El Cerebro verde (9 page)

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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

—¡No puedo hacer otra cosa! Tenemos que acordonar por completo esta zona y localizar sus nidos. Esto podría ser…, bueno, un accidente, pero…

—O un intento deliberado de confundirme.

Joao se quedó mirando inquisitivamente a su padre. Aquello era una posibilidad, por supuesto. Su padre tenía enemigos. No podían olvidar a los carsonitas y sus amigos, algunos de los cuales eran fanáticos. Pero, sin embargo…

Joao adoptó una resolución. Observó el insecto inmóvil. Era preciso convencer a su padre y allí tenía el argumento perfecto.

—Mira ese bicho, padre.

El prefecto dedicó una mirada renuente al insecto.

—Nuestros primeros venenos mataron a los más débiles e inmunizaron a los demás —dijo Joao—. Sólo han quedado inmunes los que tienen que continuar reproduciéndose. Algunos de los venenos que ahora utilizamos no permiten tales salidas. Luego están las barreras de vibraciones sónicas. Padre, este insecto conserva todavía la forma de un escarabajo, y de alguna forma atravesó la barrera. Te voy a mostrar algo.

Joao extrajo de un bolsillo de su uniforme un silbato metálico, brillante y alargado.

—Hubo un tiempo en que esto bastaba para atraer a los escarabajos en enormes cantidades a la muerte. Sólo tenía que sintonizarlo con su espectro de atracción.

Se puso el silbato en los labios y sopló.

Ningún sonido audible surgió del instrumento, pero las antenas del escarabajo se contorsionaron de dolor.

Joao se quitó el silbato de los labios.

Las antenas del insecto dejaron de retorcerse.

—Fíjate, padre. Es un escarabajo y debería ser atraído por este silbato, pero poco le ha afectado. Pienso que existen indicaciones de una maligna inteligencia entre estas criaturas. Están muy lejos de la extinción…, y creo que están comenzando a contrarrestarla.

—¿Inteligencia maligna…? ¡Bah!

—Tienes que creerme, padre —dijo Joao—. Nadie cree a los bandeirantes. Se ríen y dicen que llevamos demasiado tiempo en la selva. Dicen que tales historias son las que podrían esperarse de granjeros y campesinos ignorantes, y así es como comienzan a dudar y a sospechar de nosotros.

—Y yo diría que con buenas razones.

—¿No crees a tu propio hijo?

—¿Y qué ha dicho mi hijo que pueda yo creer?

El viejo Martinho se pronunciaba ahora como el prefecto, erguido, orgulloso, mirando a su hijo con ojos coléricos.

—El mes pasado, y en el Goiás —dijo Joao—, Antonil Lisboa perdió tres bandeirantes que…

—Aquello fue un accidente.

—Resultaron muertos con ácido fórmico y aceite de copahu.

—No tuvieron cuidado al utilizar sus venenos. Los hombres se van haciendo más descuidados cuando…

—¡No! El ácido fórmico era particularmente fuerte y altamente concentrado, idéntico al insecto de origen. Los hombres fueron literalmente rociados con él.

—Quieres decir que insectos como éste… —Y el prefecto señaló al insecto que se hallaba inmóvil sobre el crucifijo—. Criaturas ciegas como ésa…

—No están ciegas.

—Bueno, no he querido decir que estén ciegas, sino carentes de inteligencia. No me dirás que tales criaturas atacan y matan a seres humanos.

—Todavía hemos de determinar la forma precisa en que fueron muertos esos hombres —dijo Joao—. Tenemos solo los cuerpos y la evidencia física de la escena. Pero hay otras muertes, padre, y hombres perdidos, e informes de extrañas criaturas que atacan a los bandeirantes. Cada día estamos más seguros de que…

Se quedó silencioso al ver que el escarabajo se apartaba del crucifijo y se arrastraba hacia la mesa. Inmediatamente se oscureció hasta confundirse con el color caoba de la madera.

—Por favor, padre, dame un frasco.

El escarabajo alcanzó el borde de la mesa y vaciló. Sus antenas se movieron adelante y atrás.

—Te lo daré si me prometes ser discreto respecto al lugar en que ha sido hallado.

—Padre, yo…

El escarabajo saltó hacia el centro de la habitación, de allí hacia la pared, y después hacia el marco de la ventana.

Joao presionó el botón de la linterna y dirigió el rayo de luz hacia el agujero en que se había refugiado el insecto. Cruzó la habitación para examinarlo.

—¿Desde cuando está aquí este agujero, padre?

—Hace años. Es una grieta de la mampostería. Me parece que se debió al terremoto que hubo años antes de que muriera tu madre.

En cuatro zancadas, Joao alcanzó la puerta, pasó la arcada del umbral, descendió por un tramo de escaleras, atravesó otra puerta y un pequeño salón, y salió al exterior, saltando la verja de entrada al jardín. Con la linterna al máximo de intensidad, apuntó bajo la ventana del estudio de su padre.

—Joao, ¿qué estás haciendo?

—Mi trabajo, padre —repuso Joao, que al volverse vio a su padre en la verja de entrada al jardín.

Joao observó la pared del estudio, iluminando especialmente las piedras que enmarcaban la ventana. Se acurrucó, investigando con todo cuidado y pasando el haz luminoso por el suelo, buscando todas las oquedades y resquicios de la estructura.

La búsqueda del insecto le hizo llevar la luz de la linterna hacia la tierra del jardín, a los arbustos y macizos de flores, y después al césped. Joao oyó a su padre siguiéndole.

—¿Lo viste?

—No.

—Debiste dejar que yo lo aplastara.

Joao se puso en pie y miró hacia los aleros del tejado. Por doquier reinaba la oscuridad de la noche, y para examinar los detalles solo disponía del resplandor de la ventana del estudio y de la luz que le proporcionaba la linterna.

Un chirrido penetrante, doloroso para el oído humano, invadió todo el ambiente circundante. Procedía del exterior del jardín. Antes de desaparecer, el sonido parecía resonar en el entorno. A Joao le recordó el grito de caza de los predadores de la selva. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se volvió hacia la entrada de la finca donde tenía aparcado el helicar, su vehículo aéreo, dirigiendo allí la luz de la linterna.

—¡Qué sonido más extraño! —exclamó su padre—. Yo… —El anciano se detuvo y miró hacia el césped—. ¿Qué es eso?

El césped daba la impresión de hallarse en movimiento, alcanzándoles como una ola en la playa. Aquella ondulación ya les había cortado el camino de la entrada de la residencia. Se hallaba a cosa de diez pasos de distancia, y se movía con rapidez.

Joao sujetó con fuerza el brazo de su padre y habló con calma fingida, esperando no alarmarle demasiado, por temor al corazón débil y enfermo del anciano Martinho.

—Tenemos que subir inmediatamente a mi vehículo, padre. Debemos pasar por encima de ellos.

—¿De ellos?

—Sí, todo eso es una masa de insectos como el que vimos antes. Padre…, hay millones de ellos… Y están al ataque. Puede que no sean escarabajos, después de todo. Tal vez sea una especie de ejército de hormigas. En mi vehículo tengo equipo para combatirlos. Allí estaremos seguros. Es un vehículo bandeirante, padre. Tienes que correr conmigo, ¿comprendes? Te ayudaré, pero ten cuidado de no tropezar y caer sobre esos bichos.

—Comprendo, hijo.

Comenzaron a correr, Joao sosteniendo el brazo de su padre y alumbrando el camino con la linterna.

Joao rogó para que el corazón del anciano resistiera la prueba. Se dieron prisa entre aquel impresionante amasijo de insectos que abría paso a los dos hombres, para cerrarse después tras los fugitivos.

A unos quince metros de distancia aparecía la blanca estructura del vehículo aéreo.

—Joao…, el corazón —suplicó angustiosamente el anciano.

—Vamos, ya estamos llegando. ¡Más de prisa! —urgió Joao mientras sostenía a su padre, a quien materialmente tuvo que levantar del suelo en los últimos pasos.

Llegaron hasta las amplias puertas traseras del laboratorio del vehículo. Joao las abrió y enfocó la luz de la linterna sobre la pared izquierda; buscó un casco protector y un rifle rociador. Se detuvo y observó el interior, iluminado con luz amarillenta.

Había allí dos hombres sentados, indios sertaos por la apariencia, con sus ojos brillantes y sus negros cabellos bajo el sombrero de paja. Daban la sensación de hermanos gemelos incluso por sus ropas sucias y las sandalias, y los saquitos de piel colgando del hombro. Los insectos, parecidos a escarabajos, pululaban a su alrededor: por las paredes del laboratorio, sobre los instrumentos y los frascos.

—¿Qué diablos hacéis aquí? —rugió Joao.

Uno de los dos indios hizo un gesto levantando una flauta quena. Habló con voz carraspeante y singularmente modulada.

—Entrad. No sufriréis daño si obedecéis.

Joao sintió que su padre se desmayaba y tomó al anciano en sus brazos. ¡Cuán liviano de peso le pareció entonces!

El prefecto respiraba trabajosamente, con dolorosos espasmos. Tenía el rostro amoratado y la frente empapada de sudor frío.

—Joao, hijo… Me duele horriblemente el pecho…

—La medicina. ¿Dónde la guardas?

—En casa. Sobre el despacho…

—Parece que se está muriendo —dijo uno de los indios.

Sosteniendo en brazos a su padre, Joao se volvió hacia la pareja.

—No sé quiénes sois ni por qué habéis soltado aquí esos bichos; pero mi padre se está muriendo y necesita ayuda. ¡Fuera de mi vista!

—Obedece o moriréis los dos —dijo el indio que tenía la flauta en la mano—. ¡Entrad!

—Mi padre necesita su medicina y un médico —suplicó Joao.

No le gustó la forma en que el indio gesticulaba con la flauta. Los movimientos sugerían que la flauta era un arma.

—¿Qué le ocurre a tu padre? —preguntó el otro indio, mirando con curiosidad al anciano Martinho, cuya respiración se le hacía cada vez más fatigosa.

—Es el corazón —explicó Joao—. Ya sé que vosotros los campesinos…

—No somos campesinos —dijo el de la flauta—. ¿El corazón?

—La bomba —repuso el otro.

—La bomba —repitió mecánicamente el indio de la flauta. Se puso en pie junto al banco del laboratorio e hizo un gesto—. Pon a tu padre aquí.

A pesar del temor que Joao sentía por el estado de su padre, quedó extrañamente sorprendido por la apariencia de aquel par de indios en cuya piel se advertían unas finas líneas escamosas, y un brillo desusado en sus ojos. ¿Estarían bajo el efecto de algún narcótico de la selva?

—Pon a tu padre aquí —repitió el de la flauta. Y de nuevo apuntó hacia el banco—. La ayuda puede ser…

—Conseguida —dijo el otro.

—Conseguida —repitió el de la flauta.

Joao enfocó la masa de insectos pegada a las paredes del laboratorio y la quietud expectante de sus formaciones. Eran todos como el del estudio. Idénticos.

La respiración del anciano Martinho se hacía más débil y más rápida. Joao sentía la agonía de su padre. Pensó, con desesperación, que se estaba muriendo.

—La ayuda puede ser conseguida —repitió el indio de la flauta—. Si obedeces, no haremos daño. —Levantó la flauta con un gesto y ordenó—: Obedece.

El gesto no daba lugar a dudas. Aquella cosa era un arma.

Lentamente, Joao entró en el camión, se aproximó al banco y dejó caer a su padre en la acolchada superficie. El indio de la flauta le ordenó que diese unos pasos atrás. Joao obedeció.

El otro indio se inclinó sobre la cabeza del anciano Martinho y le levantó el párpado. Aquel movimiento denotó una destreza profesional que sorprendió a Joao. El indio presionó con suavidad en el diafragma del moribundo, le quitó el cinturón y aflojó el cierre de la camisa. Un dedo rechoncho y moreno presionó la arteria del cuello del anciano.

—Muy débil —carraspeó de forma extraña.

Joao miró más atentamente al indio, preguntándose quién sería aquel curandero brujo de las fragosidades del interior que actuaba como un médico.

—Hospital —convino el indio.

—¿Hospital? —preguntó el de la flauta.

Un chirrido sibilante se escapó de los labios del otro.

—Hospital —repitió el de la flauta.

Aquel silbido chirriante era como una reminiscencia del eco que Joao oyó poco antes en el césped de la finca. El de la flauta hizo un gesto autoritario hacia Joao.

—Tú. Ponte al frente y maniobra con este…

—Vehículo —dijo el que estaba junto al padre de Joao.

—Vehículo —repitió el de la flauta.

—¿Hospital? —suplicó Joao.

—Hospital —convino el de la flauta.

Una vez más, Joao miró hacia su padre. El anciano parecía muerto. El otro indio ya preparaba al señor Martinho para emprender el vuelo. Para ser un indio del interior, se mostraba de lo más eficiente.

—Obedece —ordenó el de la flauta.

Joao abrió la escotilla del compartimiento frontal, se deslizó en su interior y sintió que le seguía el brazo armado del indio. Gotas de lluvia comenzaron a caer sobre la curva superficie del parabrisas. En la más completa oscuridad, Joao miró con atención a los mandos del aparato al cerrar tras él la escotilla. Conectó las luces de posición y advirtió que el indio estaba acurrucado tras él sin dejar de apuntarle con la flauta a guisa de arma.

Joao pensó que debería tratarse de cualquier tipo de arma ofensiva, probablemente con veneno.

Apretó el pulsador de ignición, se ajustó el cinturón y esperó lo preciso para que las turbinas alcanzasen la debida velocidad. El indio continuaba acurrucado tras él, sin ninguna protección y en situación vulnerable si el vehículo efectuase un rápido giro de vuelo.

Joao conectó el panel de mandos con el laboratorio situado en la parte trasera, cuyas puertas cerró por control remoto. Su padre yacía en el banco, sujeto con los cinturones de seguridad. El otro indio se situó a su cabecera.

Las turbinas alcanzaron su punto máximo. Joao encendió las luces y puso en funcionamiento la impulsión hidrostática. El vehículo se levantó del suelo unos diez centímetros, adoptó un ángulo de vuelo ascendente e incrementó la fuerza de desplazamiento. Se volvió hacia el sendero que conducía a la finca, se elevó dos metros más para aumentar velocidad, y se dirigió hacia las luces del bulevar.

—Gira hacia las montañas que hay allí —le susurró el indio al oído, mientras que con la mano le señalaba un punto situado a la derecha.

Joao comprobó que la Clínica Alejandro se hallaba en aquella precisa dirección. Obedeció girando en aquel sentido. Se elevó otro metro y aumentó la velocidad. Conectó el intercomunicador y dispuso el funcionamiento del amplificador de sonido situado bajo el banco donde descansaba su padre.

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