El corredor del laberinto (3 page)

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Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

—No lo sé —contestó el chico rellenito, que aún tenía voz de niño—. Ben está ahí, más enfermo que un perro. Le cogieron.

—¿Le cogieron?

A Thomas no le gustó el modo malicioso en que lo había dicho.

—Sí.

—Pero ¿quiénes?

—Es mejor que nunca lo averigües —respondió el chaval, que parecía muy lejos de estar cómodo con aquella situación. Le ofreció la mano—. Me llamo Chuck. Yo era el judía verde hasta que tú apareciste.

«¿Y este es el guía que voy a tener esta noche?», pensó Thomas. No podía quitarse de encima aquella extrema inquietud, a la que ahora se le había unido el enfado. Nada tenía sentido y le dolía la cabeza.

—¿Por qué todos me llaman «judía verde»? —inquirió mientras estrechaba rápido la mano de Chuck; luego se la soltó.

—Porque eres el novato más reciente.

Chuck señaló a Thomas y se rió. Se oyó otro grito en la casa, un sonido como si estuvieran torturando a un animal muerto de lumbre.

—¿Cómo puedes reírte? —preguntó Thomas, horrorizado por el ruido—. Parece que se esté muriendo alguien ahí dentro.

—Se pondrá bien. Nadie muere si vuelve a tiempo para que le pongan el Suero. Es todo o nada. Te mueres o no te mueres. Pero duele mucho.

Aquello le dio a Thomas qué pensar.

—¿El qué duele mucho?

Los ojos de Chuck se desviaron como si no estuviera seguro de lo que tenía que decir.

—Ummm, cuando los laceradores te pican.

—¿Los laceradores?

Thomas cada vez estaba más confundido. «Unos laceradores que pican». Aquellas palabras le provocaron terror y, de repente, no estuvo seguro de si quería saber de lo que estaba hablando Chuck.

El niño se encogió de hombros y apartó la mirada con los ojos en blanco. Thomas suspiró de frustración y se recostó en el árbol.

—Por lo visto, no sabes mucho más que yo —dijo, aunque sabía que no era cierto.

Su pérdida de memoria era rara. Recordaba bastante bien cómo funcionaba el mundo, pero no tenía detalles, caras ni nombres. Como un libro completamente intacto cuya lectura resulta confusa y horrible al faltarle una palabra de cada doce. Ni siquiera sabía cuántos años tenía.

—Chuck…, ¿qué edad crees que tengo?

El niño le examinó de arriba abajo.

—Diría que unos dieciséis. Y, en caso de que te lo estés preguntando, un metro ochenta… pelo castaño. Ah, y tan feo como un hígado frito en un palo —soltó una carcajada.

Thomas estaba tan sorprendido que apenas oyó la última parte. ¿Dieciséis años? ¿Tenía dieciséis? Se sentía mucho más viejo.

—¿Lo dices en serio? —hizo una pausa para tratar de encontrar las palabras adecuadas—. ¿Cómo…? —no sabía ni siquiera qué preguntar.

—No te preocupes. Estarás atontado unos días, pero luego te acostumbrarás a este sitio. Yo lo he hecho. Vivimos aquí, y ya está. Es mejor que vivir sobre una pila de clonc —entrecerró los ojos, quizás anticipándose a la pregunta de Thomas—.
Clonc
es otra palabra para caca. Es el sonido que hace la caca al caer en los botes donde hacemos pis.

Thomas miró a Chuck, sin dar crédito a la conversación que estaban teniendo. «Está bien», fue todo lo que pudo decir. Se levantó y pasó por delante del niño en dirección al viejo edificio; aunque la palabra
choza
lo describía mucho mejor. Parecía tener tres o cuatro pisos de altura y estar a punto de caerse en cualquier momento. Era una demencial colección de troncos y tablas, cuerda gruesa y ventanas puestas al azar delante del sólido muro de roca, cubierto de hiedra. Mientras avanzaba por el patio, el inconfundible olor a leña y a algún tipo de carne que estaban cocinando hizo que le rugiera el estómago. Ahora que sabía que los gritos eran de un chico enfermo, Thomas se sintió mejor. Hasta que se puso a pensar en lo que habría provocado aquel dolor…

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Chuck, corriendo detrás de él para alcanzarle.

—¿Qué?

—Tu nombre. Aún no nos lo has dicho, y sé que te acuerdas de eso.

—Thomas.

Casi no se oyó pronunciarlo; había empezado a pensar en otra cosa. Si Chuck tenía razón, acababa de descubrir un vínculo con el resto de los chicos. Un patrón común en su pérdida de memoria.

Todos recordaban sus nombres. ¿Por qué no el de sus padres? ¿Por qué no el de sus amigos? ¿Por qué no sus apellidos?

—Encantado de conocerte, Thomas —dijo Chuck—. No te preocupes, yo cuidaré de ti. Llevo aquí ya un mes entero y conozco el sitio por dentro y por fuera. Puedes contar conmigo, ¿vale?

Thomas ya casi había llegado a la puerta principal de la choza y al pequeño grupo de chicos que había allí reunidos, cuando le vino un repentino y sorprendente ataque de ira. Se dio vuelta para mirar a Chuck.

—Pero ¡si no me cuentas nada! Eso yo no lo llamaría cuidar de mí.

Se volvió de nuevo hacia la puerta, decidido a entrar para encontrar algunas respuestas. No tenía ni idea de dónde habían salido aquel inesperado valor y aquella determinación.

Chuck se encogió de hombros.

—Nada de lo que te diga te beneficiará —contestó—. Básicamente, yo también soy todavía un novato. Pero puedo ser tu amigo…

—No necesito amigos —le interrumpió Thomas.

Alargó la mano hacia la puerta, una fea tabla de madera descolorida por el sol, y la abrió de un empujón para ver varios rostros estoicos a los pies de una escalera llena de curvas, cuyos peldaños y barandilla se retorcían y giraban en todas las direcciones. Un papel oscuro cubría las paredes del vestíbulo y del pasillo, aunque la mitad estaba despegada. La única decoración a la vista era un jarrón polvoriento sobre una mesa de tres patas y una foto en blanco y negro de una mujer mayor vestida con un traje blanco pasado de moda. A Thomas le recordó la casa encantada de una película o algo por el estilo. Hasta faltaban tablones de madera del suelo.

Aquel sitio olía a polvo y a moho, un gran contraste con los agradables olores de afuera. Unas trémulas luces fluorescentes brillaban en el techo. Aún no se lo había planteado, pero tenía que pensar de dónde venía la electricidad en un sitio como el Claro. Se quedó mirando a la anciana de la fotografía. ¿Había vivido alguna vez allí? ¿Se habría ocupado de aquella gente?

—Anda, mira, es el judía verde —dijo uno de los chicos mayores. Con un sobresalto, Thomas advirtió que se trataba del tío del pelo negro que le había lanzado antes la mirada asesina. Parecía tener unos quince años, era alto y flaco. Su nariz era tan grande como un pequeño puño y se asemejaba a una patata deforme—. Este pingajo seguro se ha cloncado en los pantalones cuando ha oído al bebé de Benny gritar como una niña. ¿Necesitas un pañal limpio, cara fuco?

—Me llamo Thomas.

Tenía que alejarse de aquel tío. Sin decir nada más, se dirigió a las escaleras, sólo porque estaban cerca, sólo porque no tenía ni idea de qué hacer o de qué decir. Pero el matón se le puso delante y levantó una mano.

—Para el carro, verducho —señaló con el pulgar el piso de arriba—. Los novatos no pueden ver a alguien a quien han… cogido. Newt y Alby no lo permitirían.

—¿Qué problema tienes? —espetó Thomas, tratando de apartar el miedo de su voz, tratando de no pensar en lo que el chaval quería decir con
cogido
—. Ni siquiera sé dónde estoy. Lo único que quiero es un poco de ayuda.

—Escúchame, judía verde —el chico arrugó la cara y cruzó los brazos—. Te he visto antes. Hay algo sospechoso en el hecho de que estés aquí y voy a averiguar de qué se trata.

Una oleada de calor latió por las venas de Thomas.

—No te había visto en mi vida. No tengo ni idea de quién eres y no podría importarme menos —soltó.

Pero ¿cómo iba a conocerle? ¿Cómo podía ese chico recordarle?

El matón se rió por lo bajo, una risita mezclada con un resoplido lleno de flemas. Entonces puso una cara más seria e inclinó las cejas hacia dentro.

—Te he… visto, pingajo. No hay muchos de por aquí a los que hayan picado —señaló hacia arriba por las escaleras—. A mí, sí. Sé por lo que está pasando Benny. Yo ya he estado ahí. Te vi durante el Cambio —le dio un golpe a Thomas en el pecho—. Y me apuesto tu primera comida de Fritanga a que Benny también te ha visto.

Thomas se negó a romper el contacto visual, pero decidió no decir nada. El pánico le consumió de nuevo. ¿Dejarían las cosas de empeorar en algún momento?

—¿Los laceradores han hecho que te hagas pis encima? —dijo el chico con sorna—. ¿Estás un poco asustado ahora? No quieres que te piquen, ¿eh?

Otra vez aquel verbo. «Picar». Thomas intentó no pensar en ello y señaló hacia arriba, hacia donde se oían los gemidos del chico enfermo, que retumbaban en todo el edificio.

—Si Newt ha subido ahí, quiero hablar con él.

El chico no dijo nada y se quedó mirando fijamente a Thomas unos segundos. Luego negó con la cabeza.

—¿Sabes qué? Tienes razón, Tommy, no debería ser tan malo con los novatos. Sube, estoy seguro de que Alby y Newt te pondrán al corriente. En serio, vamos. Lo siento.

Le dio una palmadita a Thomas en el hombro, luego se apartó y señaló hacia las escaleras. Pero Thomas sabía que el chaval se traía algo entre manos. El hecho de haber perdido parte de la memoria no le convertía a uno en un idiota.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Thomas mientras hacía tiempo para decidir si, después de todo, debía subir.

—Gally. Y no te lleves a engaños: yo soy el auténtico líder aquí, no esos viejos pingajos de ahí arriba. Soy yo. Tú puedes llamarme capitán Gally, si quieres.

Sonrió por primera vez; los dientes le hacían juego con aquella nariz repugnante. Le faltaban dos o tres y ni uno se acercaba ni siquiera un poco al color blanco. El aliento se le escapó lo justo para que a Thomas le llegara un hedor que le recordó algo horrible, aunque no supo de qué se trataba. Le revolvió el estómago.

—Vale —asintió, tan harto de aquel tío que quiso gritar y darle un puñetazo en la cara—, capitán Gally —exageró el saludo y notó una subida de adrenalina, pues sabía que se había pasado de la raya.

Se oyeron unas cuantas risas entre los del grupo de afuera y Gally se dio la vuelta con la cara colorada. Se volvió para mirar a Thomas con la frente y aquella monstruosa nariz arrugadas por el odio.

—Sube las escaleras —dijo Gally— y mantente alejado de mí, gilipullo —señaló hacia arriba de nuevo, pero no apartó los ojos de Thomas.

—Muy bien.

Thomas miró a su alrededor una vez más, avergonzado, confuso y molesto. Notaba el calor de la sangre en su cara. Nadie se movió para impedir que hiciera lo que Gally le estaba pidiendo, salvo Chuck, que estaba en la puerta principal, negando con la cabeza.

—Se supone que no puedes subir —murmuró el niño—. Eres un novato, no puedes estar ahí.

—Ve —dijo Gally con desdén—. Sube.

Thomas ya estaba lamentando haber entrado, pero quería hablar con Newt. Se quedó mirando las escaleras fijamente. Los peldaños se quejaban y crujían bajo su peso. Se habría detenido por miedo a caer debido a lo vieja que estaba la madera, de no haberse dado una situación tan incómoda en la planta baja. Así que subió, estremeciéndose cada vez que oía cómo se astillaba la madera. Las escaleras le llevaron a un rellano, giraron a la izquierda y luego dieron a un pasillo con barandilla donde había varias habitaciones. Pero sólo de una de ellas salía luz por la rendija de la parte inferior.

—¡El Cambio! —gritó Gally desde abajo—. ¡Ya verás, cara fuco!

Como si la burla le hubiera dado a Thomas una inyección de valor, caminó hacia la puerta iluminada al tiempo que ignoraba el crujido de las tablas del suelo y las risas de abajo, la avalancha de palabras que no entendía, reprimiendo las espantosas sensaciones que provocaban. Alargó la mano para girar el pomo dorado y abrió la puerta.

En el interior de la habitación, Newt y Alby se hallaban agachados junto a alguien que estaba tumbado en una cama.

Thomas se acercó para ver a qué venía tanto escándalo, pero, cuando vio mejor las condiciones del paciente, se le heló el corazón. Tuvo que luchar contra la bilis que le subió a la garganta.

El vistazo fue rápido, tan sólo un par de segundos, pero bastó para que se le quedara grabado en la memoria. Una pálida figura se retorcía desesperada, con el pecho desnudo y espantoso. Los cordones tensos que eran sus repugnantes venas verdes recorrían el cuerpo del chico y sus extremidades, como cuerdas bajo su piel. El chaval estaba cubierto de moratones violáceos, urticaria roja y arañazos sangrantes. Sus ojos rojos se le salían de las órbitas y se movían de un lado a otro a toda velocidad. La imagen ya se había quedado grabada a fuego en la cabeza de Thomas antes de que Alby se levantara de un salto para bloquearle la vista, pero no los gemidos y los gritos. Sacó a Thomas a empujones del cuarto y cerró la puerta de golpe al salir.

—¿Qué estás haciendo aquí arriba, novato? —gritó Alby, con los labios tensos por la furia y los ojos brillantes.

Thomas se sintió débil.

—Yo… eeeh… quería algunas respuestas —murmuró, pero no pudo darle fuerza a sus palabras; en su interior, se había rendido. ¿Qué le pasaba a aquel chaval? Thomas se apoyó en la barandilla del pasillo y bajó la vista al suelo, sin estar seguro de lo que haría a continuación.

—Saca ahora mismo de aquí tus mejillas de renacuajo y baja las escaleras —le ordenó Alby—. Chuck te ayudará. Si te vuelvo a ver otra vez antes de mañana por la mañana, no vivirás un día más. Te arrojaré yo mismo por el Precipicio, ¿me captas?

Thomas estaba humillado y asustado. Se sentía como si le hubieran reducido al tamaño de un ratón. Sin decir ni una palabra, pasó junto a Alby y se dirigió hacia los escalones que crujían, tan rápido como se atrevió. Ignoró las miradas boquiabiertas de los que había en la planta baja, sobre todo la de Gally, salió por la puerta y cogió a Chuck del brazo para marcharse con él.

Odiaba a aquella gente. Los odiaba a todos. Excepto a Chuck.

—Aléjame de estos tíos —dijo, y entonces se dio cuenta de que quizá Chuck era su único amigo en el mundo.

—Lo has pillado —contestó Chuck con un tono alegre, como si estuviera entusiasmado porque le necesitara—. Pero antes cogeremos un poco de la comida que ha hecho Fritanga.

—No sé si alguna vez podré volver a comer.

No después de lo que acababa de ver.

Chuck asintió.

—Sí, sí que podrás. Nos vemos en el mismo árbol de antes en diez minutos.

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