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Authors: Maite Carranza

El clan de la loba (33 page)

Karen estaba nerviosa y se retorcía las manos. Se sentía culpable. Traspasar su carga a Anaíd había sido una forma de liberarse de su dolor.

— Lo siento, Anaíd, pero tenía que decírtelo.

Sin embargo Karen salió de la casa con la cabeza gacha. No parecía que se hubiera liberado de ningún peso. Ahora arrastraba también la pena de Anaíd.

Una vez sola, Anaíd se tragó sus lágrimas e irrumpió en la habitación de Selene. Necesitaba aferrarse a algo. Necesitaba sentir el amor de su madre. Abrió sus cajones y vació sus armarios ansiosamente en busca de una prueba de amor a la que acogerse.

Y la encontró en el interior de una vieja caja de zapatos donde Selene había escrito con su letra picuda: «Anaíd, mi niña».

En ella guardaba sus dientes de leche dentro de una pequeña cajita de nácar, unos diminutos zapatos de charol que supuso que serían los primeros que calzó y un medallón con cadena de plata.

Anaíd, nerviosa, buscó con dedos temblorosos el mecanismo de abertura del medallón. Por fin lo consiguió. Y mientras lo contemplaba arrobada, sintió cómo su inquietud se disolvía.

Una de las carátulas del medallón contenía una fotografía suya de niña. En la otra, un mechón rojo del cabello de Selene. Al cerrarlo, su imagen y el cabello de su madre se unían y permanecían en estrecho contacto.

Anaíd respiró satisfecha y se colgó el medallón del cuello, junto a la bolsa de cuero que contenía su atame y su vara, muy cerca del corazón.

Miró su reloj. No podía esperar a la noche, necesitaba comunicarse con los espíritus antes de que fuera demasiado tarde.

Su habitación estaba sumida en la más completa oscuridad, pero ella los conminó a salir, los llamó, rogó su presencia. Todo en vano, hasta que recibió una respuesta ronca. El caballero y la dama se excusaban por no poder aparecer ante ella. Cristine Olav los había condenado a carecer de rostro. Anaíd, contrariada, deshizo el conjuro.

— Yo os ordeno regresar con voz y rostro al mundo de los espíritus al que os condenó vuestra maldición —murmuró agitando su vara de abedul.

Descompuestos e incrédulos, la dama y el caballero comparecieron ante su presencia. Su sorpresa fue auténtica.

— Oh, bella dama, ¿sois realmente la misma?

— ¿Ha sido vuestro poder capaz de contrarrestar el conjuro Odish?

Pero Anaíd no tenía tiempo para las adulaciones a las que los espíritus eran tan propensos.

— Vengo a cumplir mi juramento y a daros el descanso que me pedisteis, pero antes necesito que convoquéis a Deméter.

La dama y el caballero se miraron sonrientes y desaparecieron al unísono. Anaíd los esperó impaciente. Su retorno fue una fiesta.

— Deméter te espera en la cueva a la hora crepuscular. Antes de que el último rayo de sol desaparezca del bosque.

Anaíd se molestó.

— Yo creía que aparecería con vosotros.

— Bella joven, los muertos son los que escogen sus citas, no al contrario.

— No es fácil concertar una cita con ellos.

— Algunos se niegan, no desean regresar.

Anaíd los mandó callar con un gesto brusco.

— Pues bien, una vez haya hablado con Deméter, os concederé vuestro deseo.

— Pero bella dama..., eso no es justo.

— Por favor, hermosa joven, concédenoslo ahora...

Anaíd, impasible, consideró que debían reflexionar sobre su última traición.

— ¿Ah, sí? ¿Y quién informó de mi paradero a Cristine Olav?

Acto seguido desapareció de la habitación y los dejó sumidos en sus pensamientos.

Anaíd llegó a la cueva a la hora que Deméter le había indicado. Estaba nerviosa observando hacia todos los rincones y estremeciéndose por los juegos de sombras que inocentemente provocaba la luz de su lamparilla de gas. En cada una de las esperpénticas proyecciones de las estalactitas y estalagmitas creía ver la sombra de su abuela.

Pero Deméter apareció bajo una apariencia insospechada.

La loba, la gran loba de pelaje gris y ojos sabios surgió de las profundidades de la gruta y la saludó con un aullido.

Anaíd la reconoció y quiso abrazarla, pero la loba se retiró a un lado y habló en la lengua de los lobos.

— Te están esperando, Anaíd, y no hay tiempo que perder. Yo te protegeré de ellas.

— ¿De quiénes?

— No importa, saben que vas a intentarlo, pero no mires atrás. Yo estaré aquí para cubrir tu retaguardia. ¿Estás segura de que quieres intentarlo?

— Sí.

— Debes seguir el camino esta misma noche. Cabalgarás el último rayo del crepúsculo para internarte en el mundo de las tinieblas. No temas, yo te indicaré cómo.

Anaíd se retorció las manos angustiada.

— Necesito saber si mi madre nos ha traicionado.

Sin embargo la loba no respondió a su pregunta.

— Regresarás, con Selene o sin ella, cabalgando el primer rayo del amanecer. Recuérdalo bien, porque si no lo hicieras quedarías atrapada en las tinieblas para siempre.

— ¿Cómo sabré si Selene es una de las nuestras?

— No esperes certezas antes de asumir los riesgos. Tú deberás decidir y la dificultad de la decisión será tuya y sólo tuya. Ahora sígueme y recuerda, no mires atrás.

Anaíd se puso en pie y corrió tras la vieja loba, que se adentró en el bosque escogiendo con acierto los atajos más rápidos. Sentía la amenaza cerniéndose a sus espaldas, rodeándola, notaba la quemazón de unos ojos punzantes filtrándose entre las hojas de los robles, el susurro engañoso llamándola, invitándola a detenerse, y sentía unas ganas imperiosas de girarse, pero no lo hizo. Alcanzaron el claro cuando el último rayo solar se despedía con un leve estertor.

— ¡Ahora! ¡Cabalga! —le ordenó la loba.

Un rugido atronador resonó a sus espaldas. Anaíd se detuvo, la loba luchaba gruñendo, aullando, se defendía, la defendía a ella contra alguien que intentaba apresarla. Anaíd dudó, deseaba ayudar a su abuela, encarar el peligro sin miedo, cara a cara, pero recordó la advertencia de Deméter y su condición de espíritu y no cedió a su curiosidad.

— ¡Ya! —gritó Deméter.

Y obedeciendo la orden de la loba, saltó sobre el rayo de sol que hendía la tierra. Anaíd, con su largo cabello refulgiendo al sol, cabalgó el último rayo hundiéndose con él en las tinieblas.

TRATADO DE DOLS

Desde este tratado nos proponemos desarrollar la tesis de la probable pertenencia de la elegida al clan de la loba.

Nuestra tradición, alojada ya en el inconsciente colectivo, es rica en alusiones a la supuesta perversidad y agresividad del lobo, y consecuentemente de la loba. A menudo ha sido considerado como una «criatura de las tinieblas», incluso vinculada al demonio.

No es de extrañar que un depredador como el lobo, único capaz de hacernos frente en la naturaleza que nos rodea, y que actúa de forma organizaba y efectiva, despierte los ancestrales miedos a ser cazado. Sin embargo, en la milenaria pugna entre lobo y hombre, las agresiones del lobo frente a las nuestras son infinitamente menores. La prueba es la actual situación de su especie.

Los mitos de Rómulo y Remo o el de Gárgoris y Habis presentan situaciones similares, en las que cachorros humanos son amamantados por lobas. Los indios norteamericanos ven en el lobo un honorable competidor, al que respetan y admiran. El ideograma chino para representar al lobo significa literalmente «perro distinguido», tal vez por el aspecto rasgado de sus ojos.

El lobo constituye uno de los motivos animales más representados en vasos, urnas y platos ceremoniales de los antiguos iberos, casi siempre reflejando el carácter infernal de este animal (ojos ligeramente rascados, orejas puntiagudas, belfos distendidos dejando ver los dientes triangulares y los colmillos). La vinculación del lobo a las creencias de ultratumba se halla atestiguada en toda el área mediterránea. Hubo zonas de la España prerromana en que el lobo era representado como animal totémico en monedas, sustituido más tarde por la loba romana. Igualmente, el mito de la licantropía ha formado parte desde antiguo de nuestro acervo cultural. El hombrelobo figura en multitud de dichos y leyendas y con diversos nombres, sobre todo en el área occidental de la Península.

Teniendo en cuenta dichos precedentes, ubiquemos la posible zona geográfica en la que según Om crecerá la elegida y el clan que le infundirá su saber. Desde estas páginas descartaré la posibilidad de que se trate de los Alpes ni los Apeninos, y optaré por defender la teoría de Rivana sobre los Pirineos. Demostraré igualmente el mayor número de posibilidades de que la elegida pertenezca al clan de la loba ante las hipótesis no descartadas hasta el momento de que fuera del clan de la osa o la zorra.

Capítulo XXX: El mundo opaco

Anaíd no notó la diferencia y creyó que estaba en el mismo lugar del que había partido. Se encontraba en el claro del bosque, a su alrededor crecían los robles y entre las copas, a lo lejos, se erguían las siluetas de las cumbres familiares.

Y sin embargo la luz no era la misma.

Al principio lo atribuyó al anochecer, pero al cabo de un rato comenzó a acusar la diferencia. La luz no variaba. Siempre era igual: desvaída, mate y privada de contrastes. Apenas se distinguían los colores. No había colores. Anaíd se frotó los ojos. ¿Estaba en un mundo paralelo? ¿Era aquí donde habitaba Selene? No le pareció un lugar especialmente siniestro. Le evocó las tardes de tormenta otoñales cuando las nubes filtran el sol provocando una luz espectral.

De pronto, una risa. Al cabo de un instante otra. Y otra. A su alrededor surgieron miles de risas. Un ejército de risas infantiles. Amenazadoras. Insolentes.

Anaíd, nerviosa, se puso en pie. ¿Quién se reía?

— ¿Hay alguien ahí? preguntó con entereza.

— Yo estoy ahí. ¿Y tú?

— Yo también estoy.

— ¿Dónde estás tú?

— Estoy ahí.

— Yo no sé dónde estoy.

Y de nuevo las risas de burla. Pero Anaíd no se dejó amedrentar. Tras cada voz debía de esconderse alguien, así que se trataba de averiguar quién era ese ser. Se internó en

el bosque y buscó. Buscó con los ojos abiertos levantando la hojarasca del suelo, hurgando en las raíces de los robles, levantando las piedras. Estaban por doquier, a centenares, a miles como las hormigas. Eran los duendes del bosque, descarados y diminutos —apenas unos pocos centímetros— que salían a molestarla.

Pues bien. No se dejaría provocar.

— Ya sé quiénes sois. No os escondáis.

— Qué niña tan lista.

— Más que lista, listísima.

— ¿Estás lista?

— Cuidado, no me fío de los listos.

Anaíd pataleó impaciente; si cada comentario tenía que suscitar tamaña sarta de estupideces, prefería callar. Hizo su último intento, pero con garantías. Se agachó velozmente y acertó a agarrar a un hombrecillo juguetón que cabía en el hueco de la palma de su mano. La cerró y sintió cómo pataleaba, golpeaba con sus puñitos y hasta le mordía con saña. Luego se tranquilizó. Anaíd susurró muy suavemente:

— Busco a Selene.

Y en el acto sus palabras, a pesar de la confidencialidad con que fueron pronunciadas, se escamparon por el bosque a la velocidad de la luz.

— Busca a Selene.

— La hermosa niña busca a Selene.

— Qué lista es la joven que quiere encontrar a Selene.

— Llegó con el rayo de sol y quiere a Selene.

— ¿Dónde está Selene?

— En el lago.

— En la cabaña.

— En la cueva.

Anaíd respiró un par de veces antes de gritar enfurecida:

— ¡Basta!

Nadie la obedeció, sin embargo, y continuaron los comentarios infinitos y tontos acerca del paradero de Selene. Hasta que desde las ramas de los árboles, un petirrojo la avisó:

— Cuidado con la condesa, niña.

— ¿La condesa? ¿Quién es la condesa? —preguntó Anaíd.

Y de nuevo se prodigaron centenares de comentarios estúpidos a su alrededor:

— La niña no sabe quién es la condesa.

— Si la condesa encuentra a la niña, sabrá quién es la condesa.

— Selene sí que conoce a la condesa.

— ¿Duerme la condesa?

— ¡Ay, si la niña despierta a la condesa!...

Anaíd se desanimó. No podía quedarse ahí rodeada de duendes burlones. Así pues, comenzó a caminar en una dirección. Si, como suponía, se hallaba en el mundo paralelo al mundo real, regresaría a su casa. Y se puso en camino por el viejo sendero. El duende prisionero pataleaba rabioso, pero Anaíd también estaba rabiosa y no le hacía el más mínimo caso.

Al final, después de una larga caminata, se dio cuenta de que se había equivocado en sus suposiciones.

El sendero acababa bruscamente y ante ella se alzaba un muro de escarpadas rocas. Allí donde debían comenzar los primeros vestigios de civilización se acababa el mundo opaco.

— Está bien —se dijo—, regresaré de nuevo al claro del bosque y me dirigiré al lago.

Dio media vuelta, pero se perdió sin remedio. Anaíd, que conocía el bosque como la palma de su mano, descubrió que el río cambiaba de curso a su antojo. Se dio cuenta al cruzar tres veces por el mismo lugar. Era desesperante. Avanzaba en círculos, porque aunque ella caminase en línea recta, el río también caminaba y se cruzaba continuamente en su camino.

Entonces entendió la diferencia que había con el mundo real. Nada era previsible. Ni siquiera existía la bóveda celeste. El firmamento era una mancha grisácea suspendida sobre sus cabezas. Sin estrellas, sin luna, sin sol. Sin astros.

Nunca encontraría a Selene.

Nunca conseguiría regresar a su propio mundo.

Se sentó sobre una piedra y se echó a llorar desconsoladamente. Todas las lágrimas que se había ido tragando fluyeron como un manantial y cayeron por sus mejillas y se derramaron sobre la tierra empapándola. En su desespero abrió su mano y dejó escapar al duendecillo. Pero el duende no se movió. Se quedó mirando con cara de pocos amigos hacia el lugar donde caían las saladas lágrimas de Anaíd y donde había surgido un pez sin escamas, enterrado largo tiempo, que se revolcaba sobre la tierra mojada.

— ¡Oh, así, qué maravilla! Llora, llora más. ¡Qué saladas y qué ricas son tus lágrimas! Ya era hora; desde que el mar se retiró, he estado esperando este momento.

Y eso indignó al duende.

— Vuelve a enterrarte, bicho inmundo.

— No me da la gana.

Entonces el duendecillo se encaró con Anaíd.

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