De todas maneras ya no me acuerdo de nada.
Venga, bonita, ya estoy harto, me di cuenta, agarrándome a la barandilla. Vamos a buscar este regalo, lo encontramos, nos lo llevamos y nos largamos de aquí.
Un bolso... Otro más... Con éste debían de sumar quince ya, me imagino...
—Si no le conviniera este artículo, la señora siempre puede cambiarlo por otro —dijo muy obsequiosa la vendedora.
Sí, sí, ya lo sé, gracias. La señora cambia las cosas muy a menudo. Y por esa misma razón ya no me como mucho la cabeza, ¿sabe...?
Pero me callé y pagué. Pagué.
Nada más salir del almacén, Mathilde se volvió a evaporar y yo me quedé ahí como un idiota, delante de un kiosco, leyendo los titulares sin enterarme de lo que decían.
¿Tenía hambre acaso? No. ¿Tenía ganas de darme un paseo? No. ¿No sería mejor que me fuera a la cama? Sí. Pero no. Si me iba ya no me levantaría más.
¿No sería mejor...? Un tipo me empujó para coger una revista y el que se disculpó fui yo.
Solo y sin imaginación, plantado en medio del hormiguero, levanté el brazo para parar un taxi y al conductor le di la dirección del estudio.
Me fui a trabajar, ya que se había convertido en lo único que sabía hacer. Ver las tonterías que habían hecho aquí mientras me había ido a ver las que estaban haciendo allí... Era más o menos eso mi trabajo, desde hacía unos años... Grandes grietas, una espátula ridícula y mucho barniz.
Al ir cogiendo experiencia, el arquitecto prometedor se había convertido en un albañil de poca monta. Calculaba en inglés, ya no dibujaba, acumulaba puntos de avión a tutiplén y se dormía acunado por el dulce ronroneo de las guerras de la CNN en camas de hotel demasiado grandes para él...
El tiempo se había nublado, apoyé la frente contra el cristal frío y comparé el color del Sena con el del Moskova, sujetando sobre mis rodillas un regalo sin importancia.
¿Estaba Dios en mi vida?
Era difícil decirlo.
2
Han venido, están todos aquí.
Vamos a nombrarlos por orden de aparición, que será más sencillo.
El que nos abre la puerta diciéndole a Mathilde huy pero cómo ha crecido, pero si es que se está convirtiendo en toda una mujer, es el marido de mi hermana mayor. Tengo otro, pero éste es de verdad mi cuñado preferido. Vaya, pero si sigues perdiendo pelo, me dice despeinándome, ¿esta vez sí te has acordado de traer vodka? Oye, pero ¿qué es lo que haces exactamente donde los ruskis? ¿Bailar el Kazatchok o qué?
¿Qué os decía...? Fantástico este cuñado, ¿no? Es perfecto. Bueno, hala, lo empujamos un poco para hacerlo a un lado, y el señor muy erguido que nos coge los abrigos y que está justo detrás es mi padre, Henri Balanda. Él en cambio no habla mucho. Ha renunciado. Me avisa de que tengo correo señalando la consola a mi izquierda. Le doy un beso rapidito. El correo que sigo recibiendo en casa de mis padres siempre son honores de excombatiente. Reuniones de promociones del instituto, ofertas de suscripción a revistas que no leo desde hace veinte años e invitaciones a coloquios a los que nunca voy.
Perfecto, le contesto, buscando con la mirada la papelera que no es una papelera, me repetirá después mi madre con una mueca, te recuerdo que es un paragüero. Una escena repetida desde tiempo inmemorial...
Mi madre a la que se ve de espaldas, justamente, al fondo del pasillo, en su cocina, atada a su delantal y ocupada en cubrir de grasa su asado.
Ahora se da la vuelta y besa a Mathilde diciéndole pero ¡cómo has crecido, estás hecha una señorita! Espero mi turno saludando a mi otra hermana, no a la mujer del pesado de antes, sino a la del tipo alto y delgado sentado al fondo. Este cuñado no es como el anterior. Éste es director de un supermercado Champion de provincias, pero comprende perfectamente las preocupaciones y la política económica de Bernard Arnault. Sí, el Bernard Arnault del grupo LVMH. Que es como un colega suyo, por así decir. Porque a fin de cuentas su trabajo es el mismo, ¿no?... No sigo. Dejo el verdadero disfrute para luego.
Ella, mi hermana, se llama Edith, y ya tendréis ocasión de oírla también. Hablará de lo que pesan las carteras escolares y de las reuniones de padres en los colegios, no, pero ahora en serio, añadirá rechazando una segunda porción de tarta, es increíble lo poco que se involucra ahora la gente. En la fiesta de fin de curso, por ejemplo, ¿quién vino a sustituirme en el taller de pesca con caña, eh? ¡Nadie! Pues bien, si los padres tiran la toalla, ¿qué se les puede pedir a los niños, vamos a ver? Bueno, no hay que tenérselo en cuenta, pobre Edith, su marido es el director de un Champion y eso que tiene talento para estar al frente de un hipermercado entero, lo ha demostrado, y el rincón perdido del colegio Saint-Joseph es el reino de Edith, así que, no, no hay que tenérselo en cuenta, pobre Edith. Lo único que pasa es que es una pesada y que tendría que cambiar de disco de vez en cuando. Y de peinado, ya que estamos... Sigámosla al salón, donde nos espera la otra cara de la misma moneda: mi hermana Françoise. La número uno. La señora del que hablaba del baile ruso, el Kazatchok, para el que se haya despistado o se haya quedado en la cocina todo este rato. Pues bien, ella por el contrario cambia a menudo de peinado, pero es aún más previsible que su hermana. De hecho, no hay nada que decir sobre ella, basta con repetir la primera frase que ha dicho en toda la noche: «Huy, Charles, pero qué mala cara tienes... Y... has engordado, ¿no?» Venga, también la segunda, que si no se me podrá reprochar que soy parcial: «¡Que sí!
¡Estás más fondón que la última vez, te lo aseguro! También es que te vistes siempre con tan poco gusto...»
No, no me compadezcáis, dentro de tres horas habrán desaparecido de mi vida. Al menos hasta la próxima Navidad, con un poco de suerte. Ahora ya no pueden entrar en mi habitación sin llamar a la puerta, y cuando se chivan, ya estoy lejos...
Y he dejado a la mejor para el final. Aquella a la que no se ve pero se la oye reír en el piso de arriba con todos los adolescentes de la casa. Sigámosle la pista a esa risa tan bonita, aun a costa de perdernos los cuencos de frutos secos...
* * *
—¡O sea, no me lo puedo creer! —me dice, frotándole el cuero cabelludo a uno de mis sobrinos—, ¿sabes de qué hablan estos tontorrones?
De paso me planta un par de besos.
—Míralos, Charles, mira qué jóvenes y qué guapos son todos... ¡Mira qué dientes más bonitos! —dice, levantando el labio superior del pobre Hugo—, ¡mira qué juventud más hermosa! ¡Todos esos millones de kilos de hormonas desbordándose por todas partes! Y... ¿y sabes de qué hablan?
—No —le contesto, relajándome por fin.
—De sus gigas, joder... Están aquí agitando sus cachivaches para comparar el número de gigas... ¿No te parece consternante? Cuando pienso que esta gente será la que pague nuestras jubilaciones, pellízcame, que me parece estar soñando. Y luego me imagino que compararéis el saldo de vuestros móviles, ¿no?
—Eso ya lo hemos hecho —se ríe Mathilde.
—Eh, ahora en serio, me dais pena, chavales... ¡A vuestra edad hay que morir de amor! ¡Escribir poemas! ¡Preparar la Revolución! ¡Robar a los ricos! ¡Viajar con mochila! ¡Largarse! ¡Cambiar el mundo! Pero los gigas... Los gigas... Pfff... ¿Y por qué no los planes de ahorro vivienda, ya que estamos?
—¿Y tú? —pregunta Marión, la ingenua—, ¿de qué hablabas con Charles cuando tenías nuestra edad?
Mi hermana pequeña se vuelve hacia mí.
—Pues nosotros... Nosotros a estas horas ya estábamos en la cama —mascullo—, o si no haciendo los deberes, ¿verdad?
—Desde luego. ¿O quizá me estabas ayudando a escribir un trabajo sobre Voltaire?
—Es muy probable. O estábamos adelantando los deberes de la semana siguiente... Y ¿te acuerdas?, nos entreteníamos recitando fórmulas de geometría de memoria...
—¡Es verdad! —exclamó su tía preferida—, ¡o ecua...!
El almohadonazo que acababa de recibir en plena cara no le dejó terminar la frase.
Contraatacó enseguida gritando. Voló por los aires otra almohada y una Converse, hubo otros gritos de guerra, salió despedido un calcetín hecho un ovillo, un...
Claire me tiró de la manga.
—Anda, ven. Ahora que hemos animado este cotarro, vamos a hacer lo mismo abajo...
—Eso ya va a ser más difícil...
—Anda, anda... Basta que me adose al chalado ese del Champion para alabarle los productos de la competencia, y ya lo tenemos...
Se da la vuelta en la escalera y añade muy seria:
—Porque en la competencia te regalan las bolsas, mientras que en Champion, ya puedes esperar sentado...
Ahoga una carcajada.
Es ella. Es Claire. Y lo consuela a uno de las otras dos, ¿no os parece? Bueno, al menos a mí siempre me ha consolado...
—Pero ¿qué estabais haciendo arriba? —se inquieta mi madre triturando su delantal—. ¿A santo de qué todos esos gritos? Mi hermana se defiende levantando las manos.
—Eh, la culpa no es mía, échasela a Pitágoras.
Mientras tanto había llegado Laurence. Estaba sentada en un extremo del sillón y ya se estaba tragando el gran plan de reestructuración de la sección de condimentos.
Bueno, vale, era su velada, su cumpleaños, y se había pasado el día trabajando pero... de todas maneras... Hacía casi una semana que no nos habíamos visto... ¿No habría podido venir a mi encuentro? ¿Levantarse? ¿Sonreírme? ¿O quizá simplemente mirarme?
Me deslicé detrás de ella.
—No, no, si es una buena idea poner los botes de ketchup con los de salsa de tomate, si tienes razón...
Eso es lo que le inspiraba mi mano sobre su hombro.
Enjoy
.
Cuando ya nos dirigíamos hacia el comedor, se percató por fin de mi careto, como dicen los adolescentes del piso de arriba, y me dijo:
—¿Has tenido buen viaje?
—Excelente. Gracias.
—¿Y me has traído un regalo para celebrar mis veinte años? —preguntó con tono caprichoso, agarrándose a mi brazo—, ¿una joya Fabergé, tal vez?
Desde luego... Es de familia...
—Muñecas rusas —gruñí yo—, ya sabes, una mujer bonita, y cuanto más te interesas por ella, más pequeña la descubres...
—¿Lo dices por mí? —bromeó alejándose.
No. Por mí.
Bromeó.
Bromeó alejándose.
Fue precisamente por ese tipo de inciso por lo que me había enamorado de ella, hace años, cuando su pie subía por mi pierna mientras su marido me explicaba lo que esperaba de mis servicios jugando con la vitola de su puro. Imprimiendo a ese inocente pedazo de papel un movimiento de vaivén que yo juzgaba... del todo imprudente...
Sí. Porque otra habría sido más previsible, más agresiva. ¿Lo dices por mí?, habría dicho en tono burlón, malhumorado, irónico, mordaz o arrogante, o me habría fusilado con la mirada, o habría dicho cualquier otra cosa menos cruel, pero ella no. No, ella no. La bella Laurence Vernes no...
Estábamos en invierno y había quedado con ellos en un restaurante elegantón del distrito ocho. «Para el café», había precisado él. Claro... para el café... Yo era un proveedor, no un cliente.
Como mucho, tomaríamos unas tejas o unas trufas cortesía de la casa, una tontería de nada.
Me presenté por fin.
Jadeante, desaliñado, voluminoso. Con el casco en la mano y mis rollos de planos bajo el brazo. Perseguido por un camarero tan horrorizado como obsequioso que se afanaba tras de mí, muy ocupado en desprenderme de mi molesto atavío. Me había arrebatado de las manos mi horrible cazadora y se había alejado, inspeccionando la moqueta pálida de su establecimiento. Imagino que buscaba como loco restos de grasa de motor, barro, o cualquier otro residuo que sin duda yo habría dejado.
La escena sólo duró unos segundos, pero me cautivó.
Ahí estaba yo pues, con ese aire burlón que disimulaba otros estados de ánimo, quitándome mi larga bufanda y tiritando por última vez, cuando mi mirada se cruzó con la suya por casualidad.
Ella creyó, o supo, o quiso, que esa sonrisa fuera para ella, cuando la había provocado el absurdo de la situación, la estupidez de un mundo, el suyo, que me alimentaba a mi pesar (por aquel entonces me parecía que ir a presentarle un presupuesto a un tipo que había hecho fortuna en el negocio del cuero para reformar su nuevo dúplex «sin eliminar ni un milímetro de mármol» implicaba una gran falta de buen gusto por mi parte... Pero ¡tenía que pagar tantos impuestos! ¡Le Corbusier se estaría revolviendo en su tumba! He cambiado desde entonces: he perdido toneladas de aplomo en las comidas de negocios y he acumulado reclamaciones de la Seguridad Social, por lo que puedo decir que toda esta lucidez me pesa, me pesa y mucho. Tanto como el mármol...), bien, como iba diciendo, a mi pesar, y sin invitarme a comer, me rogó que me sentara ante un mantel manchado mientras otro lacayo eliminaba las últimas migas.
Mi desconfianza por una sonrisa. Quid pro quo, pues.
La primera.
Pero bonita...
Bonita y un poco falsa, puesto que, por desgracia, me di cuenta bien pronto de que su seguridad, sus miraditas, esa audacia halagadora, se debían más a las virtudes del champán que a mi improbable encanto. Pero bueno... No dejaba de ser su dedo gordo lo que sentía contra mi rodilla, mientras trataba de concentrarme en los deseos de su acompañante.
Me pedía precisiones sobre su dormitorio. «Algo espacioso e íntimo a la vez», no dejaba de repetirme, inclinándose sobre mis estimaciones.
—¿Verdad, cariño? ¿Estamos de acuerdo?
—¿Qué, perdona?
—¡El dormitorio! —exclamó, con aire de hastío, soltando a la vez una voluta de humo—. A ver si estás un poco más atenta a la conversación...
Estaba de acuerdo con él. El que desvariaba era su lindo piececito.
La quise con pleno conocimiento de causa, así que no veo muy bien cómo podría quejarme hoy en día porque se aleje bromeando...
Fue ella la que siguió las obras de reforma. Nuestras citas se multiplicaron y, conforme iban avanzando las obras, mis perspectivas se fueron volviendo más borrosas, su forma de estrecharme la mano, menos enérgica, los muros de carga, menos obsesivos, y los obreros, más un estorbo.