El contrato social (10 page)

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Authors: Jean-Jacques Rousseau

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

Llamo, pues,
gobierno
, o suprema administración, al ejercicio legítimo del poder ejecutivo, y príncipe o magistrado, al hombre o cuerpo encargado de esta administración.

En el gobierno es donde se encuentran las fuerzas intermediarias, cuyas relaciones componen la del todo al todo o te del soberano al Estado. Se puede representar esta última relación por la de los extremos de una proporción continua, cuya media proporcional es el gobierno. Éste recibe del soberano las órdenes que da al pueblo; y para que el Estado se halle en equilibrio estable es preciso que, una vez todo compensado, haya igualdad entre el producto o el poder del gobierno, tomado en sí mismo, y el producto o el poder de los ciudadanos, que son soberanos, de una parte, y súbditos, de otra.

Además, no es posible alterar ninguno de los tres términos sin romper en el mismo momento la proporción. Si el soberano quiere gobernar, o el magistrado dar leyes, ú los súbditos se niegan a obedecer, el desorden sucede a la regla, la fuerza y la voluntad no obran ya de acuerdo y, disuelto el Estado, cae así en el despotismo o en la anarquía. En fin, así como no hay más que una media proporcional en cada relación, no hay tampoco más que un buen gobierno posible en un Estado; pero como hay mil acontecimientos capaces de alterar las relaciones de un pueblo, no solamente puede ser conveniente para diversos pueblos la diversidad de gobiernos, sino para el mismo pueblo en diferentes épocas.

Para procurar dar una idea de las múltiples relaciones que pueden existir entre estos dos extremos, tomaré, a modo de ejemplo, el número de habitantes de un pueblo como una relación más fácil de expresar.

Supongamos que se componga el Estado de 10.000 ciudadanos. El soberano no puede ser considerado sino colectivamente y en cuerpo; pero cada particular, en calidad de súbdito, es considerado como individuo; así, el soberano es el súbdito como diez mil es a uno: es decir, que cada miembro del Estado no tiene, por su parte, más que la diezmilésima parte de la autoridad soberana, aunque esté sometido a ella por completo. Si el pueblo se compone de 100.000 hombres, el estado de los súbditos no cambia y cada uno de ellos lleva igualmente el imperio de las leyes, mientras que su sufragio, reducido a una cienmilésima, tiene diez veces menos influencia en la forma concreta del acuerdo. Entonces, permaneciendo el súbdito siempre uno, aumenta la relación del soberano en razón del número de ciudadanos; de donde se sigue que mientras crece el Estado, más disminuye la libertad.

Al decir que la relación aumenta, entiendo que se aleja de la igualdad. Así, mientras mayor es la relación en la acepción de los geómetras, menos relación existe en la acepción común; en la primera, la relación, considerada desde el punto de vista de la cantidad, se mide por el exponente, y en la otra, considerada desde el de la identidad, se estima por la semejanza.

Ahora bien; mientras menos se relacionan las voluntades particulares con la voluntad general, es decir, las costumbres con las leyes, más debe aumentar la fuerza reprimente. Por tanto, el gobierno, para ser bueno, debe ser relativamente más fuerte a medida que el pueblo es más numeroso.

De otro lado, proporcionando el engrandecimiento del Estado a los depositarios de la autoridad pública más tentaciones y medios para abusar de su poder, debe tener el gobierno más fuerza para contener al pueblo, y, a su vez, más también el soberano para contener al gobierno. No hablo aquí de una fuerza absoluta, sino de la fuerza relativa de las diversas partes del Estado.

Se sigue de esta doble relación que la proporción continúa entre el soberano, el príncipe y el pueblo no es una idea arbitraria, sino una consecuencia necesaria de la naturaleza del cuerpo político y que, siendo permanente y estando representado por la unidad uno de los extremos, el pueblo, como súbdito, siempre que la razón doble, aumente o disminuya, la razón simple aumenta o disminuye de un modo semejante, y, por consiguiente, el término medio ha cambiado. Esto muestra que no hay una constitución de gobierno único y absoluto, sino que puede haber tantos gobiernos, diferentes en naturaleza, como hay Estados distintos en extensión.

Si, poniendo este sistema en ridículo, se dijera que para encontrar esta media proporcional y formar el cuerpo del gobierno no es preciso, según yo, más que sacar la raíz cuadrada del número de hombres, sino, en general, por la cantidad de acción, que se combina por multitud de causas; por lo demás, si para explicarme en menos palabras me sirvo un momento de términos de geometría, no es porque ignore que la precisión geométrica no tiene lugar en las cantidades morales.

El gobierno es, en pequeño, lo que el cuerpo político que lo encierra en grande. Es una persona moral dotada de ciertas facultades, activa como el soberano, pasiva como el Estado, y que se puede descomponer en otras relaciones semejantes; de donde nace, por consiguiente, una nueva proporción, y de ésta, otra, según el orden de los tribunales, hasta que se llegue a un término medio indivisible; es decir, a un solo jefe o magistrado supremo, que se puede representar, en medio de esta progresión, como la unidad entre la serie de las fracciones y la de los números.

Sin confundirnos en esta multitud de términos, contentémonos con considerar al gobierno como un nuevo cuerpo en el Estado del pueblo y del soberano, y como intermediario entre uno y otro.

Existe una diferencia esencial entre estos dos cuerpos: que el Estado existe por sí mismo, y el gobierno no existe sino por el soberano. Así, la voluntad dominante del príncipe no es, o no debe ser, sino la voluntad general, es decir, la ley; su fuerza, la fuerza pública concentrada en él; tan pronto como éste quiera sacar de sí mismo algún acto absoluto e independiente, la unión del todo comienza a relajarse. Si ocurriese, en fin, que el príncipe tuviese una voluntad particular más activa que la del soberano y que usase de ella para obedecer a esta voluntad particular de la fuerza pública que está en sus manos, de tal modo que hubiese, por decirlo así, dos soberanos, uno de derecho y otro de hecho, en el instante mismo la unión social se desvanecería y el cuerpo político sería disuelto.

Sin embargo, para que el cuerpo del gobierno tenga una existencia, una vida real, que lo distinga del cuerpo del Estado, para que todos sus miembros puedan obrar en armonía y responder al fin para qué fueron instituidos, necesita un yo particular, una sensibilidad común a sus miembros, una fuerza, una voluntad propias, que tiendan a su conservación.

Esta existencia particular supone asambleas, consejos, sin poder de deliberar, de resolver; derechos, títulos, privilegios, que corresponden a un príncipe exclusivamente y que hacen la condición del magistrado más honrosa a medida que es más penosa. Las dificultades radican en la manera de ordenar dentro del todo este subalterno de modo que no altere la constitución general al afirmar la suya; que distinga siempre su fuerza particular, destinada a la conservación del Estado, y que, en una palabra, esté siempre pronta a sacrificar el gobierno al pueblo y no el pueblo al gobierno.

Por lo demás, aunque el cuerpo artificial del gobierno sea obra de otro cuerpo artificial y no tenga más que algo como una vida subordinada, esto no impide para que no pueda obrar con más o menos vigor o celeridad y gozar, por decirlo así, de una salud más o menos vigorosa. Por último, sin alejarse directamente del fin de su institución, puede apartarse en cierta medida de él, según el modo de estar constituidos.

De todas estas diferencias es de donde nacen las distintas relaciones que debe el gobierno mantener con el cuerpo del Estado, según las relaciones accidentales y particulares por las cuales este mismo Estado se halla modificado. Porque, con frecuencia, el mejor gobierno en sí llegará a ser el más vicioso, si sus relaciones se alteran conforme a los defectos del cuerpo político a que pertenece.

Capítulo II
Del principio que constituye las diversas formas de gobierno

Para exponer la causa general de estas diferencias es preciso distinguir aquí el principio y el gobierno, como he distinguido antes el Estado y el soberano.

El cuerpo del magistrado puede hallarse compuesto de un mayor o menor número de miembros. Hemos dicho que la relación del soberano con los súbditos era tanto mayor cuanto más numeroso era el pueblo, y, por una evidente analogía, podemos decir otro tanto del gobierno en lo referente a los magistrados.

Ahora bien; la fuerza total del gobierno, siendo siempre la del Estado, no varía; de donde se sigue que mientras más usa de esta fuerza sobre sus propios miembros, le queda menos para obrar sobre todo el pueblo.

Por tanto, mientras más numerosos son los magistrados, más débil es el gobierno. Como esta máxima es fundamental, dediquémonos a aclararla mejor.

Podemos distinguir en la persona del magistrado tres voluntades esencialmente diferentes: primero, la voluntad propia del individuo, que no tiende sino a su ventaja particular; segundo, la voluntad común de los magistrados, que se refiere únicamente a la ventaja del príncipe, y que se puede llamar voluntad de cuerpo, que es general con relación al gobierno y particular con relación al Estado, del cual forma parte el gobierno; en tercer lugar, la voluntad del pueblo o la voluntad soberana, que es general, tanto en relación con el Estado, considerado como un todo, cuanto en relación con el gobierno, considerado como parte del todo.

En una legislación perfecta, la voluntad particular o individual debe ser nula; la voluntad del cuerpo, propia al gobierno, muy subordinada, y, por consiguiente, la voluntad general o soberana ha de ser siempre la dominante y la regla única de todas las demás.

Por el contrario, según el orden natural, estas diferentes voluntades devienen más activas a medida que se concentran. Así, la voluntad general es siempre la más débil; la voluntad de cuerpo ocupa el segundo grado, y la voluntad particular el primero de todos; de suerte que, en el gobierno, cada miembro es primeramente él mismo; luego, magistrado, y después, ciudadano; gradación directamente opuesta a aquella que exige el orden social.

Una vez esto sentado, si todo el gobierno está en manos de un solo hombre, aparecen la voluntad particular y la del cuerpo perfectamente unidas, y, por consiguiente, en el más alto grado de intensidad que pueden alcanzar. Ahora bien; como el uso de la fuerza depende del grado de la voluntad, y como la fuerza absoluta del gobierno no varía nunca, se sigue que el más activo de los gobiernos es el de uno solo.

Por el contrario, unamos el gobierno a la autoridad legislativa; hagamos príncipe al soberano, y de todos los ciudadanos, otros tantos magistrados; entonces, la voluntad de cuerpo, confundida con la voluntad general, no tendrá más actividad que ella y dejará la voluntad particular en todo su vigor. Así, el gobierno, siempre con la misma fuerza absoluta, se hallará con un mínimum de fuerza relativa o de actividad.

Esto es incontestable, y aun existen otras consideraciones que sirven para confirmarlas. Se ve, por ejemplo, que cada magistrado es más activo en su cuerpo que lo es cada ciudadano en el suyo, y que, por consiguiente, la voluntad particular tiene mucha más influencia en los actos del gobierno que en los del soberano, pues cada magistrado está siempre encargado de una función de gobierno, en tanto que cada ciudadano aislado no tiene ninguna función de soberanía. Además, mientras más se extiende el Estado, aumenta más su fuerza real, aunque no en razón de su extensión. Mas al seguir siendo el Estado el mismo, es inútil que los magistrados se multipliquen, pues el gobierno no adquiere una mayor fuerza real porque esta fuerza sea la del Estado, cuya medida es siempre igual. Así, la fuerza relativa o la actividad del gobierno disminuye, sin que su fuerza absoluta o real pueda aumentar.

Es seguro, además, que la resolución de los asuntos adviene más lenta a medida que se encarga de ellos mayor número de personas; concediendo demasiado a la prudencia, no se concede bastante a la fortuna; y se deja escapar la ocasión, ya que, a fuerza de deliberar, se pierde con frecuencia el fruto de la deliberación.

Acabo de demostrar que el gobierno se relaja a medida que los magistrados se multiplican, y he demostrado también, más arriba, que mientras mas numeroso es el pueblo, más debe aumentar la fuerza coactiva. De donde se sigue que la relación de los magistrados con el gobierno debe ser inversa a la relación de los súbditos con el soberano; es decir, que mientras más aumenta el Estado, más debe reducirse el gobierno; de tal modo, que el número de los jefes disminuya en razón del aumento de la población.

Por lo demás, no hablo aquí sino de la fuerza relativa del gobierno y no de su rectitud; porque, por el contrario, mientras más numerosos son los magistrados, más se aproxima la voluntad de cuerpo a la voluntad general; en tanto que bajo un magistrado único esta voluntad de cuerpo no es, como he dicho, sino una voluntad particular. Así se pierde de un lado lo que se puede ganar de otro, y el arte del legislador consiste en saber fijar el punto en que la fuerza y la voluntad del gobierno, siempre en proporción recíproca, se combinan en la relación más ventajosa para el Estado.

Capítulo III
División de los gobiernos

Se ha visto en el capítulo precedente por qué se distinguen las diversas especies o formas de gobierno por el número de los miembros que los componen; queda por ver en éste cómo se hace esta división.

El soberano puede, en primer lugar, entregar las funciones del gobierno a todo el pueblo o a la mayor parte de él, de modo que haya más ciudadanos magistrados que ciudadanos simplemente particulares. Se da a esta forma de gobierno el nombre de democracia.

Puede también limitarse el gobierno a un pequeño número, de modo que sean más los ciudadanos que los magistrados, y esta forma lleva el nombre de aristocracia.

Puede, en fin, estar concentrado el gobierno en manos de un magistrado único, del cual reciben su poder todos los demás. Esta tercera forma es la más común, y se llama
monarquía
, o gobierno real.

Debe observarse que todas estas formas, o al menos las dos primeras, son susceptibles de más o de menos amplitud, alcanzándola bastante grande; porque la democracia puede abrazar a todo el pueblo o limitarse a la mitad. La aristocracia, a su vez, puede formarla un pequeño número indeterminado, que no llegue a la mitad. La realeza misma es susceptible de alguna división. Esparta tuvo constantemente dos reyes por su constitución; y se han visto en el Imperio romano hasta ocho emperadores a la vez, sin que se pudiese decir que el Imperio estuviese dividido. Así, existe un punto en que cada forma de gobierno se confunde con la siguiente, y se ve que, bajo tres solas denominaciones, el gobierno es realmente susceptible de tantas formas diversas como ciudadanos tiene el Estado.

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