel primer escenario se hallaba iluminado con una lámpara de camping colocada en el suelo. Por lo demás, estaba vacío, salvo por la presencia de los muebles que habían formado parte de nuestros ensayos, ahora arramblados contra la pared, y la vieja cabina de ducha.

Y por la figura sentada de espaldas.

Desde donde estábamos no podíamos verle la cara, aunque la mata de pelo blanco resultaba inconfundible. Se recostaba contra el respaldo de una butaca sin tapizar, uno de nuestros viejos «tronos» teatrales de madera desportillada, y semejaba llevar algo encima, una especie de capa sobre sus hombros encorvados.

Miguel lo llamó otra vez, pero el silencio era tal que creí que mi corazón había dejado de latir. Nos acercamos cautelosamente por ambos laterales, yo a la derecha. Víctor Gens —porque estaba segura de que era él— parecía haber empequeñecido bajo la pesada túnica gris verdosa que lo envolvía desde el cuello a la puntera cuadrada de sus zapatos. Ocupaba el trono como un viejo rey de teatro, un Lear cansado y remoto, y casi no resultaba sorprendente comprobar que ese era el nombre escrito con letra torpe sobre el pequeño papel adhesivo pegado a su pecho: «Lear». Sus brazos reposaban en los del asiento. Llevaba los mismos guantes negros que yo le había visto llevar aquella mañana en el tanatorio. Pero fue su rostro lo que me provocó una oleada de puro miedo.

Una máscara lo cubría desde la raíz de los cabellos hasta la garganta. Carecía de cuerda para atar a la nuca, y parecía como encajada en la cara. Blanca como un hueso, con aberturas para ojos y boca, sin rasgos. Gens mantenía la cabeza gacha, el pelo caído sobre la extraña faz. Su quietud lo asemejaba con los maniquíes de la planta superior.

—Profesor... —murmuró Miguel—. ¿Víctor...?

Miré a Miguel y supe que pensábamos lo mismo. Aquella postura, el mentón sobre el pecho, la absoluta inmovilidad del cuerpo... Estábamos contemplando un cadáver. Pero no había rastros de sangre o violencia por ninguna parte.

—Voy a quitarle esto. —Miguel alargó una mano.

De súbito, cuando casi la rozaba, la máscara se alzó y un brillo terrible dio vida a las aberturas.

—¡Dejadme hablar antes!

Había levantado las manos enguantadas, como si quisiera impedir que Miguel lo desenmascarase. Miguel seguía encañonándolo.

—¿Por qué se ha vestido así, Víctor? ¿Qué es todo esto?

—Teatro —dijo Gens—. ¿Qué, si no? Es lo que ha sido siempre, y no solo esto...

Tomó aire, o quizá rió, difícil saberlo, no lograba ver sus labios. Sin embargo, se trataba de Gens, sobre eso no tenía ninguna duda, aunque su voz sonara algo diferente a la de aquel otro que nos había hablado por teléfono una hora antes. Podía deberse al eco que producía la máscara, pese a que contaba con una abertura para la boca, pero también era como si le costase esfuerzo pronunciar las palabras. Quizá se había drogado, o estaba enfermo y a punto de palmarla. La verdad era que no me importaba lo más mínimo lo que le ocurriese. Solo me interesaba una cosa.

—Dónde está —dije, casi supliqué—. Qué ha hecho con mi hermana...

Me ignoró. Parecía hablar con alguien que no éramos nosotros.

—...lo que pensamos... —Tuve que inclinarme para entenderlo—. ...lo que hacemos... O lo que los demás nos obligan a hacer... Un teatro. El psinoma. Un baile de máscaras... ¿Qué queda cuando descubres eso? Nada. Vacíos para siempre. Vasos rellenos con lo que otros nos echan... —Aún mantenía las manos a modo de pantalla frente a la careta. Sus dedos temblaban bajo los guantes oscuros. Eran guantes nuevos, la costosa piel reflejaba la luz de las linternas, y la sombra que producían, proyectada contra la máscara, hacía pensar en grandes arañas oscuras trepando por el rostro de una calavera—. Soy culpable —agregó.

—¿Cómo acabó con Álvarez y Padilla, profesor? —dijo Miguel—. ¿Quién le ayudó?

—Soy culpable —insistió Gens y meneó la cabeza. Poco a poco fue bajando las manos hasta posarlas de nuevo en los brazos del asiento. El lenguaje parecía costarle cada vez más, como si hablara mientras masticaba—. Pero no diré «soy»... Soy lo que tú quieres que sea, y tú lo que yo... Digo, decimos, «soy», «somos»... Pero solo somos placer... Ausencia, abundancia de placer... Y pese a ello, soy culpable.

—Voy a quitarle esa máscara, Víctor.

La amenaza de Miguel volvió a reanimarlo y repitió el gesto protector.

—¡No! ¡La he llevado siempre! ¡Tú llevas la tuya, deja que yo lleve la mía! ¡Ya te lo he dicho: soy culpable! Por haber despertado un antiguo poder... Algo que yace en nosotros y que debió morir con nosotros... ¡Esperad! ¿Queréis saber más? Os diré esto: Shakespeare conoció ese poder, y lo dejó escrito... —Mientras me inclinaba sobre él me fijé en un detalle banal: el letrero no decía «Lear» sino «Leontes». Las arrugas de la túnica lo habían doblado y me habían hecho leerlo erróneamente.

Leontes era el rey de
Cuento de Invierno,
una de las últimas obras claramente escritas por el autor inglés, la base de la máscara de Juego. Celoso de su esposa, Leontes la maltrata hasta que ella aparenta morir, pero en realidad sobrevive, y en una mágica escena final «resucita» tras fingir ser una estatua. Una obra enorme, llena de símbolos, pero que en aquel momento no me interesaba lo más mínimo, así como tampoco la larga perorata de Gens.

—Pero Shakespeare comprendió al fin que... que no podía cambiar nada con su teatro, porque si todos cambiamos a los demás con nuestros gestos y palabras, ¿quién controla el cambio? Por eso abandonó... John Dee, su maestro, moría en mil seiscientos nueve... Y al año siguiente, él se retiraba para siempre, el Círculo Gnóstico se cerraba, sus voces enmudecían... y el psinoma era sepultado dentro de nosotros hasta que la ciencia lo resucitó...

De repente perdí la poca paciencia que me quedaba.

—¡Ya basta! Búsquese otro público, Gens. —Cogí la linterna con la mano vendada y le sujeté la derecha, que aún levantaba sobre la máscara—. ¡Deje de jugar con nosotros!

Miguel me indicaba con gestos que tuviera calma, pero mi angustia crecía por momentos, y mi rabia también. Pensé que había escuchado a aquel viejo embaucador durante demasiados años, y no me importaba si ahora había enloquecido o recobrado la cordura: no iba a permitirle que siguiera robándome lo que más amaba.

—¡Dígame qué ha hecho con Vera! —le grité.

Gens se liberó de mi mano y, a su vez, me la aferró con fuerza inusitada.

—¡No volverás
a verla con vida!
—exclamó.

Me bastó oír eso para cegarme de furia. Di un brusco tirón intentando que me soltara, y al hacerlo le arranqué el guante.

Y quedé inmóvil.

La mano desnuda de Gens parecía llevar otro guante debajo, de intenso, brillante color rojo. Sus uñas estaban tan cubiertas de esa sustancia que no se veían. Clavé las mías en el borde de la máscara, pero se hallaba como adherida a la piel. Gens apartó la cabeza, se oyó una especie de crujido y espesas hilachas rojas empezaron a deslizarse por la abertura bajo mis dedos, salpicando mi mano. Era como si el rostro de Gens fuese pastoso y al remover la barrera que lo contenía se hubiese deshecho y empezado a fluir.

Pero entonces escuché algo que hizo que me olvidase de aquella cosa horrenda.

—¡Vera! —Eché a correr hacia el pasillo. No me detuve cuando Miguel me llamó.

—¡Diana, espera! ¡Aquí pasa algo muy extraño...! ¡No vayas sola, puede ser una trampa! —Otro grito eliminó a Miguel de mi percepción y casi de mi conciencia.

Atravesé el pasillo y penetré en el segundo escenario. Mi linterna iluminó más maniquíes, siluetas, brazos en alto, viejos sombreros, rostros ciegos. Incluso distinguí cuerpos arrojados al suelo. El telón rojo del fondo había sido arrancado y observé de refilón que ahora colgaba del gran espejo a mi izquierda. La lona que tapiaba la pared sobre la tarima también había sido arrancada y revelaba la puerta camuflada en el ladrillo. Estaba abierta por completo, y hacia ella me dirigí cuando el grito se repitió, apartando durante mi frenética carrera varios maniquíes, como si me desplazara en medio de una muchedumbre petrificada.

La luz de la linterna, el mohoso trayecto, la densa oscuridad... todo contribuía a convertir el pasadizo en una especie de túnel del terror. Ahora, además de los gritos, también escuchaba golpes. Y cuando dejaba de oír ambas cosas percibía mis propios jadeos y mi voz repitiendo el nombre de mi hermana. Sospechaba dónde podía haberla encerrado aquel viejo loco, pero no me atrevía ni a imaginar lo que le había hecho, o qué le ocurría en aquel instante.

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