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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción

El conquistador (13 page)

Contrariando mis planes, ahora deberíamos tocar tierra para reparar el casco y construir un nuevo remo. De modo que debimos cambiar el curso de la nave con rumbo Este cuarta Sureste.

Estábamos cerca de la isla de Quisqueya. Las montañas que se veían corresponden a Hay-ti, que en idioma taíno significa «tierras altas».

Divisamos una lengua de arena junto a un pequeño acantilado de piedra y creí que era ése un buen lugar para fondear. Mandé a los dos hombres que habían reñido a que nadaran hacia la tierra firme para ver que no hubiese peligros. Los elegí en parte como castigo por lo que habían hecho, y en parte para que, compartiendo una tarea riesgosa, estuviesen obligados a protegerse el uno al otro.

No habían terminado de alcanzar la costa cuando vimos surgir de entre los arbustos una enorme cantidad de nativos armados con lanzas y flechas de punta roja, cuyo color vivaz, igual que la piel de las serpientes, advertía que tenían veneno. Estaba seguro que eran esos los canibas que devoran hombres.

P
ERRO
10

Es en estas circunstancias extremas cuando realmente se ve quién es quién. Al ver a los amenazantes nativos que surgían de entre el follaje, algunos de los mexicas exigían que desplegáramos velas y huyéramos remando con todas las fuerzas antes de ser alcanzados por las flechas. No les importaba en absoluto dejar allí a sus compañeros. Ninguno de los huastecas se sumó a la exhortación y los demás mexicas tampoco estaban dispuestos a abandonar a los dos hombres.

Mi segundo, Maoni, me dijo que me tranquilizara, que no eran los temibles canibas, sino sus más encarnizados enemigos, los ciguayos. Maoni, desde el barco, les habló en la lengua de ellos, el taíno. Después de cambiar algunas palabras con su jefe, los nativos bajaron sus armas y, con gestos amigables, vinieron hacia nosotros. Se mostraban maravillados por nuestro barco; lanzándose al agua, nadaban en torno de la nave señalando la enorme serpiente emplumada que la adornaba, cuyos colmillos antes los habían llenado de miedo. Maoni me dijo que no era conveniente que nosotros, los mexicas, nos presentáramos como tales, ya que, como he dicho, nos guardan un temor hostil.

Muchos de los nativos mostraban gran interés en subir a bordo del barco para conocerlo por dentro. Quizás esta actitud naciera de la franca curiosidad; pero sospechaba yo que tal vez su jefe los había mandado para examinar qué teníamos en la nave y así descubrir cuáles eran nuestros propósitos. Maoni, en señal de amistad, invitó a un grupo de hombres a que subieran a cubierta y les tendió una cuerda para que pudiesen trepar. Los huastecas se dirigían a los ciguayos como si fuesen viejos amigos. Y de alguna forma lo eran, ya que hasta no hacía mucho tenían un comercio fluido con ellos. Yo bajé a la bodega y volví con algunos regalos: unos cuantos sacos de cacao y algunas piedras de obsidiana. A cambio, y como muestra de buena voluntad, ellos se acercaban en canoas trayéndonos papagayos, hilo de algodón en ovillos, azagayas, piedras del color del mar que nunca antes había visto y muchas otras cosas.

Todos se mostraban muy amigables, salvo el
cacike
, palabra que en idioma taíno designa al «jefe grande», que, sin embargo, no se corresponde con nuestro
tlatoani
.

Este cacique era un hombre muy extraño. Era un hombre viejo, algo gordo y extremadamente bajo, que fumaba una hoja enrollada de
piciyetl
, que aquí llaman
coiba
, quien permanecía en actitud desconfiada. El hombre estaba sentado en una gran silla de red, llamada por los nativos
hamaca
, sostenida por dos hombres que sujetaban los extremos del palo de la cual pendía. El jefe grande no podía permitirse tocar tierra con sus pies, de modo que, cuando quería dirigirse a la espesura donde no cabía la hamaca, era cargado como un niño por alguno de sus edecanes. Incluso vi cómo era pasado de mano en mano entre varios hombres para desplazarse de aquí para allá.

Mientras los huastecas hacían buenas migas e intercambiaban saludos, brazaletes y collares con los ciguayos, los mexicas se mostraban atemorizados y algo hostiles. Yo temía que pudiesen tener alguna actitud belicosa u ofensiva que derivara en violencia. En estas circunstancias de tensa y excesiva cordialidad las cosas pueden cambiar de un momento a otro: las altisonantes declaraciones de afecto pueden convertirse en agravios y las palmadas de amistad en puñetazos.

Bajé a tierra con Maoni llevando bien visible mi espada a la cintura. El negro filo de la obsidiana siempre es bueno para amedrentar o prevenir algún acto de hostilidad. Nos presentamos ante el jefe y nos inclinamos ante su hamaca en señal de respeto. Maoni, sin mirarlo a los ojos, le hablaba en su lengua. Yo no podía entender qué decían, pero advertía en la expresión y el tono del cacique cierta gravedad. El jefe era un hombre muy inquieto, por así decir, y, mientras conversaba, exigía que lo llevaran de un lado a otro. Y así iba Maoni detrás del cacique que estaba montado a horcajadas sobre los hombros de su edecán.

Al cabo de una extensa y agotadora conversación, Maoni me tradujo el diálogo: el jefe quería saber cuál era el propósito de nuestra expedición; él le explicó que era un simple viaje de reconocimiento sin propósitos militares ni comerciales; que, de hecho, no teníamos intenciones de tocar tierra: tuvimos que hacerlo por razones de fuerza mayor y solicitábamos su permiso para poder reparar la nave y así seguir viaje. El jefe no se mostró muy convencido de la explicación de Maoni, pero nos autorizó a tomar lo que necesitáramos para reparar la nave y partir cuanto antes. Según le dijo a mi segundo, su preocupación no era nuestra expedición, sino que el barco pudiera haber llamado la atención de sus enemigos, los canibas, que estaban acechando y hostigando sus asentamientos durante los últimos tiempos.

La noticia no era tranquilizadora, ya que los canibas sí podían representar un verdadero peligro para nuestra expedición. De modo que, habiendo obtenido el permiso del jefe, le agradecí con una reverencia y ordené a mis hombres que pusieran manos a la obra cuanto antes. Maoni se internó en la espesura con el propósito de encontrar una madera adecuada para fabricar un nuevo remo, mientras yo me quedé junto al cacique en señal de respeto.

Mucho había llamado mi atención la belleza de las mujeres taínas. Sólo usaban un taparrabos y nada cubría sus pechos. Su piel era del color de la madera de un árbol muy precioso y abundante por estas playas llamado
caoba
. Siempre con una sonrisa a flor de labios, su mirada resultaba sugerente y sensual. Mi amada Ixaya, si tuviese lugar en mi barco, no dudaría en llevar una o dos de estas mujeres como concubinas; si las vieras coincidirías conmigo. Con gusto las acogerías si fueses mi esposa.

El cacique, que había sido colgado con un artefacto que lo sostenía desde la entrepierna y los hombros, iba y venía con mucha velocidad a lo largo de una cuerda sujeta por los extremos a dos árboles, impulsado por dos hombres que lo arrojaban con fuerza. En un momento se detuvo junto a mí y, tal vez advertido de la forma en que yo miraba a sus mujeres, me preguntó algo que no llegué a comprender. Señalaba a un grupo de jovencitas y repetía con insistencia la palabra
cocomordán
. Finalmente, deduje que me estaba preguntando si conocía yo el
cocomordán
. Negué con la cabeza. Nunca antes había escuchado esa palabra. El cacique sonrió, llamó con un gesto de su mano a una de las jóvenes y le dijo algo al oído. La muchacha rió con ganas, me miró, se acercó hasta mí, me tomó de la mano y me condujo hacia la espesura.

Mi amada Ixaya, no tengo palabras para describirte las delicias del
cocomordán
. Lo que sí es seguro, es que volveré a esta bendita isla para tomar a esta mujer y llevarla a Tenochtitlan. Será una excelente concubina y tendrá mucho que enseñarte cuando seas mi esposa.

Había pasado ya el mediodía y Maoni todavía no había regresado. Empecé a inquietarme. Pese a su juventud, era el más experimentado e inteligente de la tripulación, de modo que me tranquilicé en la idea de que no era posible que pudiera perderse en la selva. Por otra parte, era poco probable que lo atacaran los ciguayos o los taínos, ya que, además de dominar perfectamente su lengua, sabía cómo ganarse el respeto. Un posible encuentro con los canibas, me dije, era aún menos factible, dado que, de presentarse éstos, lo harían por mar y no por tierra. No acabé de imaginar semejante cosa cuando, como por efecto de mi propio pensamiento, vi aparecerse desde el horizonte el mástil de una embarcación. De inmediato, los ciguayos entraron en pánico: daban gritos y corrían de aquí para allá, sin atinar a tomar una resolución unánime. Un edecán descolgó rápidamente a su cacique de la cuerda, lo colocó sobre sus hombros y corrió con él. Pero en la caótica huida no calculó la altura de una rama, haciendo que el jefe golpeara su cabeza y cayera a tierra. No alcancé a ver si llegaron a recogerlo.

Cuando volví a mirar hacia el mar pude comprobar que, detrás de aquel primer barco, surgían decenas de mástiles iguales. Ahora, sí, se trataba de los temidos canibas. Las prevenciones del cacique tenían fundamento: nuestra nave, fondeada cerca de la costa de la isla, había conseguido llamar la atención de los hombres más peligrosos que asolaban las islas.

Viendo la enorme cantidad de barcos, e imaginando el número de hombres que podía transportar cada uno, un capitán ciguayo ordenó a los suyos un rápido repliegue hacia la selva. Mientras veía cómo los nativos se perdían en la espesura, yo no resolvía qué hacer: si huíamos junto a ellos nuestra nave quedaría a merced de los atacantes, si los enfrentábamos, la inferioridad numérica nos depararía una segura derrota. La alternativa que nos quedaba era la más débil pero, finalmente, la única: la diplomacia. Cuando miré hacia tierra firme, pude ver que sólo habíamos quedado mi tripulación y yo, repartidos entre el barco y la playa. Apenas un puñado de hombres contra decenas de barcos hostiles. De pronto comprendí que la salida diplomática presentaba una enorme dificultad: mi virtual canciller, Maoni, nunca había vuelto de su excursión a la espesura. Era él quien mejor hablaba el taíno, lengua propia también de los canibas, quien conocía sus costumbres y protocolos, y sabía cómo dirigirse a sus jefes. Mis compatriotas no eran hombres precisamente educados en la política; al contrario, se diría que carecían de toda educación.

Mientras pensaba todas estas cosas, sus canoas ya estaban fondeando junto a nuestro barco. Eran doce naves, en cada una de las cuales había entre diez y quince hombres. Se veían temibles. Tenían sus rostros pintados con fieros motivos y alrededor del cuello llevaban collares con dientes y huesos que parecían humanos. Al verlos comprendí por qué los demás nativos los llamaban
karibes
, palabra que, como he dicho, en taíno significa «hombres malos». Ordené a mis hombres que no empuñaran las armas y permanecieran quietos y en silencio. Ellos, por su parte, nos apuntaban con sus flechas y enarbolaban las lanzas. Me dije que si los ciguayos, aun siendo superiores numéricamente, huyeron ante la sola mención de la palabra «caniba», tal vez no deberíamos ocultar nuestra condición de mexicas. Los pueblos de estas islas han oído hablar del poderío militar de Tenochtitlan y han visto el efecto devastador de nuestros ejércitos sobre varios de los pueblos de la costa continental. El nombre de Huitzilopotchtli tiene para ellos resonancias aterradoras y nadie se enfrenta a sus huestes sin saber a qué atenerse. De modo que, señalando hacia la serpiente emplumada que mostraba sus amenazantes colmillos, le dije con voz firme al que parecía ser el jefe: «Yo te saludo en el nombre de Quetzalcóatl. Me llamo Quetza y soy el enviado de Tizoc,
tlatoani
de Tenochtitlan».

Aunque el jefe no entendía el náhuatl, resultó evidente que sí había comprendido que éramos mexicas. Pude advertir un gesto de preocupada indecisión. Entonces agregué: «Venimos en paz. Sólo nos detuvimos a reparar el barco para poder volver a las posesiones que nos legara Huitzilopotchtli, Señor de la Guerra, en la Huasteca». Estas últimas palabras produjeron un efecto inmediato: la invocación del nombre del Dios de los Sacrificios hizo que les temblara el pulso. Sin embargo, el jefe no ordenaba a sus hombres que bajaran las armas. Gritó una palabra para mí incomprensible hacia una de las canoas y esa voz se fue pasando de una a otra embarcación, hasta que uno de los barcos que estaban más alejados se acercó hasta nosotros. Un hombre bajo, de aspecto algo diferente del resto, se pasó a la canoa del jefe y se paró junto a él. El cacique le dijo unas palabras y, para mi asombro, el otro hombre, dirigiéndose a mí, las tradujo a mi lengua. «Te saludo en el nombre de los Dioses de la Buenaventura para que te protejan de Juracán, Dios de los Vientos y las Tempestades.» Ése fue su saludo que, ciertamente, dejaba entrever una velada amenaza: así como yo había invocado el temible nombre de Huitzilopotchtli, él me advertía que estaba dispuesto a atacar bajo la advocación de su Dios, Juracán.

De manera poco amistosa y sin que sus hombres dejaran de apuntarnos con sus armas, nos invitó a que bajáramos a tierra para conversar. Así lo hicimos. Mientras él, su lenguaraz y dos de sus oficiales se acomodaban sobre una manta, hicieron que nosotros nos sentáramos sobre la arena para dejar en claro quién tenía la voz de mando. Mientras tanto, sus huestes desembarcaban adueñándose del lugar sin resistencia alguna, dado que de los ciguayos no había quedado rastro alguno. Con asombro, vi que detrás de la tropas canibas iban decenas de animales, aunque no sé si merecen ser llamados así: tenían el tamaño y el cuerpo de un perro pequeño, pero sobre sus cuellos caninos se erguían cabezas humanas. Iban de aquí para allá olisqueando todo, pero no presentaban hocico, sino una clara y prominente nariz de hombre. No ladraban, más bien emitían un sonido semejante a un murmullo. Solían disputarse a dentelladas los restos de comida que habían dejado los ciguayos en su huida. En estos casos, adoptaban expresiones fieras y gruñían algo similar a las palabras. Ignoro con qué propósito los utilizaban los canibas pero, pese a su pequeño porte, estas bestias inspiraban mucho miedo en mis hombres.

Si hasta antes de la llegada de los canibas me preocupaba la larga ausencia de mi segundo, Maoni, ahora me inquietaba que pudiese aparecer, inadvertido de la nueva situación, y que le dieran muerte. De modo que me pareció oportuno avisar al cacique sobre la incursión de Maoni en la selva, para que no fuese confundido con un ciguayo. Así se lo hice saber y me dijo que no me preocupara por él, que en muestra de buena voluntad lo mandaría a buscar y lo traería conmigo. De inmediato quiso conocer el motivo de nuestra visita a esas lejanas islas. Sabiendo yo que los canibas llevaban largo tiempo intentando dominar las islas, le dije que veníamos con la misión de establecer con ellos lazos comerciales. El lenguaraz tradujo mis palabras y, para mi estupor, el cacique largó una carcajada estruendosa y prolongada. Repitió las palabras a sus hombres y entonces todos se contagiaron su risa. Los perros con rostros humanos se acercaron, inexpresivos, aunque moviendo sus colas en señal de alegría y dando saltos en torno del cacique. Yo no entendía cuál era el motivo de esas risotadas, si habían comprendido otra cosa, si era un gesto amistoso de satisfacción por la propuesta o si, al contrario, era un sonoro desplante. Parecía aquella una actitud llena de malevolencia. Después de meditar un rato y todavía sacudido por espasmos de risa, comenzó a hablar al intérprete sin dejar de mirarme, a la vez que señalaba su abdomen. Una vez que concluyó, contuvo la risa para que el hombre tradujera sus palabras: «Lo mismo dijimos nosotros a los ciboneyes, a los macorixes y a los ciguayos: "venimos en son de paz para hacer buenos negocios". Y con algunos hicimos tratos muy apetecibles», decía sin dejar de tocarse el vientre y mostrando sus collares con dientes y huesos humanos. De pronto la risa se le borró de la cara y, con un gesto súbitamente grave, volvió a hablar: «Lo primero que dice un jefe antes de invadir es: "venimos a hacer negocios".» Luego dio una orden a sus oficiales y pude ver cómo tomaban prisioneros a todos mis hombres atándolos de pies y manos. Los perros con cara humana corrieron tras ellos en actitud intimidante. Le dije al cacique que liberara de inmediato a mis hombres y que, en cambio, me tomara prisionero a mí. De inmediato le advertí que si la misión que había enviado mi
tlatoani
no volvía de regreso a Tenochtitlan durante los próximos días, él y su gente iban a tener que atenerse a las consecuencias. Le hice ver que aquel episodio podía significar el comienzo de una guerra. Si, al contrario, aceptaba nuestra amistad, mi
tlatoani
podía convertirse en su principal aliado en su lucha contra los demás pueblos de las islas. El cacique guardó silencio y me prometió que habría de considerar la propuesta. Mientras tanto mantendría bajo su protección a mis hombres, lo cual, en términos diplomáticos, significaba que permanecerían como prisioneros hasta que tomara una decisión. Un par de perros-hombre me daban vueltas sin dejar de olisquearme con sus narices humanas.

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