El corazón helado (112 page)

Read El corazón helado Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—En fin, tú siempre tan espléndido, y yo... —entonces desviaba la mirada hacia el suelo para adoptar un gesto pudoroso, humilde y tan estrictamente calculado como ineficaz, casi ridículo, para los ojos a los que iba destinado—. Yo no tengo nada que ofrecerte, nada con lo que corresponder a tantas atenciones. Sólo soy una pobre mujer...

Gorda, completaba él, reconociendo a distancia las mollas de carne fofa que sobresalían de una faja dura como una coraza, a la altura de los omóplatos y más abajo. Torpe, añadía para sí mismo, al comprobar que ni siquiera sabía pintarse los labios sin mancharse los dientes de carmín, ni ponerse colorete sin teñirse con él los pelos que le nacían al borde de las sienes. Idiota, se decía después, y que sólo una tonta de remate podría conservar aún las esperanzas de conquistarle, y puta, reputa, más que puta, porque con tantas novenas a cuestas, tantos años de misa diaria, estaría dispuesta a abrirse de piernas sin rechistar en el mismo momento en que él se lo pidiera. Eso era lo que Julio Carrión González pensaba de Mariana Fernández Viu, pero se guardó mucho de decírselo antes de tiempo.

—Por favor, Mariana —respondía a cambio—, soy yo el que tiene muchas cosas que agradecer.

—Qué tontería, si eres ya como de la familia. Pasa, anda, siéntate, yo voy a llevar esto a la cocina en un momento, no tardo nada...

Entonces, mientras la veía desaparecer por el pasillo con su sonrojo fingido y la mano que tuviera libre empeñada en eliminar las arrugas de su vestido sin conseguirlo, Julio se daba la vuelta, y allí, apoyada en la pared o en el quicio de la puerta, con las caderas ladeadas, el cuerpo en tensión y el uniforme del colegio, estaba Angélica.

—¿Y a mí qué? —fingía un enfado tan falso como la vergüenza de su madre con una gracia instintiva, el encanto que Mariana jamás tendría, y en los ojos, el azul profundísimo de un mar de aguas limpias—. ¿A mí no me has traído nada?

—A ver, a ver... —él se acercaba despacio, con el sigilo de un gato, pasos lentos, silenciosos, que desataban una excitación gozosa, instantánea, en su inminente víctima—. No sé, la verdad, aunque... Espera, ¿qué tienes aquí? —y acercaba a su cara una mano abierta para cerrarla al borde de una de sus orejas—. ¡Pero, bueno, qué es esto! Si te crecen chocolatinas en la cabeza...

La alegría desordenaba a Angélica, la devolvía a su verdadera condición, la de una niña que no controlaba sus movimientos al colgarse del cuello de un adulto, para besarle y abrazarle mientras sus pies botaban sobre el suelo. Julio se dejaba estrujar, aspiraba el aroma de su colonia infantil, y pensaba que era una suerte que fuera tan pequeña, porque si tuviera la edad suficiente para elaborar un discurso parecido al de Mariana, tal vez acabaría cediendo algún día a la debilidad de aceptar las compensaciones que su madre le ofrecía en vano una y otra vez. Luego, la dueña de la casa regresaba con un aperitivo para dos primorosamente dispuesto en una bandeja de plata repleta de platitos, servilletitas, tapetitos y galletitas, y mientras servía el vermú como si su hija no existiera, multiplicaba sus pobres recursos de seductora inepta. En aquellos trances, Julio se divertía de verdad, gracias a la reacción de Angélica, que hinchaba los carrillos, fruncía las cejas, meneaba la cabeza o cerraba los ojos un instante para completar, entre el escándalo y la burla, un catálogo completo de gestos de desaprobación, cada vez que su madre se inclinaba sobre su invitado más de la cuenta o le acariciaba un brazo sin motivo aparente. Después, comían los tres juntos, pero Mariana no se dirigía a su hija en ningún momento hasta que Matilde llegaba con los cafés.

—Vete a tu cuarto, Angélica.

La sobremesa era el momento que el invitado elegía para asestar sus sucesivos golpes, pero su estrategia era astuta, calmosa. Siempre esperaba a que Mariana se hubiera recuperado por completo del disgusto anterior para hacerla avanzar un paso más hacia su ruina. En general, Julio pensaba que la primera y más torpe usurpadora del patrimonio de los Fernández Muñoz no era una mujer muy inteligente y que carecía de agudeza visual, porque parecía incapaz de distinguir los auténticos propósitos de su invitado, a quien agradecía de vez en cuando en voz alta los esfuerzos que estaba haciendo para mejorar la situación de su familia exiliada. Sin embargo, en algunos momentos percibía en los ojos de su víctima un destello de lucidez que le hacía dudar de sus juicios previos. Entonces recordaba que, en el fondo, aquello no tenía ninguna importancia. Lista o tonta, Mariana no tenía nada que hacer, y él la sartén por el mango.

—¿Y nunca te sientes solo, Julio? Tan joven, sin nadie que te cuide, nadie que se preocupe por ti, por hacerte feliz... No sé, algunas noches me quedo pensando que yo misma...

—No te preocupes por mí Mariana —anda, que lo que es conmigo vas dada, rica—. Soy un solitario, ya te lo he dicho otras veces. No echo nada de menos.

La mayoría de aquellas comidas se quedaban en eso, visita, regalos y un poco de conversación, al principio sólo infructuosa, aunque se fue cargando de angustia poco a poco para llegar a bordear la desesperación al final. Julio se dejaba querer, mantenía una distancia risueña, cortés, y procuraba no desalentar en exceso a Mariana porque su actitud le convenía mucho más que una hostilidad declarada antes de tiempo. De hecho, mientras ella calculaba que una boda acabaría con todos sus problemas, él sopesó por su parte la posibilidad de llevársela a la cama. Lo habría hecho muy tranquilamente si le hubiera gustado, pero Mariana Fernández Viu, por debajo del carmín y los vestidos ceñidos, seguía raspando, y su Verdugo no teñía prisa, ni motivos para tenerla.

—Mi marido era un buen hombre, serio, trabajador, pero estaba muy delicado de salud, enfermó siendo aún muy joven, ¿sabes?, y nunca se recuperó. Yo no sé lo que es un hombre de verdad, fuerte, con empuje, con ambición, capaz de protegerme, de ofrecerme cobijo, y daría cualquier cosa...

—Eres muy joven todavía, Mariana —pues por ahí tampoco va a ser, ya ves—. Estoy seguro de que antes o después encontrarás un hombre a tu medida, no un crío como yo, sino todo un señor, como el que tú te mereces.

El año 1948 fue el primero bueno de verdad para don Julio Carrión González desde que, en 1933, su madre decidió meterse en política. En primavera terminó de liquidar los olivares de María Muñoz, y al final del verano, copas, putas y reservados también en algunas grandes fincas de recreo de Toledo y Salamanca, vendió el cortijo por un precio superior al que esperaba. Para aquel entonces, ya había empezado a reinvertir sus ganancias al mismo ritmo en que había ido obteniendo, más copas, más putas, más reservados, licencias de construcción en un Madrid arrasado por los bombardeos y habitado por una masa oscura de seres encogidos cuya principal preocupación era encontrar un lugar donde vivir. Las empresas inmobiliarias florecían de la mano de una especulación salvaje para hacer ricos a hombres como él, atractivos, simpáticos, inteligentes y con talento. Él tenía el suficiente para saber que no le interesaba correr, llamar la atención, enriquecerse demasiado aprisa para sembrar envidias o suspicacias en el delicado tejido de las élites corruptas, la dorada podredumbre en la que aún no le quedaba más remedio que moverse como un doble advenedizo, social y económico. Julio Carrión González no había olvidado que hasta los más listos se vuelven tontos cuando tienen delante a alguien más listo que ellos, pero recordaba aún mejor que no debía fiarse ni siquiera de sí mismo. Por eso actuaba con una extremada precaución, asegurando cada paso que daba, sin ostentar su repentina riqueza ni pronunciar una sola palabra más de las imprescindibles. Sus frecuentes visitas a la casa de Mariana Fernández Viu no eran más que otro tornillo en un engranaje diseñado con la paciencia y la meticulosidad de un constructor de relojes.

—Me preocupa Angélica, ¿sabes, Julio? Es tan impulsiva, tan caprichosa... Me trae de cabeza, un día de éstos va a acabar conmigo. Claro, viviendo las dos solas, sin la autoridad de un hombre, pues, qué puedo hacer... Pero, con ese carácter que tiene, también me da miedo meter aquí a alguien, porque... Yo creo que tú eres la única persona con la que se lleva bien.

—Yo no creo que debas preocuparte por eso —es que vas de mal en peor, ricura—. Angélica es muy despierta. Inteligente, rápida, fuerte, capaz de protegerse a sí misma. Y guapa.

—¿Tú crees? —y fruncía el ceño, para que su invitado leyera en esa arruga cuánto le molestaba aquella afirmación.

—Pues claro que lo creo —pero él la confirmaba con vehemencia—. Tu hija es muy guapa, y lo va a ser todavía más. Dentro de nada, será ella la que cuide de ti, ya lo verás.

Mariana Fernández Viu nunca pudo probar que Julio Carrión González era un ladrón. Jamás vio, escuchó ni averiguó nada que le permitiera demostrar lo que sabía, lo que fue intuyendo y sólo acabó de adivinar al final, sin lograr arrancarle una confesión completa ni siquiera entonces. Julio la llamaba, acudía a sus citas, le llevaba flores o bombones, se sentaba a su mesa, hablaba con ella, le daba las gracias al despedirse y se comportaba como un caballero en todos los sentidos, pero no soltaba prenda. Mariana no sabía con precisión a qué se dedicaba —bueno, tengo algunos negocios, aquí y allá—, ni cuánto dinero tenía —ahora las cosas empiezan a irme bien, no me puedo quejar, pero todo va despacio—, ni cuáles eran sus ideas políticas —vivimos un momento muy delicado, ¿no crees?, con sus cosas buenas y sus cosas malas, pero lo importante no es eso, sino trabajar por España, cada uno en su sitio—, ni qué pretendía de ella en realidad, muchísimas gracias por todo, Mariana, por la comida y por la compañía, no podría decirte cuál de las dos cosas me ha gustado más...

Él la desorientaba a conciencia, y a veces optaba por una timidez fingida, a veces por una melancolía igual de imaginaria, o escogía maneras diferentes de ser encantador, más o menos alegres, más o menos achuladas, más o menos seductoras, pero nunca se apartaba del rasgo esencial de su personaje. Había decidido que, en aquella casa, Julio Carrión González debía de ser más que un conocido pero menos que un amigo, un contacto agradable pero tan precario como todos los acontecimientos fortuitos, un hombre con la apariencia de estar bien situado en el régimen pero, al mismo tiempo, la sombra de los Fernández Muñoz, y eso era. No dejaba pasar la ocasión de dar a Mariana noticias de Ignacio y de sus padres, pero tampoco descuidaba la obligación de contarle anécdotas en las que estuvieran envueltos los hermanos Sánchez Delgado o sus amistades. Con el tiempo descubrió que lo más eficaz era conectar ambos mundos.

—Fíjate qué curioso —comentaba como de pasada, después de que Mariana hubiera mandado a Angélica a su cuarto, mientras la veía servir el café—, el otro día me presentaron a un general... Ahora no me acuerdo de cómo se llama, bueno, da igual, me lo presentó Romualdo Sánchez Delgado, ese subsecretario del Ministerio de Agricultura que es tan amigo mío, ya te he hablado de él, ¿no? —ella asentía con un gesto cauto y se obligaba a sonreír—. Pues el caso es que este general era muy amigo de tu tío Mateo antes de la guerra, y me habló muy bien de él. Un español de una pieza, dijo, honorable, capaz, valioso en todos los sentidos. Y añadió que estaba dispuesto a mover todos los papeles que hicieran falta para animarle a volver. No podemos prescindir de gente así, Carrión, eso me dijo. El otro día, escribí a Ignacio para contárselo...

Mariana nunca respondía a estas noticias, pero Julio la veía palidecer, revolverse en el asiento, frotarse las manos con una insistencia frenética, y aquel espectáculo le tranquilizaba tanto que hacía florecer su sonrisa más encantadora de una manera casi automática, para mantenerla imperturbable sobre sus labios en las dos o tres visitas siguientes. A aquella mujer le daba miedo todo, que su familia volviera y que siguiera viviendo en Francia, que Julio estuviera contento y que le dijera que las cosas no iban bien, que la llamara con regularidad y que, de pronto, desapareciera un par de meses sin explicar por qué, ni antes ni después. Mientras tanto, él descubría que seguía careciendo de asideros, ninguna protección más eficaz que su amistad con un par de párrocos y ciertas damas beatas de su barrio, una garantía que no había sabido aprovechar ocho o nueve años antes para intentar legalizar su usurpación, y que ahora ya no servía para nada que no fuera arriesgar unos avances progresivamente histéricos, tan lamentables que llegaban incluso a sonrojar a su invitado.

—Hace calor hoy, ¿no te parece? Es como si la primavera se insinuara en el aire, no sé, noto... Estoy notando una especie de hormigueo en todo el cuerpo, un picor, o no, pero algo parecido, como la sensación que se tiene después de tomar dos copas de champán, o tres, cuando a una le entran ganas de hacer locuras, y... Si tú quisieras, podríamos abrir una botella y brindar por...

—No, Mariana, no vamos a brindar —porque ella se había quitado ya la chaqueta, se había inclinado sobre la mesa, fruncía los labios en un mohín caprichoso, y Julio no podía soportarla ni un minuto más—. Tenemos que hablar. Del piso de la calle Hartzenbusch.

—¿Del piso de Hartzenbusch...? —y hasta la última hebra de esa sensualidad falsa y mal aprendida que pretendía lucir como un vestido prestado, demasiado grande, se evaporó en aquellos puntos suspensivos—. ¿Y por qué? ¿Es que hay algún problema con el piso de Hartzenbusch?

—Ninguno —y su invitado ya no sonreía—. Al contrario, el otro día estuve allí. Hablé con tus inquilinos, que fueron muy amables y me enseñaron la casa. Muy bonita, por cierto, un cuarto piso, exterior, con mucha luz, la cocina bastante grande, dos salones y tres dormitorios, ¿no?

Mariana asintió con la cabeza mientras se cerraba la chaqueta con los puños cruzados sobre el pecho y Julio volvió a sonreír, como si pretendiera celebrar su retorno a la decencia, antes de seguir hablando.

—Luego estuvimos... Cambiando impresiones. Tuve que explicarles la situación, claro, que tú no eres la dueña del piso, que no tenías ningún derecho a alquilárselo cuando lo hiciste, que llevas diez años cobrando una renta que no te corresponde... No se pusieron muy contentos, desde luego, pero cerré un trato con ellos. Se han comprometido a dejar el piso libre a primeros de junio, a cambio de una pequeña indemnización que no pienso cobrarte, se la pagaré yo, no te preocupes... Van a instalarse en un piso nuevo, de un edificio que estoy terminando más allá de la plaza de toros, en un barrio peor que éste, eso sí, más lejos, menos metros y el mismo alquiler, porque todo está subiendo una barbaridad, y los alquileres lo que más, como la espuma... Al principio, la idea tampoco les gustó mucho, pero acabaron por entenderlo y tendrán que marcharse, ya lo saben. Y ahora ya lo sabes tú también.

Other books

Ain’t Misbehaving by Jennifer Greene
Return to Sender by Julia Alvarez
The Vulture by Frederick Ramsay
Extraordinary Zoology by Tayler, Howard
A Playdate With Death by Ayelet Waldman
Bells Above Greens by David Xavier